Política y Economía. Decisión, Elección Racional y el Problema del Orden Social
Politics and Economics. Decision, Rational Choice and the Problem of Social Order
Agustín Méndez Samoiloff¹
Recibido: 30/03/2024
Aceptado: 29/08/2025
Resumen
El siguiente artículo pretende realizar una lectura crítica de aquellas teorías sociales que intentan dotar de una validez técnico-científica a una medida que tiene por finalidad intervenir en la esfera pública, basándose en justificaciones de tipo racional-instrumental. Confrontando directamente con la Teoría de la Elección Racional y/o la Teoría de los Juegos, se buscará estudiar la especificidad de lo político con relación a lo económico, en tanto criterio de demarcación entre lo que es una decisión creadora de un orden social y una elección entre objetivos previamente constituidos o determinados. Revisitar la crítica schmittiana al liberalismo, así como subrayar las potencialidades que se desprenden de una reinscripción del lazo representativo en las democracias actuales, brindarán fundamentos teóricos para sustentar el plusvalor político que emana de la noción de decisión, respecto de una racionalidad economicista, a la hora de describir la dinámica que se despliegue en el proceso de institución de lo social.
Palabras clave: Decisión-elección-política-economía-orden social
¹ Licenciado en Ciencia política (UBA). Maestrando en teoría política y social (FSOC-UBA). Becario doctoral del CONICET con asiento en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (FSOC-UBA). ORCID: 0009-0000-1412-6745. Correo electrónico: agustinmendezff@gmail.com
Méndez Samoiloff, A.
Política y Economía. Decisión, Elección Racional y el Problema del Orden Social
Artículos Libres
pp. 123 - 145
Abstract
The following article aims to make a critical reading of those social theories that try to provide a technical-scientific validity to a measure that aims to intervene in the public sphere, based on rational-instrumental justifications. Directly confronting the Theory of Rational Choice and/or Game Theory, we will seek to study the specificity of the political in relation to the economic, as a criterion of demarcation between what is a decision that creates a social order and a choice between previously constituted or determined objectives. Revisiting Schmitt's critique of liberalism, as well as underlining the potentialities that arise from a re-inscription of the representative bond in today's democracies, will provide theoretical foundations to sustain the political surplus value that emanates from the notion of decision, with respect to an economistic rationality, when describing the dynamics that unfold in the process of instituting the social.
Keywords: Decision-election-politics-economics-social order
I. A modo de introducción
En nuestra contemporaneidad, el discurso público sostenido por la reciente administración gubernamental iniciada el 10 de diciembre de 2023, predica— desde el mismo momento de su asunción y cada vez con mayor determinación— que las medidas de ajuste adoptadas no sólo eran inevitables, sino que la estrategia elegida para su implementación —el denominado shock— era el único camino posible para evitar una catástrofe socioeconómica sin precedentes (Lissardy, 2023). A pesar de la reconocida dureza y dificultades que dichas políticas producirían en los estándares de vida de muchos argentinos, el poder ejecutivo nacional sostiene que hay “cero posibilidades de que se produzca un levantamiento social”, puesto que se está realizando “exactamente lo que los libros de texto dicen que [se debe] hacer” (Milei, 2024).
El programa ultraortodoxo de ajuste implementado, por tanto, encuentra su justificación y validez en la autoridad que emana de un conocimiento científico y aparentemente neutral, capacitado para diagnosticar y ofrecer respuestas elaboradas por una esfera determinada del saber: la economía. Como bien ha retratado Mariana Heredia (2015) en su estudio Cuando los economistas alcanzaron el poder, el problema de la inflación, que ha aquejado a nuestro país a lo largo de varias décadas, es el mal que ha justificado la intervención de los economistas, devenidos en portadores de una expertise técnica -y no ideológica-, en el proceso de toma de decisiones políticas: “la ciencia económica se fue afirmando como garante de un juicio objetivo, como fundamento de un programa realista y como justificación de una voluntad estatal inflexible” (p. 2) .
El ethos libertario que emana de la cúspide del poder nacional, su apelación a la teoría de los árboles decisorios (Straccia, 2024), la utilización del llamado game of chicken (Arias, 2024) a la hora de describir el proceso de negociación efectuado tanto con diversos actores que participan dentro del sistema representativo y federal de la República -Poder Legislativo, gobernadores-, así como aquellos que pertenecen a la sociedad civil —sindicatos, movimientos de derechos humanos, etc.—, sumado a lo arriba mencionado, descubre a la racionalidad económica como aquella que legitima los cursos de acción impuestos, confirmándose, así, una de las máximas de la enseñanza foucaultiana: la lógica del mercado se yergue como el régimen de veridicción propio del neoliberalismo (Foucault, 2007).
Utilizando esta brevísima presentación como disparador —lo que nos interesará estudiar en términos estrictamente teóricos— será la especificidad de lo político con relación a lo económico como criterio de demarcación entre lo que es una decisión creadora de un orden social y una elección entre objetivos previamente constituidos o determinados.
En virtud de ello, nos preguntamos ¿es la decisión política identificable con todo y cualquier tipo de decisión? Para cumplimentar tal propósito, se recurrirá a ciertas tradiciones de pensamiento y distintos autores que, con sus particularidades, asumieron el desafío de pensar dicho interrogante en contextos históricos diversos. En primera instancia, se revisitará la Teoría de la Elección Racional (TER), cuyos representantes buscarán dar cuenta de las exigencias políticas surgidas en el período de posguerra en el hemisferio norte —cuyas premisas encuentra una reactualización en el presente— luego, se pasará a analizar la enseñanza de Carl Schmitt, donde su interpretación del liberalismo es indisociable de la crítica al entramado jurídico-institucional propio de la llamada República de Weimar; por último, la atención se centrará en la obra de Marcos Novaro, quien reinscribirá gran parte del armazón teórico del jurista de Plettenberg, a la luz de la llamada crisis de representación de las democracias contemporáneas. De esta manera, nociones tales como elección, racionalidad instrumental, identidad, pluralismo o representación, entre otras, permitirán delinear la especificidad del concepto de decisión, en su vínculo con lo político.
En definitiva, la hipótesis de lectura que se buscará demostrar es que el carácter fundador que emana del concepto de decisión radica en su plusvalor político respecto de la racionalidad económica-instrumental, regida por el cálculo de medios-fines.
En lo relativo a las cuestiones metodológicas, puesto que el presente trabajo es de corte eminentemente teórico, se utilizará una estrategia cualitativa, a partir de la técnica de revisión bibliográfica basada en la comparación, análisis e interpretación hermenéutico-exegético de fuentes tanto primarias como secundarias de autores pertenecientes a distintas corrientes de pensamiento, que den cuenta de los nudos argumentales expuestos en la hipótesis antes mencionada y que permitan, a partir de un tema de actualidad, poner en agenda y en valor la discusión teórica acerca del polemos entre economía y política.
II. La Teoría de la Elección Racional. Principios y supuestos del “Constitucionalismo de la Guerra Fría”
De acuerdo a las palabras de Vidal de la Rosa (2008), la Teoría de la Elección Racional (TER) surge en la primera mitad del siglo XX, específicamente dentro de la academia anglosajona, en tanto una corriente de pensamiento de neto corte analítico-conductista: su propósito primordial consistió en explicar las más diversas interacciones humanas —a partir de una lógica de pensamiento distinta a la sostenida por aquellos académicos de origen continental— cuya producción intelectual, anclada en una ideología de orientación social-demócrata, era apologética del modo de producción instaurado bajo auspicio del Estado de bienestar.
Según la tesis de este autor el principal desafío que asumieron los investigadores de la elección racional fue el de dotar a su teoría de un rigor científico incuestionable, importando, para ello, la metodología propia de las ciencias económicas, edificada en torno a preceptos y axiomas lógico-matemáticos; de esta manera
El homo economicus se abrió paso en la lucha de las teorías ante las más laxas versiones del homo sociologicus y el zoon politikon. El interés egoísta podía ser el fundamento de un vasto edificio conceptual que pretendía ofrecer alternativas teóricas superiores a las jamás conocidas. La teoría de la elección racional invadió la psicología; la antropología; a las teorías como el marxismo; e incluso a la misma biología, acompañado del arsenal de la teoría matemática. (Vidal de la Rosa, 2008, p. 224)
Lo antedicho permite adentrarse en una de las notas salientes de esta teoría, a saber, la incorporación de los fundamentos de la economía neoclásica, especialmente los propios de la llamada “escuela marginalista”, como clave de lectura que permita, a partir de su lenguaje específico, interpretar y decodificar la dimensión micro de los fenómenos sociales:
La teoría económica moderna nace alrededor de 1870, cuando las preocupaciones fundamentales ya no son las cuestiones macroeconómicas del crecimiento y la distribución, sino los problemas microeconómicos de la toma de decisiones (...) Con la ayuda de las matemáticas (de las llamadas técnicas marginalistas), la economía moderna pudo empezar a formular con precisión los costos y beneficios asociados a los usos alternativos de los recursos escasos. (Di Castro, 2002, p. 46)
De la sentencia impartida por G. Becker (1976) “el enfoque económico suministra una estructura unificada para la comprensión del comportamiento humano” (p. 14), se deriva la aplicación del modelo explicativo de la economía hacia otras formas de interacción social, las cuales, en principio, se muestran como vínculos no mercantiles, tales como los lazos familiares, amorosos o para los intereses específicos de este trabajo, políticos: “No hay fronteras que puedan trazarse entre la 'economía' y la 'política' o entre 'mercado' y 'gobierno' (...) Los economistas pueden contemplar la política, y el proceso político, en términos del paradigma del intercambio” (Buchanan, 1990, p. 18).
Lo que justifica la extensión del modelo económico hacia otras esferas del saber es el elemento de decisión individual presente en toda actividad humana. En el proceso de deliberación, que conduce a la resolución de cualquier problema práctico, el agente se ve confrontado con múltiples alternativas para alcanzar un fin determinado; lo propio del enfoque económico es suponer que este elegirá, en base a los recursos con los que cuenta, aquel curso de acción que le proporcione mayores beneficios a menores costos: “decidir racionalmente es resolver un problema de maximización; es decir, elegir la estrategia que mejor satisface los deseos del agente dadas sus creencias y restricciones” (Di Castro, 2002, p. 47).
Indagando en sus supuestos metodológicos, en tanto una ciencia del comportamiento, la TER se aproxima a los fenómenos sociales asumiendo que éstos se pueden explicar en términos de sus partes constitutivas y de las relaciones causales que existen entre ellas, de ahí que “la elección racional ofrece microfundamentos de macroprocesos o eventos sociales” (Levi, 1997, p. 23). En esta misma línea, es necesario dejar asentado que esta perspectiva teórica se inscribe en la vertiente weberiana del individualismo metodológico (cfr. Aguilar Villanueva, 1987), así como también que su concepto de racionalidad instrumental responde al tipo ideal de acción con arreglo a fines descrita por este mismo autor (Weber, 2002).
De acuerdo con uno de los máximos representantes de esta tradición, Anthony Downs, dado que los individuos necesariamente sopesan o juzgan cuál es el medio más satisfactorio para alcanzar un fin, el calificativo de racional no aplica sobre sus objetivos últimos, sino a la relación entre los medios y un fin dado; por tanto, la eficiencia indica el modo en que se “maximiza el producto con un insumo dado o que minimiza el insumo para un producto dado” (Downs, 1973, p. 5). Siguiendo los postulados contenidos en su obra Teoría económica de la democracia, un individuo es racional cuando se comporta del siguiente modo: 1) es capaz de adoptar una decisión siempre que se enfrenta con cierta gama de opciones; 2) ordena todas las opciones con que se enfrenta de acuerdo con sus preferencias, de modo que cada una de ellas es preferida, indiferente o inferior a las demás; 3) su orden de preferencias es transitivo; 4) siempre elige entre las opciones la de orden superior dentro de la escala de preferencias; 5) adopta la misma decisión siempre que se enfrenta con las mismas opciones (Cfr. Downs, 1973).
La explicación de lo expuesto en la cita anterior radica en que el modelo de la TER se construye a partir de la conjugación de cuatro elementos: deseos, creencias, acciones e información (cfr. Elster, 1997). De esta manera, para que una acción sea racional, debe constituir el mejor medio de satisfacer los deseos del agente, dadas sus creencias, las cuales, a su vez, serán estipuladas como racionales en relación con la información disponible por el sujeto para determinar un curso de acción.
Una conclusión inevitable de este esquema es el carácter intencional de toda acción teleológica: en tanto está orientada a conseguir un fin en un futuro, toda acción se encuentra activada por una razón, a la cual se le puede imputar ser la causa primaria del resultado obtenido: “en la explicación de una acción intencional, que descansa en los motivos o razones que tuvo un agente para hacer lo que hizo, la relación de estas últimas y las acciones es una relación de causa y efecto” (Di Castro, 2002, p. 67).
A diferencia de la decisión soberana teorizada por C. Schmitt, una decisión racional se desenvuelve en un continuum temporal, el cual presupone como trasfondo de aplicación un medio homogéneo y estático, que permite establecer una relación de causa-efecto entre el presente, donde se toma una decisión y el estado de cosas resultantes en el futuro, en tanto engendrado por esa acción.
En este punto de la argumentación, se torna necesario precisar un último concepto central para la TER, el de utilidad. Si, como se ha dicho, un sujeto es “racional, en el sentido de que sus preferencias son coherentes y de que su decisión final guarda una relación lógica con sus preferencias” (Shepsle, 2016, p. 58), se comprende que el concepto mismo de racionalidad tiene, como su condición de posibilidad, el establecimiento, por parte del agente, de un orden de preferencias entre las alternativas existente para la consecución de un fin determinado.
Las propiedades fundamentales que sustentan la capacidad ordenadora de la racionalidad en función de las preferencias son dos, a saber, la propiedad de comparabilidad y transitividad: gracias a este proceder, se conseguirá establecer una jerarquía de preferencias en base al principio de utilidad esperada.
De lo antedicho se comprende que el concepto de utilidad está íntimamente ligado al problema de las creencias, las cuales, como se dijo, serán definidas como racionales en base a la información disponible. De esta manera, si la información sobre los resultados de las distintas opciones es completa, el contexto de toma de decisión es de certidumbre.
En cambio, si no lo es, puede ser considerado como de riesgo, donde se buscará maximizar la utilidad esperada, o bien de incertidumbre, donde se maximizará la utilidad subjetiva esperada: si en la primera opción se tomaba en cuenta la probabilidad objetiva de cada resultado, en base al valor que la persona concede a dicho resultado, en la incertidumbre se considera la probabilidad subjetiva de que acontezcan unos resultados u otros, multiplicados por el valor que les atribuye a esos resultados.
Por último, si la decisión se toma en un contexto que no se ve afectado por la propia decisión, esta decisión será paramétrica, mientras que, si la decisión propia debe tomar en cuenta y anticipar lo que harán otros agentes, será estratégica —estudiada, principalmente, por la teoría de los juegos—.
Ahora bien, como sostienen Guilhot y Marciano (2018), la aplicación de los supuestos provenientes de la ciencia económica, en tanto clave de decodificación de los fenómenos políticos, no debe ser interpretada sin más como una muestra de imperialismo mercantilista, es decir, como el avasallamiento de los principios de una disciplina por sobre la otra; antes bien, su utilización debe ser comprendida como la estrategia central empleada para refundar, en términos científicos, los cimientos mismos del orden constitucional liberal de posguerra.
El desafío que encararon los economistas y politólogos anglosajones de la TER fue dotar de nuevas bases teóricas al concepto de decisión, pues si bien era necesario salvaguardar la operatividad de dicha categoría en un contexto histórico marcado por la ansiedad e incertidumbre generalizada —donde la posibilidad de la guerra nuclear total estaba siempre latente— ya no podía justificarse su utilización recurriendo a los procesos deliberativos que habían marcado el pulso del sistema democrático hasta ese momento.
De esta forma, el arsenal teórico de la TER se empeñó en “domesticar”, bajo criterios racionales, la existencia de decisiones políticas excepcionales:
Rational choice, we argue, is better understood as a form of “neo-decisionism” that thrived on the crisis of the traditional modes of legitimation of political decisions in liberal democracies. “Rationality” thus became a substitute for the curtailment of democracy in political decision-making as well as a justification for it. [La elección racional, argumentamos, se entiende mejor como una forma de “neodecisionismo” que prosperó con la crisis de los modos tradicionales de legitimación de las decisiones políticas en las democracias liberales. La "racionalidad" se convirtió así en un sustituto del recorte de la democracia en la toma de decisiones políticas, así como en su justificación]. (Guilhot y Marciano, 2018, p. 120)
Este “neodecisionismo” será el origen del llamado, por los autores aquí retratados, “constitucionalismo de la Guerra Fría”, cuya finalidad fue armonizar la necesidad de tomar medidas excepcionales, con los límites propios de un entramado institucional liberal. Su intención, por tanto, no fue la de encontrar o proveer soluciones políticas a los problemas existentes, sino proporcionar un nuevo marco normativo que encuadre el concepto de decisión a partir de una racionalidad científica.
Apañados en la puesta en práctica de los principios constitutivos de la racionalidad maximizadora los teóricos de la TER justificaron que —si en el conjunto de preferencias políticas dadas— estaba en primer lugar el mantenimiento del modo de organización institucional provisto por el liberalismo, la mejor alternativa para asegurar su permanencia era mediante la toma de decisiones que, aunque reñidas con los principios democráticos-deliberativos conocidos, priorizaran las exigencias de la seguridad nacional en una situación internacional de alta tensión política. La utilidad esperada de este proceder, en este contexto de incertidumbre, era mayor que los costos que podían generar una victoria del bloque soviético:
The sovereign decision was no longer defined and limited by legal provisions, but by economic calculations, which seemed capable of constraining sovereignty in a way that the legal order could not. It was rational because it was embedded within a wider economics of choice. [La decisión soberana ya no estaba definida y limitada por disposiciones legales, sino por cálculos económicos, que parecían capaces de constreñir la soberanía de un modo que el ordenamiento jurídico no podía. Era racional porque se inscribía en una economía de la elección más amplia]. (Guilhot y Marciano, 2018, p. 133)
De lo antedicho se puede concluir que la crisis de legitimidad política surgida en las sociedades del hemisferio norte, luego de la Segunda Guerra Mundial, implicó un esfuerzo intelectual para generar nuevos fundamentos teóricos, a través de los cuales reinscribir el funcionamiento de su entramado político-institucional: la estructura de su razonamiento estaba científicamente respaldada por el correcto cálculo matemático que desentrañaba, en términos objetivos y rigurosos, la estructura profunda de la lógica económica-instrumental que rige los intercambios mercantiles.
III. Carl Schmitt: lo Político entre Decisión, Soberanía y Democracia
El recorrido hasta aquí realizado ha permitido caracterizar una de las corrientes teóricas predominantes dentro de la ciencia política desde mediados del Siglo XX, la llamada Teoría de la Elección Racional (TER), resaltando tanto sus supuestos teórico-metodológicos, así como su incidencia en el diseño político-institucional de posguerra en las sociedades del hemisferio norte.
El estudio de la primera de estas cuestiones permitió comprender el modo en que el llamado homo economicus (basado en una racionalidad estratégica-instrumental) se convirtió en el modelo explicativo a la hora de desentrañar los microfundamentos de los procesos de toma de decisiones, mientras que la segunda ha indicado cómo esta teoría dotó de una racionalidad científica a la refundación del orden liberal-democrático, en términos neodecisionistas, por sobre su dimensión ética-deliberativa.
En lo que interesa a los propósitos de este trabajo, se puede concluir, provisoriamente, que, para la TER, toda decisión supone una elección entre alternativas que han de ser comparables entre sí, con arreglo a una medida común: la maximización. La funcionalidad de este dispositivo depende, por tanto, en la existencia de un conjunto factible de alternativas dadas, jerárquicamente ordenadas y ponderadas numéricamente a partir del principio de utilidad esperada.
Esta racionalidad económica, basada en los principios del liberalismo, será precisamente la que, según Carl Schmitt, conlleva una despotenciación de todo vínculo político. Como se verá en lo que sigue, desde la enseñanza del jurista de Plettenberg, la decisión soberana, “decisión en sentido eminente” (Schmitt, 2009, p. 13) es la única que puede comprenderse como verdaderamente política, dado su carácter existencial; esta decisión, por tanto, no es aprehensible en términos gnoseo-epistemológicos: “la decisión soberana pertenece al universo de la praxis, no del conocimiento, y no recaba legitimidad de su sometimiento a una opinión científica, sino de su función política” (Dotti, 1996, p. 129).
Su accionar creativo no responde, ni requiere, de la confección de una escala ordinal de preferencias, a partir de las cuales se puede derivar, de modo claro y distinto, una serie de consecuencias entre las que hallar un óptimo de Pareto o un equilibrio de Nash; por el contrario, la situación de excepción sobre la que se toma hace que todas las opciones existentes estén en una condición de absoluta simetría, imposibilitando el establecimiento de una gradación entre ellas, estimada en relación a la dinámica medios-fines:
La decisión jurídico-política por antonomasia (...) da lugar a la normalidad o formación de la comunidad política y resuelve el conflicto político existencial. Podríamos decir que en el caso central de la decisión política la simetría entre las opciones es tal que no hay atadura normativa alguna, ni normas reguladoras de contenidos (inhaltlicher Normierung) ni atribución de competencias en términos de “proposiciones, órdenes, reglas, autorizaciones y decisiones”, ni quizás posibilidad de evaluación o corrección alguna, sino que las mismas son precisamente creadas por la decisión política. Antes de la decisión misma no parece tener sentido hablar siquiera de una decisión política correcta. (Rosler, 2011, p. 150)
Como es harto conocido, Schmitt (1991), en su escrito El concepto de lo político, considera que el vínculo propiamente político es la expresión del “grado máximo de intensidad de unión o separación entre el amigo y el enemigo” (p. 16). Esta distinción amigo/enemigo, que opera con criterios autónomos y diferentes a los del campo de la moral, la economía, etc., marcan una esfera específica, referida al proceso de constitución de identidades colectivas bajo los principios de publicidad y existencialidad: el enemigo no es el inimicus sino el hostis; correspondiéndole a la unidad política soberana la decisión legítima de dicha diferenciación.
Este agrupamiento, el cual “solo puede ser localizado de manera temporal en las dimensiones o formas determinadas en las que, cada tanto, se manifiesta históricamente” (Marramao, 2007, p. 140), indica que, para que surja un agrupamiento de hombres, necesariamente debe presentarse un otro que lo antagonice, permaneciendo siempre latente en su relación la posibilidad de la guerra, entendida no en términos belicistas, sino como su condición de posibilidad existencial. Frente a esta definición, el Jurista sostendrá que “el liberalismo intenta disolver el concepto de enemigo, por el lado de lo económico, en el de un competidor, y por el lado del espíritu, en el de un oponente en la discusión” (Schmitt, 1991, p. 58).
Por tanto, se comprende que el liberalismo propugne una visión pluralista del Estado, donde, este último, pierde su lugar en tanto instancia trascendente que regula los sentidos de lo común. El Estado queda reducido a una asociación más frente a otras que compiten entre sí, asumiendo la función exclusiva de ser un administrador y garante del derecho privado, especialmente, el derecho de propiedad: “Lo que no existe es una política liberal en sí misma sino siempre y tan sólo una crítica liberal de la política” (Schmitt, 1991, p. 98).
De lo antedicho se desprende que, en la visión liberal, las distintas esferas de lo social adquieren una especificidad propia, con sus pautas y lógicas de funcionamiento descentralizadas. Despotenciado su accionar, lo político termina por encontrarse subordinado a la economía, instancia de la cual el liberalismo extrae su racionalidad.
La autonomía del individuo, el paradigma de su libertad y la armonía preestablecida, son pensadas a la luz de sus determinaciones. La economía, de esta manera, se torna el verdadero núcleo articulador de la actualidad:
Que la producción y el consumo, la formación de precios y el mercado tienen su esfera propia y que no pueden ser dirigidos ni por la ética, ni por la estética, ni por la religión y menos aún por la política, ha constituido uno de los pocos dogmas realmente indiscutibles e incuestionables de esta época liberal. (Schmitt, 1991, p. 100)
El corolario de este diagnóstico es la expansión de los poderes intermedios que, sin asumir el riesgo de lo político, minan la potestad directa del Estado, produciendo una reducción de su aparato a mera normatividad legalista: la regla es la que prima y explica, desde esta óptica liberal, la totalidad de la vida, absorbiéndola en la reproducción de lo dado.
De acuerdo con Schmitt, el liberalismo reduce todo a una disputa del ámbito de la ética y la economía. No tramita de otro modo el conflicto político, sino que lo desplaza, y al negar su carácter existencial, produce consecuencias devastadoras. Schmitt, en su obra El Leviathan en la Teoría del Estado de Thomas Hobbes, recupera la matriz decisionista como origen de la estatalidad, sustentado en las máximas protego, ergo obligo y autorictas, non veritas, facit legem. Este poder absoluto, según la lectura que realiza de la prosa hobbesiana, es el intérprete omnipresente de todo lo existente, inclusive del milagro (que leído en términos teológico-políticos secularizados hace referencia al estado de excepción). Empero, sólo se logra imponer en foro externo, en referencia a la confesión pública, sin obligar la obediencia en foro interno, quedando la conciencia privada libre e incólume de su determinación.
La distinción entre foro interno y externo permite encuadrar, en los términos de la preocupación schmittiana, el modo en que los supuestos básicos de la TER neutralizan lo político. Si, como se ha visto, para esta teoría, la razón individual, así como las creencias y preferencias del agente constituyen la materia prima a partir de la cual se conforman las agregaciones colectivas, para Schmitt, en cambio, la existencia de una pluralidad de razones y preferencias en pugna, no son más que el testimonio directo de la claudicación del poder del Estado, en tanto instancia transcendental y vertical fundadora de un orden político: su destino inexorable es el surgimiento del constitucionalismo liberal,
una vez admitida la distinción entre el foro interno y externo, ya es cosa decidida, por lo menos en potencia, la superioridad de lo interno sobre lo externo y, por consiguiente, de lo privado sobre lo público (...) todo el Poder externo esta, en realidad, vacío y sin alma. (Schmitt, 1990, p. 61)
Si bien los presupuestos antropológicos de la TER, que definen al individuo como un ser maximizador, egoísta y gobernado por una racionalidad instrumental, parecerían tomar partido por una conceptualización de la naturaleza humana como peligrosa, punto de partida de toda teoría política que se precie de ser tal, las conclusiones que extrae de ellos son radicalmente opuestas a las obtenidas por Schmitt: hay una cambio de registro teórico inconmensurable entre el egoísmo que mueve al interés mercantil y la justificación metafísica de la presencia e irrupción del mal en la tierra, en tanto falla ontológica del ser humano, “es a partir de este déficit ético-metafísico que se generan tanto el caso de excepción, como también la decisión excepcional que lo enfrenta” (Dotti, 1996, p. 131).
Por un lado, para los teóricos de la TER, “el deseo humano de tener razón” (cfr. Sirczuk, 2018, pp. 43-46) decantaba en una situación de equilibrio, predicción respaldada en la aplicación del modelo matemático provisto por la economía neoclásica que, a su vez, responde a un proyecto mucho más amplio que aplicó la mecánica de la energía del Siglo XIX a distintos ámbitos del saber, primero la ingeniería, luego la microeconomía y por último la política:
La teleología subyacente a la mecánica clásica se traslada (...) a los agentes racionales: si las partículas físicas “eligen” trayectorias óptimas, las elecciones de los agentes exigen ser concebidas asimismo como optimizadoras. En los términos de la teoría económica los agentes individuales, como partículas que se mueven en un espacio de bienes, siguen una trayectoria definida por la maximización, sometida a restricciones, de su utilidad. La función teórica del mercado es coordinar y hacer mutuamente consistente las elecciones de distintos individuos en forma de un equilibrio óptimo. (Gutiérrez, 2000, p. 62-63)
Si bien no deja de ser cierto que esta tradición de pensamiento ha demostrado situaciones donde no es posible alcanzar un óptimo de Pareto o un equilibrio de Nash, como se da en los casos de los juegos no cooperativos o de equilibrios múltiples, representados tradicionalmente por el dilema del prisionero, o el análisis del free-rider trabajado por Olson, no deja de ser sintomática la negativa a comprender el límite mismo de la racionalidad instrumental para captar la especificidad de lo político.
Índice de este modo de proceder es el llamado teorema de la imposibilidad de Arrow, quien demostró que no existe un método de agregación de preferencias que pueda producir mejoras de Pareto en una situación en la que se presentan más de dos alternativas y más de dos tomadores de decisiones, sin violarse el principio de no-dictadura, es decir, evitando que un individuo pueda determinar el orden de preferencias de otro (cfr. Resnik, 1998). Por tanto, si se elimina, como un requerimiento de sus propias premisas el aspecto decisionista de lo político, en tanto elemento fundador de un orden social —pues la voluntad colectiva debe ser la resultante de una regla de la mayoría no impuesta verticalmente— la racionalidad agregativa y optimizadora defendida por esta teoría, catalogada de científica, no puede más que desembocar en una imposibilidad lógica: lo político se torna un exceso inaprehensible respecto de su propia axiomática.
Ahora bien, frente a las limitaciones propias del liberalismo para captar aquellas situaciones de ruptura del orden establecido y no decodificadas por la normatividad vigente, Schmitt (2009) recuperará en la senda iniciada por Bodin el concepto de soberanía. Así, como es bien sabido, abrirá su Teología política, declarando que “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (p. 13). El soberano, “más que un sustantivo, es una adjetivación, que califica a quien actúa de una manera conflictivamente irreductible a los comportamientos mercantiles y a la conexa pretensión de hacer del do ut des el único criterio de racionalidad de la práctica” (Dotti, 1996, p. 129).
La soberanía, en esta caracterización, es un concepto límite que indica lo que está dentro de la ley y lo que no: el espacio de la excepción. El soberano no sólo es quien decide en el estado de excepción, reestableciendo el orden, sino aquel que detenta su monopolio hermenéutico, es decir, el que se encuentra capacitado de determinar cuándo se está en presencia de dicha situación. Se hace, por tanto, responsable frente a todo evento imprevisto y no anticipable: “Lo excepcional es lo que no se puede subsumir; escapa a toda determinación general, pero, al mismo tiempo, pone al descubierto en toda su pureza un elemento específicamente jurídico, la decisión” (Schmitt, 2009, p. 18).
La cuestión de la soberanía se basa, por tanto, en la decisión sobre un conflicto existencial: el soberano no sólo define la excepción, sino que también es revelado por ella; es en esta situación extrema donde se desoculta el ser de las cosas. La decisión se vuelve, así, el elemento capital del armazón teórico schmittiano: de ella se deriva la pervivencia y salvaguarda misma del Estado, cuya existencia es el a priori de toda relación protección-obediencia. Sin su carácter katejónico, dada la maldad innata del ser humano, solo resta la imposición de la guerra de todos contra todos:
La emergencia de la debilidad ontológica del ser humano en la excepción, en cuanto puesta en crisis de las previsiones constitucionales, reclama la lógica del decisionismo, y ésta remite al carácter incontrolado del gesto de poder que inaugura todo sistema legal de control del poder mismo. (Dotti, 1996, p. 136)
Nosetto (2016), analizará la noción de decisión a partir de tres características específicas, a saber: 1) es autónoma respecto de la norma, pues no puede deducirse de los contenidos de los preceptos jurídicos establecidos. La excepcionalidad indica aquel momento de ruptura respecto a todo lo establecido y, por tanto, requiere de una invención ex novo: “normativamente considerada, la decisión nace de la nada” (Schmitt, 2009, p. 32); 2) apunta a normalizar la situación, dado que la decisión tiene como finalidad ulterior el restablecimiento de una convivencia pacífica entre los hombres, pues, de otra manera, se estaría en presencia ya no del ejercicio de un poder legítimo basado en la reconstrucción del vínculo mando-obediencia, sino en la imposición de una fuerza despótica y arbitraria. La intervención soberana es la de una decisión que in-forma, es decir que, a diferencia del formalismo abstracto de la norma, penetra en lo concreto de la situación y pone, aunque sea provisoriamente, fin al conflicto existencial. Paradójicamente, la decisión es extra-normativa, pero no extrajurídica: el accionar creativo propio de la decisión soberana, si bien es capaz de suspender el ordenamiento normativo vigente, opera en pos de regenerar la vigencia del Derecho, es decir, volver homogénea nuevamente una situación imprevista, para reimponer el imperio de la ley y la norma jurídica; y 3) la decisión es personal, lo que implica que la actividad de decidir recae siempre sobre una persona concreta y natural: “La pregunta que se formula es la misma: quién dispone de las facultades no regladas constitucionalmente, es decir, quién es competente cuando el orden jurídico no resuelve el problema de la competencia” (Schmitt, 2009, p. 16).
La pregunta por la soberanía es la pregunta por la autoridad. El liberalismo, al asentarse en el positivismo jurídico, en la vigencia plena de la norma impersonal, borra todo elemento personalista y decisionista, reduciendo la legitimidad no a una cuestión sobre lo justo o injusto, sino a la mera legalidad. La mismidad de la regla no puede asir el momento rupturista del cual emerge todo orden político; la excepcionalidad, como se ha dicho, no puede determinarse de antemano, ya que requiere de la propia exégesis del soberano, de su presencia en tanto autoridad que media entre el caso excepcional y lo universal, es decir, ser el sujeto de aplicación del concepto a una situación concreta.
Ahora bien, si “la excepción expone, de este modo, tres características esenciales de toda decisión, a saber, su autonomía respecto de la norma, su orientación normalizadora y ordinativa, y su carácter personal” (Nosetto, 2016, p. 297), debe tenerse en cuenta que la excepcionalidad no es permanente; una vez que el soberano ha repuesto el orden, se vuelve a operar bajo la luz de la normalidad.
En este sentido, siguiendo a Kalyvas (2001), se puede sostener que la teoría schmittiana, al igual que la TER, asume el desafío de pensar la especificidad propia del constitucionalismo; empero, mientras aquellos lo hicieron dentro de los límites del orden liberal, Schmitt lo hará a partir de la articulación de conceptos propios de la tradición democrática, a saber: poder constituyente y poder constituido:
El liberalismo emergió como una teoría que contribuyó a la limitación y fragmentación del poder político y ha perseguido este objetivo buscando neutralizar o eliminar el poder constituyente del pueblo soberano, la democracia, en contraste surgió como una teoría del poder (poder popular), intentando encontrar una solución viable a la pregunta de cómo generar, sostener y proteger este poder colectivo instituyente de la multitud. (Kalyvas, 2001, p. 178).
Según la interpretación que realiza el autor de origen griego, la excepcionalidad no niega el imperio o dominio de normalidad legal en tiempos de paz: el accionar del soberano está circunscripto a aquel momento puntual.
El constitucionalismo por el que brega Schmitt contiene las decisiones fundamentales del pueblo y sus valores, de ahí que su función no sea la de generar un compromiso entre distintas posiciones del poder político, sino la expresión de la forma de ser de un pueblo.
En definitiva, el constitucionalismo, en esta línea interpretativa, permite congeniar la noción de decisión soberana sobre la emergencia y el estado de excepción, con la garantía de la vigencia de un orden jurídico, que exprese la voluntad del poder constituyente, en los períodos de normalidad. En tiempos de paz y tranquilidad el soberano debe quedar invisible y lejano, pues es el orden constitucional el que crea los mecanismos legales y normales que permiten que el pueblo no necesite recurrentemente de su accionar. El soberano, por tanto, no sólo decide sobre el estado de excepción, sino que “crea la situación normal e implementa la norma al ser sujeto constituyente” (Kalyvas, 2001, p. 180).
Esta interpretación de la teoría de la constitución de Schmitt, leída a la luz de su decisionismo, no hace más que expresar la dimensión cristológica de la política. Un dinamismo en cruz, donde se conjuga una dimensión vertical, que desciende desde la trascendencia a la inmanencia, y otra horizontal, propia del nexo de las relaciones pragmáticas de los sujetos individuales movidos por su interés particular. En lo atinente a la argumentación de este trabajo,
este cruce indica que la ineliminable y justa búsqueda del interés personal –en sentido lato– no es en el logos de lo económico donde encuentra la justificación filosóficamente suficiente de su anhelada condición de fuente legitimante del poder soberano y determinante de los modos de ejercerla, sino en el respeto de la legalidad del orden estatal como representación en conformidad al encuentro crucial entre lo alto y lo bajo. (Dotti, 2014, pp. 32-33).
En virtud de lo antedicho, se debe comprender que la homogeneidad y unidad del pueblo, en tanto poder constituyente, es un rasgo primario de su politicidad, necesaria, aunque insuficiente. Este solo alcanza su plenitud al ser inscripto dentro de una estructura estatal; será, pues, mediante la lógica de la representación (Repräsentation) que alcanza su configuración política definitiva: “es, entonces, gracias a esta mediación representacionista y sólo en virtud de ella que el pueblo se va conformando en su identidad intrínsecamente político-jurídica como ciudadanía de un Estado y luego se mantiene como tal”. (Dotti, 2014, p. 46).
A esta altura de la exposición, es posible arribar a una doble conclusión: en primer lugar, la confrontación de la enseñanza schmittiana respecto a los supuestos mismos de la TER, habilita el señalamiento de una diferencia sustantiva entre los conceptos de elección y decisión. Sólo ésta última puede ser considerada como expresión cabal de lo político: es la decisión, en tanto gesto de institución/constitución del orden, la que crea el espacio humano, el nomos, en el cual se articulan los nexos socioeconómicos. Existe, por tanto, una primacía de lo político sobre lo económico (cfr. Dotti, 2014).
En segundo lugar, si bien es cierto que la exposición de los postulados de Schmitt han sido por demás provechosos a la hora de repensar la articulación entre los conceptos de decisión, democracia y constitucionalismo, desde una óptica auténticamente política, y no en base a una racionalidad económica, la constatación de que “la verdad de la identidad es la representación” (Dotti, 2014, p. 44) indica un límite en la teorización del Jurista a la hora de pensar el pluralismo inherente a las democracias contemporáneas. Una posible respuesta a este impasse, en un diálogo directo con las dos tradiciones de pensamiento hasta aquí glosadas, se encontrará en la obra de Marcos Novaro (2000), la cual se pasará a trabajar, brevemente, en el último apartado del presente trabajo.
IV. Liderazgo y Decisión en la Contemporaneidad: la Representación Política
como Vínculo Democrático
El acápite anterior ha permitido responder, parcialmente, la pregunta acerca de si toda decisión puede ser considerada, sin más, como política. En base a la enseñanza schmittiana, se puede reservar ese apelativo a la decisión soberana fundadora de un orden.
Ahora bien, si la teoría de la constitución de dicho autor ofrece una respuesta a las aporías del ordenamiento institucional-liberal, a partir de la articulación de las nociones de identidad y representación, se torna igualmente necesario asumir sus limitaciones epocales, pues la fortaleza de su teoría descansaba en el aspecto representativo del vínculo político, siendo, precisamente, la crisis de este nexo, el rasgo saliente de las democracias contemporáneas.
Por tanto, es indispensable volver a pensar, sin dejar de reconocer sus aportes, la articulación entre pluralismo, representación, liderazgo y decisión, a la luz de nuevos conceptos teóricos que den cuenta de los desafíos actuales.
M. Novaro (2000), comenzará la exposición de sus ideas contenidas en la obra Representación y liderazgo en las democracias contemporáneas reconociendo que, aunque la noción de representación encuentra un debilitamiento respecto a su función tradicional, no es un concepto vetusto ni mucho menos; bien por el contrario, su estudio detallado permitirá comprender el sentido profundo de las mutaciones acontecidas en las formas de mediación democráticas, así como avizorar sus potencialidades aún vigentes.
Si el problema de la representación parlamentaria, a principios del siglo XX, era que no lograba tramitar las exigencias de una sociedad organizada en torno a partidos políticos y grupos de interés, la crisis de representación nacida luego de la caída del Estado de bienestar viene de la mano de la irrupción de demandas provenientes de actores o sujetos políticos mucho más efímeros y circunstanciales y que han debilitado los clivajes y agrupamientos tradicionales.
Debido a la emergencia de los medios de comunicación masivos en el siglo XX y la irrupción de las redes sociales en el siglo XXI, se produce un reemplazo de los procesos deliberativos-democráticos, basados en el intercambio de ideas y el diálogo interpersonal, por un contexto comunicativo regido por el imperio de las imágenes que favorecen la emergencia de personalidades y líderes que, mediante su autopresentación, se dirigen directamente a los ciudadanos, mostrándose como figuras capaces de tomar decisiones.
La reacción frente a esta triple crisis (estatal, de partidos y del espacio público), consistió en postular la necesidad de generar formas de gobiernos eficaces y no representativos, sobre la base de una unidad burocrática y técnica.
El debate contemporáneo sobre la crisis de la representación se encontrará limitado, por tanto, por una doble reducción: por un lado, una de tipo jurídica, que tiene su origen en el constitucionalismo orgánico y positivista a la Kelsen, donde la representación alude a las creencias subjetivas de los gobernantes y gobernados que suelen acompañar a los vínculos que sí están jurídicamente fundados; por otra parte, una reducción económica, que remite a las teorías pluralistas y agregativas, dentro de las cuales se encuentra la TER,
La reducción económica, cuya manifestación más acabada encontramos en ciertas teorías pluralistas, implica considerar a la representación como un intercambio entre dos categorías de individuos particulares, que por esta vía logran satisfacer sus intereses. Los actores políticos de la representación, por lo tanto, no son los portadores de funciones jurídicas, sino los agentes maximizadores de intereses particulares. Así, la representación se “reduce” a un mecanismo de prestaciones recíprocas cuantificables. (Novaro, 2000, p. 20)
La constatación de que los ciudadanos se expresan de modo autónomo respecto de los partidos políticos, el Estado y las burocracias, antes que invalidar, reclama la defensa del concepto de unidad política frente a los peligros disolutivos que trae aparejado el pluralismo posmoderno que, en su versión más radical y esteticista, exalta la multiplicación de las diferencias sin ningún sustrato común que las integre mínimamente.
El modo de conjurar esta amenaza radica en postular qué, aquello que se expresa en el espacio público, no son preferencias meramente individuales, sino colectivas e ideales: se propende, así, a la garantización de formas de participación ciudadana en la vida comunitaria, integradas a partir de instituciones políticas.
El pasaje de un pluralismo de intereses a un pluralismo de identidades, signo distintivo de la contemporaneidad política, trastoca el modo tradicional de pensar la constelación formada por las nociones de representación, liderazgo y decisión.
Frente a las tendencias que suponen que el auge de los liderazgos personales repercute negativamente en las preocupaciones políticas de los ciudadanos, Novaro (2000), observará que el vínculo entre personalización, repolitización y reinstitucionalización, es un modo de tramitar, aquello que fuera la preocupación central de C. Schmitt; la relación mando-obediencia:
El carácter representativo de los líderes consiste en que ellos dan forma a la unidad política trascendiendo la negociación de intereses y las identidades partidarias (...) No a otra cosa se refería (...) Carl Schmitt, al afirmar que la representación, en tanto principio dinámico de constitución de la unidad e identidad política de un pueblo, no simplemente agrega lo particular, sino que propone un modo de ser superior a las particularidades sociales. (Novaro, 2000, p. 70)
Esta referencia explícita a Schmitt permitirá no solo señalar la continuidad del pensamiento de Novaro con la enseñanza de aquel, haciendo suyas las críticas dirigidas a las concepciones agregativas de la política, sino también observar los matices y diferencias que tiene con el Jurista: si bien comparten el reconocimiento del vínculo representativo en tanto originario de todo orden político, el autor nacional procederá a reinscribir la capacidad teórico-explicativa de dicha categoría en un contexto histórico en el que no se puede renegar de las potencialidades políticas del pluralismo democrático.
De acuerdo con Novaro (2000), la representación no se contrapone, sino que es inescindible de la teoría democrática, debido a su carácter mediador entre la trascendencia y la contingencia. La primera remite al mandato de características descendentes, tradicionalmente expresado en el vínculo líder-pueblo; el segundo, por su parte, hace referencia al reconocimiento, de tipo ascendente, brindado a aquel por sus seguidores.
El nexo articulador entre ambos momentos de la representación, el ascendente y descendente, está dado por las nociones de idea y de juicio. En virtud de la primera de estas nociones, si el líder expresa algo, es su capacidad de encarnar una idea trascendental de bien común o interés general del pueblo o la nación, mientras que el juicio indica que la efectividad del mandato, finalmente, depende de que sea creído y motive el reconocimiento afirmativo de los ciudadanos.
Ahondando en estos argumentos, Novaro sostendrá que la “apertura a la trascendencia que la referencia a la idea provee a la representación moderna tiene una función primaria de unificación y homogeneización de la multiplicidad social” (Novaro, 2000, p. 182), empero, esta dimensión ascendente de la representación se encuentra contrabalanceada por su determinación descendente, ya que el líder no es un sujeto que actúa en base a la universalización de sus propios valores.
No es un actor moral, sino un representante, por ello, es responsable, frente a la opinión pública, de las consecuencias de las acciones que realiza en nombre de la encarnación de tal idea: “el referente ideal brinda el contenido propositivo del mensaje que liga el representante a los representados. En función de ese mensaje estos se identifican (o no) con su liderazgo y juzgan su comportamiento” (Novaro, 2000, p. 188).
Dado el carácter mediador de la representación entre dos planos radicalmente escindidos, la particularidad concreta y la idealidad trascendental, es capaz de dar sentido a la obediencia y, por tanto, preservar a las decisiones políticas emanadas de un líder de ser meras arbitrariedades, pues a través de ellas se construye una esfera pública común, donde representantes y representados se encuentran compartiendo ciertos ideales colectivos universales.
Puesto que estos ideales se confirman ante una audiencia que los juzga críticamente, se comprende que las ideas y los juicios son las dos caras inescindibles del vínculo representativo, el cual es, por definición, público y no una mera agregación de intereses privados:
La representación ante el poder es, por lo tanto, la dimensión política que la representación ascendente requiere. Significa la posibilidad de que el juicio de los representados sea un interlocutor, en pie de igualdad en la esfera pública, de los argumentos del gobernante. Por otro lado, la representación política no puede ser exclusivamente descendente, requiere de un anclaje en la voluntad política de los representados que la pura representación ideal no proporciona. (Novaro, 2000, p. 199)
Esta reinscripción de la categoría de representación como mediadora entre ideas y juicios, entre mandato ascendente y descendente, impacta de lleno sobre la propuesta de Schmitt, ya que, como se ha visto, la deriva necesaria de su rechazo al pluralismo liberal, en tanto causa de conflictos y socavamiento de la autoridad estatal, fue la apuesta por un concepto de pueblo entendido como expresión de una unidad homogénea y sustantiva:
En este sentido, la dificultad que encuentra Schmitt para reconocer un lugar autónomo y “horizontal” a los representados puede atribuirse a la reluctancia a admitir que en virtud de su capacidad de activar políticamente en el reconocimiento y el juicio de la autoridad representativa, la representación “ante el poder” puede ser un factor de equilibrio y control frente a los representantes y la representación “del poder”; es decir, puede ser un principio de orden y unidad, y no sólo de desorden y división. (Novaro, 2000, p. 227)
Trasladado el análisis hacia la cuestión del pluralismo propio de la unidad política, Novaro observará que el pasaje de las identidades por alteridad, hacia las identidades por escenificación, es parte de la mutación propia del concepto de representación, más no su vaciamiento.
En este contexto, el autor aquí reseñado sostendrá que el gran desafío de las sociedades actuales, regidas por las exigencias propias del modo de acumulación financiero-global, consistirá en mantener vigente el carácter existencial y vital de lo político, no pudiendo quedar preso de la lógica impersonal y calculable de una racionalidad pretendidamente científica; por el contrario, debe trascender su materialidad e inmanencia, al encarnar una autoridad autónoma:
Una cosa es afirmar que la política está inevitablemente ligada a la economía, y otra muy distinta que nace de ella y de una lógica inmanente a las “necesidades”. Sin duda que la economía se ha transformado en el terreno privilegiado donde se actúa la lucha política, pero ésta sigue consistiendo en el liderazgo, el reconocimiento y, fundamentalmente, la decisión para la representación, en suma, cuestiones que escapan a la lógica pura de lo económico. (Novaro, 2000, p. 251)
En definitiva, y recuperando la tesis central de K. Polanyi (2003), en su clásica obra La gran transformación, se puede afirmar que, desde la modernidad, las economías son construcciones políticas y no la resultante de un proceso evolutivo natural. Por tanto, a la hora de pensar lo económico, o más bien, el homo economicus, figura autoritativa de la TER, el trayecto hasta aquí realizado permite sostener la imposibilidad de la subsunción total, bajo principios mercantiles, de toda actividad humana: existe siempre un resto, un elemento no enteramente domeñable por la racionalidad instrumental medios-fines, que es índice de ese plusvalor político ya mentado.
V. A modo de Conclusión. El vínculo de lo Político respecto de lo Económico
A modo de racconto se puede decir que, en las líneas precedentes se ha expuesto, en primera instancia, tanto los supuestos teórico-metodológicos, como los desafíos político-institucionales que afrontaron los teóricos de la TER en el contexto de la posguerra. Esta corriente de pensamiento, que pretendía brindar justificaciones de tipo científico-económico para la refundación, en términos neodecisionistas del orden liberal, se mostró incapaz de tramitar políticamente los conflictos propios de la convivencia humana.
A posteriori, confrontándola con este armazón teórico, la decisión soberana se develó como un exceso respecto a las capacidades explicativas de la TER: “se puede elegir sin tener razones para ello; ante este decisionismo, el camino para la teoría queda cerrado y no habría nada más que agregar” (Di Castro, 2002, p. 78).
En base a esta contraposición, se ha podido concluir que la noción de decisión, expuesta por Schmitt en Teología política, opera en un registro ontológicamente diverso al de la elección racional. Encuadrada dentro del dispositivo cristológico de la política, la lógica del intercambio mercantil corresponde, estrictamente, al plano horizontal: “los economistas neoclásicos (...) matematizan el cruce inmanente por excelencia: el de la dimensión subjetiva del deseo objetivado como demanda con la dimensión subjetiva de la decisión/acción productiva, objetivada como oferta” (Dotti, 2010, p. 23).
Los teóricos de la TER, por tanto, no captan la especificidad propiamente política del problema de la legitimidad de un orden social debido a las limitaciones propias de la racionalidad instrumental: solo son capaces de dar cuenta de la mera legalidad de un entramado constitucional, que obedece a los “imperativos pragmáticos de una ratio inmanentista, productora de representación esencialmente utilitaria, horizontal” (Dotti, 2010, p. 68).
Si bien el esquema schmittiano permitió contemplar la primacía de lo político por sobre lo económico, esta deducción se alcanzaba al precio de renunciar al pluralismo democrático. Debido a ello se prosiguió, en última instancia, al análisis de la obra de Novaro, la cual permitió, mediante la reinscripción de la categoría de representación, bajo un vínculo bidireccional, tanto ascendente —donde el líder encarna una idea trascendental que unifica el espacio social— como descendente —reconociendo el juicio crítico de los representados sobre el accionar de aquel—, no solo recuperar las conclusiones alcanzadas por Schmitt sobre el carácter propiamente formativo de la decisión política, sino ampliar su alcance, demostrando el papel constitutivo que tiene la opinión pública en la generación de todo lazo representativo.
En definitiva, se puede concluir que sólo es posible aceptar la corrección de los postulados de la TER, si previamente una decisión política ha logrado unificar y actualizar los principios mismos del orden comunitario en torno a una idea trascendental que responda a sus requerimientos.
La agregación de intereses depende de una representación que homogenice el espacio público, porque es sobre esta base que las diferencias existentes dentro de una unidad de pertenencia dejan de alimentar el desorden y se hace posible el intercambio y los compromisos entre ellas:
Porque antes de ser la motivación subjetiva de un comportamiento, el cálculo económico es una fórmula sustentada en cierta idea de progreso, que a su vez requiere de una tradición, para hacerse inteligible. Y esa idea compite y se articula con otras ideas y tradiciones. Su eficacia, por lo tanto, no puede ser resuelta con una prueba empírica sobre las creencias de los sujetos, sino en el análisis de su capacidad, en tanto idea, para orientar una experiencia que se desarrolla dentro de instituciones y en la configuración de identidades. (Novaro, 2000, p. 192)
Aquí se puede percibir como el carácter fundante de la decisión Schmittiana, ahora reinterpretada democráticamente a partir de la bidireccionalidad de todo vínculo representativo (Novaro, 2003) demuestra su plusvalor político, captado en el dispositivo en cruz, respecto del inmanentismo inherente a las elecciones realizadas en base a los designios de una racionalidad maximizadora de la utilidad esperada.
Del mismo modo en que M. Mauss (2009), en su clásico estudio sobre el potlatch, señalaba, en el retrato de esa escena previa a la elevación del intercambio de equivalentes a racionalidad constitutiva de las sociedades modernas, como la economía se encuentra atravesada por una fuerza heterogénea a sí misma, la presente pesquisa ha tenido por finalidad indicar como aquella utopía de mercado perfecto está asentada en decisiones de índole política no reductibles a la lógica de funcionamiento del homo economicus.
La ética individualista y el principio de competencia que sustenta esta figura no son principios autoevidentes, sino que encuentran su justificación a partir de un entramado de decisiones sobredeterminadas que han puesto a dicha esfera como elemento regulador de lo acaecido.
Ahora bien, el mismo gesto político que ha convertido al proceso económico en una actividad regida por el afán de lucro ininterrumpido que consume, apropia y produce riquezas a costa de la explotación del hombre, es capaz de realizar un giro autorreflexivo en lo referido a su devenir, redefiniendo la finalidad del trabajo y de las necesidades humanas. Si se procura hacer ya no una sociedad de mercado, sino una sociedad con mercado, ello implica, en definitiva, interrogarse acerca de los modos relativos a la organización de lo colectivo, es decir, interrogarse por el sentido de lo político respecto de lo económico en la estructuración de lo social:
No hay sujeto histórico pre-visto deducido teóricamente ni ya listo para asumir la propuesta. La construcción de Otra Economía es un proceso político cuyos sujetos emergerán en el mismo proceso. La naturaleza de los sistemas de poder en las sociedades capitalistas obliga a una lucha contrahegemónica cuyas variantes dependerán de la coyuntura, pero en todos los casos la lucha cultural prolongada que nos espera incluye como elemento fundamental la desnaturalización de la economía. (Coraggio, 2014, p. 30)
Méndez Samoiloff, A.
Política y Economía. Decisión, Elección Racional y el Problema del Orden Social
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pp. 123 - 145
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