América Latina

a fines de la segunda década del siglo XXI: ¿tiene salida la crisis?

 

Marcelo Cavarozzi

cavarozzi@gmail.com

Universidad Nacional

de San Martin

Argentina

Recibido: 24/11//2019

Aprobado: 19/02/2020

 

Resumen

Este artículo analiza la doble transición que México y los países de Sudamérica atravesaron durante la coyuntura 1998-2005: la crisis de la “media década perdida”, descripta por José Antonio Ocampo, y los cambios de régimen político. También propone una comparación estilizada de las rutas políticas que dichos países siguieron durante las dos primeras décadas del presente siglo.

 

Palabras clave

Media década perdida, doble transición, México y Sudamérica, rutas políticas del Siglo XXI.

 

 

 

Abstract

This article analyzes the dual transition Mexico and South American countries underwent during the 1998-2005 years: the five-year economic crisis described by José Antonio Ocampo, and the regime changes. It also attempts to offer a stylized comparison of the political routes those countries followed during the first two decades of the 21st Century.

 

Keywords

The lost half decade, dual transition. Mexico and South America, political routes of the early 21st Century.

 

 

 

1

En los albores del Siglo XXI se produjo un punto de inflexión en la economía y la política en prácticamente toda América Latina. Por un lado, a partir de 1997, la crisis económica iniciada en Asia repercutió en la región, inicialmente en Brasil y Argentina, para más tarde extenderse al resto de los países con la parcial excepción de Chile.1 Los fuertes efectos recesivos del fenómeno llevaron a que José Antonio Ocampo calificara al período 1998-2002 como “la media década perdida”. La crisis no tuvo sólo efectos materiales, sino también simbólicos. La expansión de los años previos (1991-94 y 1995-97) se había apoyado en el masivo ingreso de capitales atraídos por la implementación de las reformas estructurales recomendadas por el Consenso de Washington, es decir las políticas de privatización, desregulación y apertura de la economía que constituían, ya desde la década previa, el núcleo del programa neoliberal. No es sorprendente, por ende, que las bruscas y sostenidas caídas en el empleo y los ingresos personales, agravadas por el prolongado deterioro de los servicios públicos, contribuyeran significativamente al descrédito del ideario neoliberal. En cierto modo, un hecho totalmente ajeno a las cuestiones económicas, esto es el atentado de las Torres Gemelas y la reacción del gobierno de George W. Bush disponiendo la invasión a Irak, potenció aún más el rechazo a las políticas pro-mercado, excepto en Chile, Colombia y Perú. Esta tendencia se extendió por América Latina independientemente del itinerario que adoptó cada gobierno, pues sólo algunos intentaron revertir el curso de los programas económicos implementados durante la década final del siglo pasado. Los programas neoliberales, la influencia del Fondo Monetario Internacional y las aventuras belicistas del gobierno norteamericano fueron vistas como ingredientes de un paquete promovido por el imperialismo para favorecer los intereses de la haute finance capitalista en desmedro de las mayorías en América Latina, es decir los sectores medios y populares que estaban sufriendo los efectos de la crisis económica.

Por otro lado, entre 1999 y 2005, en muchos países de América del Sur y México tuvieron lugar metamorfosis políticas de enorme magnitud que fueron más allá de producir meras alternancias partidarias en el gobierno -como las que habían ocurrido hacia fines de la década de 1980 en Argentina, Perú y Brasil- y constituyeron, además, verdaderos cambios de régimen de una u otra índole.2 La excepción fue nuevamente Chile, donde, por el contrario, se confirmó la continuidad, ya que en 2000 se impuso por tercera vez en la elección presidencial la Concertación de Partidos por la Democracia sobre la alianza de derecha; el único matiz consistió en que esa fue la primera ocasión en que el candidato de la coalición de centroizquierda, Ricardo Lagos, provino del Partido Socialista. En otros dos casos, los de México y Brasil, no se produjeron disrupciones institucionales y se respetó plenamente la normativa electoral democrática; en ese sentido las derrotas de los candidatos presidenciales de los partidos en el gobierno, el PRI en México y el PSDB en Brasil fueron ejemplos de alternancias democráticas de libro de texto. Pero, como ya señalamos, los cambios fueron más que alternancias. En México, el triunfo en 2000 del candidato del tradicional partido de derecha, Vicente Fox del PAN, puso fin a más de setenta años del sistema de partido/Estado. El formato de partido hegemónico había atravesado en su postrera docena de años un intento fallido de reforma económica manteniendo lo esencial de la arquitectura autoritaria (Carlos Salinas, 1988-1994) para derrumbarse como un castillo de naipes durante el sexenio de Ernesto Zedillo (1994-2000) desembocando en lo que pareció ser la inauguración de un sistema tripartidario relativamente equilibrado que, además del PAN, incluyó también a la agrupación de izquierda, el PRD. Por el contrario, en Brasil el triunfo de Lula y el PT no representó una mutación significativa del juego partidario bi-coalicional que se había instaurado desde las elecciones de 1994 bajo el formato de presidencialismo de coalición (1988, p. 31). Si, en cambio, el acceso de Lula a la más elevada posición sacudió los cimientos simbólicos de la política brasileña, es decir su naturaleza elitista y su enraizamiento en una sociedad extremadamente desigual.3 Nacido en una familia de extrema pobreza del estado de Pernambuco en el nordeste, cuando su madre emigró a Sao Paulo tras haber sido abandonada por su padre, Lula trabajó desde los doce años en la calle como lustrabotas y vendedor ambulante y no pudo completar su escuela primaria, para luego convertirse en trabajador metalúrgico y dirigente sindical anti-pelego.4 Dedicado durante más de tres décadas a la actividad sindical y política (fue uno de los fundadores del PT en 1979-80) llegó a la presidencia derrotando al tucano Jose Serra, Ph.D. en Economía de la Universidad de Cornell.5 En Perú y Argentina, el cambio de siglo estuvo signado por la caída de los respectivos gobiernos, en el primer caso poniendo fin a un régimen autoritario cívico-militar y en el otro, a través de un golpe de estado “blando” que desembocó en la instauración de un régimen de partido dominante bajo la conducción de Néstor y Cristina Kirchner que no suspendió el funcionamiento de la democracia electoral, si bien se torcieron y manipularon las reglas a fin de favorecer objetivos coyunturales. En ambos casos, entonces, la transición fue institucionalmente traumática aunque por diferentes razones, y algo parecido se puede sostener en relación a los desenlaces. En Perú, la caída de Fujimori y de su socio militar Vladimiro Montesinos fue quizás el primer capítulo de una práctica que se ha convertido en un ingrediente permanente del juego político: las operaciones de inteligencia, a menudo extralegales, que se procesan a través de la difusión de videos y conversaciones telefónicas manejadas por políticos, militares, empresarios, policías y funcionarios judiciales que procuran desplazar, humillar e incluso enviar a la cárcel a otros actores; este fenómeno alcanzó su punto culminante cuando en 2019 uno de los ex presidentes más involucrado en causas de corrupción de todo tipo, Alan García, se suicidó. En un plano más estructural, el abrupto final del fujimorato frustró la consolidación de una matriz neoliberal asociada a una fórmula política estable apoyada en el cesarismo presidencial y la utilización sistemática de mecanismos de un Estado de excepción. En cambio, en Argentina, el gobierno de la Alianza formada por la UCR y el FREPASO (1999-2001) nunca hizo pie; nació prácticamente muerto como resultado de la extrema fragmentación de la coalición de gobierno y la incapacidad del presidente Fernando de la Rúa. El breve interregno de la Rúa -un político tradicional de la maquinaria radical sin ideas ni carisma- no fue, entonces, más que una coda de la década menemista proveyendo, malgré lui, el trampolín para que el peronismo, en una nueva pirueta política, liquidara una de sus versiones y resucitara con otra. Porque efectivamente, el PJ fue un protagonista central del dramático desenlace del gobierno aliancista. A diferencia de Menem en 1989, que había asistido con relativa mesura a la clausura adelantada del gobierno de Alfonsín, el peronismo, conducido por el ex gobernador de la provincia de Buenos Aires y derrotado candidato presidencial en 1999, Eduardo Duhalde, jugó como una oposición desleal durante los últimos meses de 2001. Promovió la pueblada de diciembre de ese año motorizando cacerolazos, manifestaciones callejeras violentas, tomas de sedes subnacionales de gobierno no controladas por el peronismo y saqueos a comercios y transportes de carga. Obviamente no fue el único factor en el proceso, ya que muchas de las protestas fueron de carácter espontáneo y otras organizadas por grupos de la izquierda radical. Si bien los eventos violentos se desencadenaron en muchas ciudades del interior, los epicentros fueron el Gran Buenos Aires, Rosario y el centro mismo de la ciudad de Buenos Aires. En la capital se concentró la represión: en total fueron asesinados alrededor de cuarenta manifestantes por la Policía Federal y las policías provinciales desatando una violencia desmedida que fue un síntoma más de un gobierno extraordinariamente débil encabezado por funcionarios que no controlaban ni la moneda ni la fuerza.

En otros casos (Bolivia, Venezuela, Ecuador, Colombia y Uruguay) también se produjeron transformaciones políticas de gran magnitud durante el cambio de siglo. En los cuatro primeros, los cambios involucraron fuertes turbulencias y la emergencia de liderazgos carismáticos que expresaron, de un modo u otro, la grave crisis de los respectivos sistemas partidarios. Cabe anotar que esa crisis ya llevaba desplegándose por dos décadas en el caso ecuatoriano y por una en Venezuela.

En ese sentido, las transformaciones en Colombia y Bolivia tuvieron un carácter especial pues involucraron la extinción de un esquema partidario que databa del siglo XIX (el de liberales y conservadores) y la desarticulación de uno de las escasas configuraciones de partidos que habían emergido como resultado de las transiciones de la década de 1980. Efectivamente, en Colombia, el fracaso de dos presidencias liberales y una conservadora -Gaviria (1990), Samper (1994) y Pastrana (1998)- en sus intentos de lograr acuerdos de paz con la guerrilla pavimentaron el terreno para que un político antioqueño del partido Liberal, Álvaro Uribe, lograra triunfar en las elecciones de 2002 sobre la base de proponer la liquidación militar de las FARC a través del fortalecimiento de las escuálidas fuerzas armadas colombianas y la política que ya había utilizado en Antioquia: involucrar a civiles en la represión y persecución de los guerrilleros y sus presuntos simpatizantes (grupos a los que bautizó Convivir). Desde la presidencia, Uribe creó un nuevo partido de tono personalista, el Partido de la U, reformó la constitución permitiendo la reelección presidencial inmediata y profundizó el ocaso de los partidos tradicionales. Incluso, a pesar de la frustración de su propósito en lograr una segunda reelección en 2010, Uribe se transformó en el eje de la política colombiana del siglo XXI. Cuando su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, lo sucedió ese año y cambió radicalmente la política hacia las FARC promoviendo un acuerdo de paz, logró frustrar la plena legitimación del acuerdo al oponerse exitosamente al plebiscito de 2016 e impuso al candidato que resultó victorioso en las subsiguientes elecciones presidenciales de 2018: Iván Duque.

En cambio, en 2003-2005, en Bolivia, el eclipse del sistema partidario con eje en el Movimiento Nacionalista Revolucionario puso fin a un régimen político de origen más reciente, en el marco de la transición de 1982-1985, en el cual el papel central lo jugo el MNR durante prácticamente dos décadas. El sistema partidario estaba integrado también por Acción Democrática Nacionalista (ADN) fundado por el ex dictador militar, Hugo Banzer, que mantuvo una coalición tirante con el MNR durante todo el período, una inestable coalición de izquierda y un par de partidos populistas creados por un locutor de radio y un empresario cervecero. El MNR, antiguo partido de cuño nacionalista y estatista que había protagonizado la revolución antioligárquica de 1952, todavía bajo la conducción de Victor Paz Estenssoro, retornó a la presidencia en 1985 al derrumbarse el gobierno de Hernán Siles Suazo y su coalición de izquierda. El viejo líder le imprimió un giro radical a la política económica: de hecho, Bolivia se transformó en el primer país en América Latina en implementar un programa neoliberal en democracia. El giro lo impulsó el ministro de economía, Gonzalo Sánchez de Lozada, quien más tarde ocuparía la presidencia de Bolivia en dos ocasiones. Y fue precisamente en su segundo mandato, iniciado en 2002, en el contexto de una severa crisis económica y el rechazo a las exportaciones de gas a Chile, cuando numerosas protestas populares estallaron y tras una severa represión que causó casi una centena de muertes, Sánchez de Lozada se vio forzado a presentar la renuncia a la presidencia. Durante su salida y en la posterior y turbulenta transición de un largo par de años, Evo Morales, el líder de los cocaleros del valle del Chapare de Cochabamba, se transformó a través del Movimiento al Socialismo (MAS) en la principal figura de la política boliviana, proceso coronado por su ascenso a la presidencia en 2007.

La novedad más dramática, de todas maneras, se produjo en Venezuela, donde Hugo Chávez, después de protagonizar dos pustchs fallidos en 1992, aprovechó el vacío dejado por la autolicuación de los dos principales partidos, Acción Democrática y COPEI, para triunfar en las elecciones presidenciales de 1999. No fue ajeno a la decadencia de los partidos que habían manejado el período democrático inaugurado en 1958 el hecho que dejaran de lado a los dos políticos que los habían conducido por varias décadas, al propiciar el juicio político a Carlos Andrés Pérez en el caso de AD y tratar de frustrar la candidatura presidencial de Rafael Caldera por parte de COPEI. De todas maneras, Caldera logró ser elegido presidente en 1994 en unos comicios cuestionados por su falta de transparencia pero no pudo implementar políticas sustentables durante su mandato. La profundización de la crisis económica favoreció todavía más la creciente popularidad de Chávez quien al acceder a la presidencia encarnó centralmente el fenómeno de retorno de la política que en los primeros años del Siglo XXI iba a servir de inspiración a los otros tres políticos, Evo Morales, Néstor Kirchner y Rafael Correa, que compartieron con el militar venezolano los rasgos de lo que he definido como la Doble Negación. Los cuatro presidentes se pusieron en la vereda opuesta del neoliberalismo que había predominado en la región durante la década de 1990, independientemente de que en ningún otro caso se llegó a implementar de un manera tan plena como en Chile. Esta fue la primera negación, que implicó volver a abrazar postulados nacionalistas, incluso antiimperialistas, y estatistas con un sesgo distributivista en oposición a las banderas de apertura económica, privatización y desregulación que constituyen el núcleo del dogma neoliberal. Empero los cuatro presidentes no se limitaron a retornar al cauce del estatismo desarrollista de la MEC, cruzada que en el caso de Chávez adquirió un tono anticapitalista. También se erigieron en los críticos a la democracia de partidos que, según ellos, había servido de plataforma para la implementación de las políticas del neoliberalismo; esta segunda negación, que se expresó como una condena de la “politiquería” tradicional, fue facilitada por la circunstancia que todos ellos, excepto Kirchner, eran outsiders en relación al juego político convencional. En ese sentido, no resultó accidental que la crítica al juego partidario se extendiera a los mecanismos parlamentarios que tendieron a ser soslayados y en el caso del chavismo fueron finalmente subvertidos. Como resultado obvio de esa propensión, los cuatros presidentes que protagonizaron la Doble Negación reforzaron los rasgos presidencialistas del sistema político ejerciendo liderazgos de tipo carismático y mesiánico.

La excepción más notable a las tendencias de desinstitucionalización total o parcial del sistema político que operaron a principios del Siglo XXI fue la uruguaya. Quizás se constituyó en el único ejemplo en América Latina donde, si bien se produjo asimismo un cambio trascendente en 2005 con el acceso de la coalición de izquierda creada en 1971 -el Frente Amplio -a la presidencia, el hecho reforzó la gobernabilidad democrática. Efectivamente, la victoria del candidato de la coalición, Tabaré Vázquez, permitió superar la amenaza de quiebre político causada por el comportamiento de los dos partidos tradicionales, los Nacionales (Blancos) y los Colorados en la elección previa, en el año 2000, quienes habían manipulado tramposamente la legislación electoral. Hasta ese año el presidente era elegido como resultado de obtener la mayoría simple -es decir aplicando la regla del First Past the Post; ante el seguro triunfo de Vázquez, quien aventajaba claramente a los otros candidatos en las encuestas, los partidos tradicionales impusieron una modificación introduciendo la obligatoriedad de una segunda vuelta, lo que les permitió sumar sus votos logrando que Jorge Batlle, un tradicional político Colorado, finalmente se impusiera. La argucia, sin embargo, sólo logró una postergación del acceso del Frente Amplio a la presidencia que se materializó cinco años después. De ese modo se quebró el duopolio que los partidos tradicionales habían mantenido desde el Siglo XIX permitiendo el primer acceso de la izquierda al poder en una coalición que incluía al partido político creado por los ex guerrilleros Tupamaros.

El otro sistema partidario que sobrevivió incólume el cambio de siglo fue el paraguayo. Sin embargo, Paraguay se ha ubicado en las antípodas de Uruguay; el sistema funcionó con un “partido eje” como ancla desde mediados del Siglo XX, la Asociación Nacional Republicana (ANR), conocido como los Colorados, que se imbricó compleja y no democráticamente con la dictadura militar de Alfredo Stroessner (1954-1989) y continuó hegemonizando la política nacional desde entonces. La ANR ha manejado ambiguamente las reglas republicanas y arrinconó a las oposiciones, amén de resolver sus disputas internas de manera violenta en varias ocasiones. En ese sentido la estabilidad del sistema partidario paraguayo tiene un atributo que se vincula tenuemente con la democracia política.

 

 

 

2

La media década perdida de 1998-2002 fue un punto de inflexión para la mayoría de los países sudamericanos y México. Cabe interrogarse, a partir de esa constatación, cuáles fueron los itinerarios seguidos desde entonces y las tendencias predominantes en la actualidad. En principio se pueden distinguir varias rutas alternativas. En la primera, seguida por Chile, Colombia y Perú, el pasado estado-céntrico ha quedado atrás y prevalece la tendencia en dirección a la estructuración de sociedades cuya dinámica económica, social y cultural es preponderantemente moldeada por la lógica de mercado y la creciente integración al mercado mundial.

Sin embargo, entre Chile, por un lado, y Perú y Colombia por el otro, hay una diferencia fundamental. En Chile, las últimas tres décadas se han caracterizado por el peso significativo del Estado -en la esfera productiva, represiva y como vehículo, no excluyente, en la vinculación entre la economía nacional y el mercado mundial- y por el funcionamiento sostenido del sistema de representación basado en los partidos. Ambos mecanismos proveían lo que parecía constituir, hasta mediados de 2019, un sólido pilar para el funcionamiento de un capitalismo de mercado que permitió reducir significativamente la pobreza, aunque no la desigualdad.

Por el contrario, en Perú y en Colombia ni el Estado ni el sistema de representación alcanzan el peso y la densidad capaces de contrarrestar o regular, siquiera mínimamente, la violencia ilegal y los impulsos desorganizadores/destructores de toda sociedad de mercado que coexisten con las pulsiones dinámicas vinculadas a la iniciativa privada. En el caso peruano, ambas facetas se manifiestan claramente: es una de las economías sudamericanas (junto a las de Paraguay y Bolivia) que más ha crecido en la segunda década del siglo actual. De todos modos, el dinamismo se basó, en buena medida, en la expansión de la economía informal y la extendida corrupción público-privada. A su vez, las debilidades se expresan en la incapacidad de las instituciones públicas para controlar las conductas ilegales, la operación de mafias de variados tipos en todos los estratos sociales y la violencia ejercida por actores públicos y privados en vastas zonas de frontera y en la desaparición práctica de los partidos políticos. En Colombia, el dato fundamental han sido las idas y vueltas con respecto al acuerdo con las FARC y, más en general, la capacidad para controlar la violencia en su territorio. En conclusión, en Chile es razonable postular que la matriz neoliberal democrática funcionó durante prácticamente tres décadas, después del fin de la dictadura, para ingresar en la actualidad en un cul-de-sac tortuoso y turbulento en el cual el sistema político-institucional muestra baja capacidad para procesar los cuestionamientos al modelo económico. En Perú, después del fracaso fujimorista en instaurar una matriz neoliberal de sesgo autoritario, no se puede sostener que prevalezca un principio central que organice la imbricación entre el Estado, la sociedad y el sistema de representación. Y Colombia ha sido dominado durante el siglo XXI por un personaje con relaciones contradictorias con los temas de la democracia y el Estado de derecho: Álvaro Uribe. El último episodio de la saga colombiana ha sido precisamente la habilidad de Uribe para imponer la candidatura presidencial de Iván Duque, triunfante en las elecciones de 2018.

En una segunda ruta, que es la que transitan Brasil, México y Argentina, resulta más complicado precisar los atributos del formato matricial que predomina en la actualidad. En ninguno de los tres países los intentos de articular una matriz neoliberal se sostuvieron a lo largo de tanto tiempo, y a diferencia de Chile, Colombia y Perú, dichos intentos han estado plagados de ambigüedades. Además, como veremos, en cierto sentido subsiste residualmente la MEC (Matriz Estado-Céntrica) de Brasil, México y Argentina. Esta antigua matriz estaba apoyada en un Estado imbricado densamente con los grandes empresarios a través de mecanismos legales e ilegales. Esto facilita un fenómeno de colonización del Estado por actores privados, muchos de ellos con orientación rentística y corporativa. El Estado fue, además, el eje de complejos mecanismos de regulación de la ciudadanía de los sectores populares que asumieron diferentes formatos políticos.6

A lo largo del Siglo XXI en los tres países se han combinado:

 

 

De todas maneras, en esta segunda ruta también cabe distinguir dos patrones diferenciados, que no dejan de estar vinculados, en cierta medida, a cómo se desplegó la MEC en cada caso. En Brasil y México, el proceso se caracterizó por un rasgo que no se dio en la Argentina: en la subruta brasileño-mexicana, la respectiva fórmula política atravesó un extenso período de relativa estabilidad que permitió que los mecanismos de tutela estatal sobre los sectores populares, y en menor medida sobre los empresarios, adquirieran bastante solidez. Eso resulta obvio para el caso de México, donde el rol estratégico que tuvo el PRI (por los menos hasta el mandato de Salinas) estructuró, a través de mecanismos represivos y de cooptación, los comportamientos materiales y simbólicos de los distintos actores sociales. El mito revolucionario sirvió de cemento del régimen político: también el soporte de una cultura oficial que impregnó la vida cotidiana de los mexicanos hasta las postrimerías del siglo XX. En Brasil, a su vez, la periódica intervención de las fuerzas armadas en la vida política, sobre todo en las cuatro décadas posteriores a 1945, introdujo una cuota de inestabilidad en la superficie; sin embargo, los militares también actuaron como un “poder moderador”, como bien apuntó Alfred Stepan, al constituirse como un factor de última instancia que equilibraba la influencia de otros actores políticos, pero balanceando sus respectivos pesos sin llegar a eliminarlos (1971). Esta suerte de “gobierno múltiple” combinaba, no sin problemas, variadas redes de poder entre las que se destacaban, además de las controladas por los militares, la de los presidentes apoyados por el sufragio popular, la corporativa empresarial/sindical y la de los gobernadores estaduales de base territorial clientelística (1993, p.80). Como apunta correctamente dos Santos, uno de las correlatos de este patrón de soberanías concurrentes ha sido que los “individuos aislados, no poliárquicos, pobres en lazos de reconciliación social, prefieren negar el conflicto a admitir ser víctima de él”(1993, p.80). Una de las causas de la baja conflictividad que predominó hasta fines del siglo XX fue el aislamiento de aquellos brasileños, en especial los más pobres, que sólo experimentaban la faceta represiva de la tutela estatal.

El itinerario argentino fue radicalmente diferente del México y Brasil. A partir de 1955, la fórmula política de la MEC fue decididamente inestable por dos razones que estaban asociadas a un par de actores clave de la política nacional: los militares y el peronismo. Las múltiples intervenciones de las fuerzas armadas a partir de 1951, cuando estalló la primera (y fracasada) insurrección contra un gobierno constitucional (el de Juan Perón) socavaron sistemáticamente las instituciones asociadas al voto popular sin generar otras alternativas. Los golpes y planteos militares incluso afectaron a los propios gobiernos comandados por los generales desde aquel año hasta 1981, además de desencadenar la caída de cuatro gobiernos electos en 1955, 1962, 1966 y 1976.7 Por su parte, el peronismo se caracterizó por una diferencia fundamental con el partido hegemónico mexicano y con el varguismo. Mientras que el PRI se mantuvo en el poder hasta 2000 para regresar a él temporariamente entre 2012 y 2018, y por su parte el varguismo sólo sobrevivió diez años a la muerte de su conductor, el peronismo, si se deja de lado el turbulento interregno de 1973/1976 -durante el cual trasladó su guerra interna al Estado y tuvo que metabolizar la desaparición de Perón cuando había retornado a la presidencia- sobrevivió más de treinta años en el llano, es decir, no se extinguió a pesar de haber estado alejado del poder desde 1955 hasta 1987/1989.8 La supervivencia del peronismo expresó tortuosamente la autonomía de la sociedad civil argentina, es decir, su capacidad de resistir los avatares de la política, como así también de sobrevivir los altibajos que la economía argentina comenzó a experimentar especialmente a partir de 1975/1976. Esta resistencia se manifestó a menudo como exigencias de reparación, es decir como demandas a la restitución de las bondades de “edades de oro”, a menudo opuestas entre sí, a las que ubicaba en diferentes épocas del pasado. La principal consecuencia del inevitable fracaso de los sucesivos gobiernos que se sucedieron a partir de la transición a la democracia de 1983 en restituir la mítica situación de bienestar fue que dichos gobiernos experimentaron, tarde o temprano, situaciones en las cuales el retiro mayoritario del apoyo ciudadano tornó crecientemente difícil la gobernabilidad de la Argentina; un corolario económico de este patrón fue la repetición, a partir del último cuarto del siglo pasado, de ciclos del tipo crash and go, en los cuales cada espasmo expansivo llevaba inevitablemente a un colapso de gran magnitud.

En resumen, tras un largo proceso de crisis y parcial extinción, que aún no está plenamente agotado, el legado de la MEC en Brasil, México y Argentina ha pesado de modo dispar durante el Siglo XXI en los cinco casos hasta aquí descriptos. En los dos primeros, el principal efecto del proceso de desorganización y extinción parcial de la Matriz Estado-Céntrica ha sido el pronunciado debilitamiento de algunos de sus atributos que favorecían la estabilidad social y política. Esa estabilidad, que en México incluso apareció aludida por la designación que se le impuso a los programas económicos de los gobiernos de la época de oro del PRI, fue la base sobre la que se asentó el dinamismo que ambas economías mantuvieron hasta la década de 1980.9 La estabilidad social (es decir, la ausencia de cuestionamientos colectivos significativos a una estructura social jerárquica controlada desde arriba) se extendió a los programas gubernamentales retroalimentando, de tal modo, sus logros, principalmente la sinergia entre el Estado y las empresas privadas y la capacidad de controlar los comportamientos potencialmente conflictivos de actores clave, especialmente de los trabajadores organizados y los campesinos, tanto de aquellos integrados plenamente a la economía de mercado como de los que no lo estaban. En ambos casos -en Brasil, especialmente en los estados del sur y del centro sur- también pesó significativamente durante medio siglo (1930/1980) 0el crecimiento de una vasta clase media, enclavada tanto en el sector público como en el privado, que recibía subsidios directos e indirectos del Estado, sobre todo en materia de educación, salud y seguridad social. Los beneficios también favorecían el acceso a la vivienda y al consumo de bienes de uso duradero, como los automotores. En Brasil, estos beneficios no eran percibidos como privilegios sino como una retribución natural vinculada a la superioridad cultural que los sectores medios sentían con respecto a los pobres. Uno de los principales atributos de los gobiernos del PT a partir de 2003, sobre todo durante las presidencias de Lula hasta 2010, cuando los índices relativamente elevados de crecimiento del producto interno lo favorecieron, fue la parcial erosión de esa distancia social.

Contrariamente, en la Argentina, el principal legado de la MEC fue un grado significativo de persistencia residual. El esfuerzo más sistemático por erradicarla se hizo durante la década menemista (1989/1999) cuando se avanzó persistentemente en tres áreas: la privatización de empresas públicas y de la seguridad social, la transferencia de los servicios de educación y salud a los gobiernos provinciales (que se tradujo en su deterioro) y el desmantelamiento de prácticamente todos los ramales de larga distancia de la extensa red ferroviaria.10 En relación a los otros dos capítulos del recetario del Consenso de Washington, es decir la desregulación y la apertura de la economía, los avances fueron parciales y erráticos. En particular, la apertura de la economía fue restringida y además estuvo apoyada en pies de barro, es decir en la sobrevaluación de la moneda asociada a la convertibilidad peso/dólar. Esta política generó inevitablemente crecientes déficits en la balanza comercial que sólo pudieron ser financiados a través del crecimiento de la deuda externa. Después del “aviso” de la crisis del Tequila en 1995, el derrumbe de la convertibilidad, que arrastró a todo el sistema bancario y llevó a Argentina a declarar el default de la deuda externa más voluminoso de la historia mundial, se produjo entre 1999 y 2001.

El talón de Aquiles del programa menemista, empero, no fue sólo económico. Como analizaremos en el próximo punto, también tuvo que ver con la reconfiguración del funcionamiento político electoral del peronismo, fenómeno que se reiteraría bajo los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner.

 

 

 

3

En esta última sección me concentro en algunos de los casos analizados en las secciones generales para destacar ciertos rasgos particulares que han influido sobre la configuración actual de la política nacional en esos países.

 

 

Perú

La abortada consolidación de la experiencia autoritaria liderada por Alberto Fujimori en 2000 abrió una puerta para el retorno de los partidos al centro de la escena política peruana. En las dos décadas que siguieron los partidos confirmaron que la declinación iniciada en la década de 1980 no se había interrumpido; al contrario se profundizó. Prácticamente todos los partidos se han convertido en meras etiquetas (algunas de ellas portando siglas extravagantes que incluso pueden ser compradas en un peculiar mercado de habilitaciones electorales) que no tienen arraigo alguno en la ciudadanía peruana ni concitan mínimas lealtades por parte de los políticos que no vacilan en mudarse de una a otra.

Tras el breve interregno de Valentín Paniagua se sucedieron en la presidencia Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski. Este último renunció en 2018 cuando enfrentaba a su inminente destitución por parte del Congreso, siendo sustituido por el primer vicepresidente, Martín Vizcarra. Ninguno de los ocupantes de la presidencia logró consolidarse siquiera mínimamente: todos transitaron sus mandatos con bajísimos índices de aprobación y los tres primeros los concluyeron sin tener posibilidad de influir en la carrera sucesoria (ni siquiera pudieron llegar a promover un eventual delfín). En ese sentido, los presidentes fueron la otra cara de la moneda en relación a los partidos políticos: ni unos ni otros pudieron constituirse en articuladores de un sistema político de por sí extremadamente débil. El corolario es que durante el siglo XXI Perú no alcanzó a consolidar una autocracia personalista ni a armar una democracia de partidos. De todas maneras, se debe reconocer que hubo al menos un intento de armar un híbrido de ambos tipos de régimen que estuvo a cargo no de Alberto Fujimori -quien transitó casi veinte años entre exilios y estadías en prisión- sino de su hija Keiko, quien se convirtió en la dirigente con más peso dentro del fujimorismo, incluso protagonizando abiertos enfrentamientos con su hermano Kenji (que al igual que ella, ocupó una banca en el congreso unicameral peruano durante buena parte del siglo XXI) hasta terminar ella también en prisión.11 En verdad, una paradoja de la política peruana de la última década y media ha sido que ella se ha movido, en buena medida, al ritmo de las iniciativas y las fechorías del fujimorismo en su búsqueda de retorno al poder, pero el resultado ha sido su repetido fracaso en capturar nuevamente la presidencia.12 El fujimorismo, de hecho, es prácticamente el único partido de existencia real en el país; incluso cuenta con algunos apoyos sociales en los sectores informales, tanto empresariales como trabajadores.13. Sin embargo, se enfrenta en la actualidad con dos serios problemas; el primero es que aparece como el epítome de todos los defectos que se le adjudican a la clase política peruana que atraviesa un período de todavía mayor desprestigio que el que sufre habitualmente. De acuerdo al Latinobarómetro, durante la segunda década del siglo los peruanos han sido los políticos más desprestigiados de América del Sur. El segundo problema es más grave aún; tanto Alberto como Keiko están en prisión; el padre fue condenado por las matanzas y otras violaciones a los derechos humanos producidos durante su presidencia; la hija está en prisión preventiva de 36 meses como acusada de lavado de dinero recibido corruptamente de la firma brasileña Odebrecht en ocasión de su campaña presidencial de 2011.

Los Fujimori, empero, no están solos en esa incómoda posición. A propósito del suicidio de Alan García acaecido en Mayo 2019, Carlos Adrianzen describe una apabullante realidad, que como él señala se extiende a numerosos políticos a nivel nacional y subnacional y también a muchos integrantes del poder judicial.14 Esta situación fue advertida por el inesperado heredero de la presidencia, Martín Vizcarra, un ignoto pero astuto ex gobernador departamental que comenzó a jugar una pulseada con el desprestigiado congreso procurando reformas que recortaran el poder de los parlamentarios y, de paso, limitaran el espacio para continuar las prácticas corruptas: hasta ahora ha tenido éxito en la mayoría de los casos. De los dos principales obstáculos a su intento, uno, Alan García secundado por los restos del viejo aprismo, ha literalmente muerto y otro, el fujimorismo, se bate en retirada. El interrogante que se plantea hacia el futuro es cómo se movilizarán los actores clave de la economía peruana, es decir las familias de la oligarquía comercial y financiera con base en Lima y las empresas del sector minero, en relación al proyecto de limpieza de la política encarado por Vizcarra. En las últimas dos décadas, los grupos capitalistas más poderosos se han beneficiado con la postración del Estado y no parece probable que les interese que se fortalezca ningún actor político que pueda plantear verosímilmente la posibilidad de revertir esa situación. Quizás el único fenómeno que va contra la corriente del creciente debilitamiento del estado y la sociedad civil es la influencia un complejo universo de ONG, asociaciones gremiales y movimientos indígenas. Los procedimientos de Presupuesto por Resultados (PpR) y Incluir para Crecer muestran una capacidad para innovar, romper enclaves en la burocracia nacional, y aceptar stakeholder engagement para representar a los sectores interesados, que van más allá del sector privado. El país formuló el Plan Bicentenario 2021 con metas para la erradicación de la pobreza, y la mejora del sistema educacional, de salud y de infraestructura.

 

 

Chile

 

Los últimos años de la MEC se desplegaron durante los sociales y económicos gobiernos demócrata cristiano de Eduardo Frei Montalva y socialista de Salvador Allende (1964 hasta1973), cuando el país registró avances significativos en favor de las clases populares, especialmente en el campo. Con el golpe militar en 1973, Chile experimentó el quiebre más dramático de la matriz estado-céntrica. Con los llamados Chicago Boys, la dictadura del General Augusto Pinochet (1973 a 1990) cerró la época de la MEC e implementó una serie de medidas neoliberales. El gobierno militar procuró instalar un modelo económico basado en un mercado fundamentalmente desregulado, las privatizaciones de empresas estatales, y un Estado con menor presencia en la sociedad, todo ello en un marco de crímenes, represión y violación de derechos humanos. Uno de los resultados fue el surgimiento de un sector capitalista favorecido por la legislación impuesta, que se benefició de políticas antisindicales y la desregulación para crecer, y extraer extraordinarios dividendos, que le han permitido a estos empresarios protagonizar un proceso de acumulación no desdeñable que ha facilitado que firmas chilenas se hayan expandido por el resto de Sudamérica. El intento de consolidar una matriz neoliberal avanzó significativamente quedando el campo sembrado para el poder de la iniciativa privada en los gobiernos democráticos siguientes. El resultado del plebiscito de 1988, que significó la derrota de Pinochet y la subsiguiente elección presidencial, en la cual el candidato de la dictadura fue claramente derrotado, representó un rechazo al autoritarismo del gobierno militar pero no llevó al abandono de sus políticas económicas.

Los gobiernos de la Coalición de la Concertación (Patricio Aylwin, Eduardo Frei Torres Tagle, Ricardo Lagos, y Michelle Bachelet (1990 hasta 2010) mantuvieron en gran parte las reformas económicas de la dictadura. El gobierno de Aylwin se concentró en la implementación de programas para recuperar una cierta capacidad del Estado, sin modificar las privatizaciones instrumentadas durante el gobierno militar ni los mecanismos principales de acumulación y concentración que fortalecieron a unos pocos grupos económicos. Durante el gobierno de Frei, el Estado mejoró el sistema educacional y de salud, aumentó el salario mínimo, obteniendo una reducción en los niveles de pobreza, sin eliminar, empero, la mayoría de las reformas económicas y financieras implementadas por la dictadura pinochetista. La presidencia de Lagos siguió un camino intermedio entre el predominio estatal y la iniciativa privada, incluso con la firma de siete tratados de libre comercio que incluyeron a los Estados Unidos y China. En el sector social se aumentó el número de años de educación pública obligatoria a doce, se inauguraron programas de salud para atender a grupos de bajos ingresos y se dispusieron resarcimientos a las víctimas de tortura bajo la dictadura. En su primer mandato Bachelet, a su vez, enfatizó los programas sociales y educacionales para proteger a las mujeres, los niños, y los pobres, además de instalar un nuevo sistema de transporte para Santiago. Estos programas tuvieron el efecto de aumentar el presupuesto de gastos pero los presidentes socialistas, es decir Lagos y Bachelet, se resistieron a utilizar el superávit de los ingresos de cobre (creados por el boom de precios de commodities) en políticas de redistribución inmediata. En su segunda elección (a partir de 2014) Bachelet se fijó como meta una serie de reformas en materia de educación, sistema tributario, el laboral y el de previsión, además de promover la despenalización parcial del aborto y del cultivo de marihuana. También se propuso sancionar una nueva Constitución para eliminar los últimos residuos de los enclaves autoritarios de la Constitución del gobierno militar de 1980. La mayoría de estas propuestas no lograron avances significativos.

En un principio, el sector privado no se opuso a las políticas de la Concertación, que dejaron espacio suficiente para manejar sus negocios al lado de un Estado bastante eficiente. Durante la presidencia de Sebastián Piñera (2010-2014), un empresario exitoso del bloque opositor a la Concertación y militante del partido Renovación Nacional, el gobierno se inclinó aún más hacia la derecha, dando más oportunidades a los intereses económicos y financieros privados. Su gobierno enfrentó una serie de contratiempos (terremotos, incendios forestales) pero sobre todo, protestas masivas, especialmente de estudiantes, los cuales pusieron límites a sus intentos de enfatizar los aspectos neoliberales de la sociedad chilena. Por otro lado, el predominio de la visión empresarial por sobre el carácter público de las instituciones debilitó fuertemente la institucionalidad estatal.

A partir de la segunda década de 2000 se produce un auge de protestas y movilizaciones, especial aunque no exclusivamente, indígenas, medioambientales y estudiantiles. Desde mediados de los 2000, los ciudadanos y las ONG utilizando las redes sociales buscaron competir con los mecanismos tradicionales que utilizaban los medios de comunicación concentrados por los grupos económicos y en ausencia de medios realmente orientados por el interés público. Las movilizaciones de 2011 y la escasa participación electoral en el momento en que la candidatura de Bachelet proponía profundas reformas dan cuenta de la ruptura entre la institucionalidad política y los partidos y la sociedad, rasgo que fue el fundamental de la matriz chilena en todo el siglo XX. Con la alternancia de poder producida con la segunda elección de Bachelet y la Concertación -rebautizada como la Nueva Mayoría a raíz de la incorporación del partido Comunista- Chile buscó superar el camino de neoliberalismo modificado y progresismo limitado seguido hasta entonces, aunque sin los resultados esperados. Pero el segundo mandato de Bachelet evidenció las dificultades para crear mecanismos que redujeran efectivamente las brechas sociales, fortalecieran el Estado, evitaran la fragmentación social, y movilizaran a la sociedad para generar acciones conjuntas. Como resultado, apareció una imagen que sugería la debilidad de la dirección política. La iniciativa para reformar la Constitución generó posiciones duras de parte de la oposición en algunos aspectos, poniendo en riesgo la viabilidad de reemplazar totalmente el documento legado por la dictadura. Varios casos de corrupción vieron la luz, implicando tanto al sector público como al privado, y también a figuras importantes del gobierno. El debilitamiento de la identidad de la población con los partidos políticos redujo significativamente su capacidad de representación, confirmando la ruptura mencionada entre política y sociedad. La creciente deslegitimación de las instituciones del modelo económico neoliberal (previsión, relaciones laborales, salud, educación) y de la institucionalidad política para superarlo, no encuentra aún nuevos actores sociales y políticos para encauzar su transformación. Cabe preguntarse qué relación tiene este fenómeno con la nueva victoria de la coalición de derechas en la elección presidencial de 2018, que ha llevado al retorno de Piñera al máximo cargo, resultado facilitado por el desmembramiento de la centro izquierda -ya que la Democracia Cristiana presentó una candidata propia-y con la creación de una nueva coalición de izquierdas crítica de los gobiernos de la Concertación, el Frente Amplio, que estuvo a punto de ingresar en la segunda vuelta de la elección desplazando a la Nueva Mayoría.

 

 

México

 

El itinerario político, económico y social de México desde fines del siglo pasado ha estado marcado por la desarticulación de la MEC centrada en el PRI, incluido el último proyecto serio de reorganizarla sobre la base de la preservación de su esencia autoritaria y la integración a la economía norteamericana, es decir el encarnado por Carlos Salinas de Gortari. Quizás se transformó en una metáfora sugestiva para el fin de una saga que había comenzado con una revolución que se extendió durante casi una década (1910/1920) prolongándose en la Guerra Cristera (1926-1929). La revolución y el exterminio de los católicos (casi todos campesinos) había causado centenares de miles de muertes y exiliados y acabó como comenzó, es decir, a los tiros: los que dispararon los primeros días de 1994 los fusiles de los integrantes del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) en Chiapas -encabezando una fracasada aventura política que fue un éxito simbólico y cultural- y el que terminó con la vida del candidato priista a la presidencia, y seguro ganador de las elecciones de ese año, Luis Donaldo Colosio. La debacle del PRI, materializada durante el sexenio del inesperado heredero del asesinato de Colosio, es decir Ernesto Zedillo (1994-2000), llevó a que el siglo XXI se abriera con un espejismo: parecía que una nueva fórmula política se estaba instalando en México, el Partido Acción Nacional (PAN) ganó dos elecciones presidenciales consecutivas y el cuadro electoral esbozaba un formato tripartidario prolijamente ordenado de derecha a izquierda. Si bien el PRI experimentó claros retrocesos en dichas elecciones -terminó como un lejano tercero en las elecciones de 2006 en las que el candidato del PRD de centro izquierda, Andrés Manuel López Obrador, posiblemente fue despojado del triunfo- el viejo partido hegemónico mantuvo una respetable bancada parlamentaria y, sobre todo, retuvo el control de numerosas gobernaciones, incluida la del decisivo estado de México.15 Sin embargo, las dos presidencias panistas, las de Vicente Fox y Felipe Calderón (2000-2012) no consiguieron mejorar las tasas de crecimiento precedentes -en realidad se redujeron a la mitad en relación a las ya mediocres de la década previa- y además fueron inermes testigos del dramático deterioro de la capacidad del Estado mexicano para controlar la violencia desatada por los carteles de la droga y otras mafias criminales dedicadas a los secuestros y la trata de personas, a menudo en complicidad con los cuerpos policiales. El problema empeoró durante el sexenio de Calderón, pues su decisión de involucrar al Ejército en las tareas represivas no hizo más que expandir las complicidades de las diferentes fuerzas armadas públicas con el crimen organizado (y también con el desorganizado) y tuvo como resultado que México se convirtiera en uno de los países de más alta tasa de asesinatos en el mundo.16 Una de las consecuencias adicionales del fin de la pretensión de que el Estado monopolizaba el ejercicio de la violencia fue el uso de la justicia por mano propia y la aparición de numerosos casos de milicias privadas que llegaron a ejercer el control en pueblos y comarcas campesinas enteras. Algunos de los ejemplos que comenzaron como un intento de actores de la sociedad civil de paliar la ausencia de policías mínimamente competentes y honestas, como en Michoacán, pronto degeneraron en bandas que no se diferenciaban en mucho de los grupos criminales.

El fracaso del PAN ha abierto la puerta a una alternativa que podría parecer sorprendente y que resultó posible porque el colapso de la matriz priista no trajo el fin del PRI. A partir del triunfo del ex gobernador de ese partido del estado de México, Enrique Peña Nieto, en las elecciones presidenciales de 2012, en realidad, se asistió al retorno del antiguo partido generado por la revolución mexicana, pero esta vez, de modo tortuoso, como protagonista de una extraña voltereta de dos episodios. El primer episodio fue protagonizado por la maquinaria tradicional del PRI: Peña Nieto y el elenco que lo acompañó en su gestión constituían el núcleo duro del ala neoliberal y autoritaria del PRI que históricamente había controlado máquinas electorales en todo el país, imbatibles en varios estados importantes como México, Puebla, Hidalgo, Veracruz y Oaxaca, entre otros. Peña Nieto triunfó claramente en las elecciones del 2012 y pareció inicialmente tener la fuerza para revertir, aunque fuera parcialmente, el imperio de la violencia ilegal e implementar reformas pro mercado que el mismo PRI había obstaculizado durante las dos presidencias del PAN, en especial una reforma energética que incluyera la apertura de la explotación del petróleo a la iniciativa privada y la liberación del precio de los combustibles.17 Empero, al cabo de un par de años el gobierno de Peña Nieto se convirtió en una repetición agravada del período panista: el crecimiento económico continuó siendo anémico y a la evidencia del fracaso en revertir el síndrome de violencia, se agregó la visibilización de la corrupción generalizada que permeaba al régimen, comenzando por el propio presidente y su familia.18 El desprestigio afectó por igual a los tres grandes partidos: a la corrupción innegable de muchos de los funcionarios del PRI se sumó la percepción que el PAN le prestaba apoyo a las ineficaces políticas gubernamentales -algunos críticos bautizaron irónicamente la confluencia como el PRIAN- mientras que el PRD se pulverizó en grupúsculos visiblemente corruptos en particular en distritos donde había llegado a ocupar el gobierno, como el Distrito Federal, Morelos y Guerrero.

En ese clima, el político tabasqueño Andrés Manuel López Obrador (conocido como AMLO) quien había sido regente del DF y dos veces candidato a presidente por el PRD, renunció al partido en 2015 y dio inicio a un fenómeno que se puede considerar como el segundo episodio de retorno del PRI. AMLO había completado el cursus honorum de todo político progresista en México: después de militar casi veinte años en el PRI había adherido a la Corriente Democrática en 1988, precursora del PRD y vehículo de la candidatura de Cuahtémoc Cárdenas en las elecciones de ese año. Sin embargo, AMLO percibió el agotamiento de los partidos políticos tradicionales y creó un nuevo movimiento al que bautizó como MORENA (Movimiento Regeneración Nacional) que utilizó exitosamente como su plataforma para la candidatura presidencial en 2018. El triunfo de López Obrador fue arrasador: no sólo superó ampliamente la suma de votos de todos los otros candidatos -algo que no ocurría desde 1988 cuando se había manipulado la votación para que Salinas apareciera con algo más del 50% de los votos- sino que fue votado por más de 30 millones de mexicanos, lo que le permitió alcanzar la mayoría absoluta en ambas cámaras del congreso. ¿En qué sentido se podría sostener la hipótesis que AMLO es, a pesar de sus críticas al sistema partidario predominante, un nuevo episodio de retorno del PRI? López Obrador, por un lado, rescató la cara del PRI que había quedado sumergida desde la década de 1980, es decir los postulados desarrollistas y nacionalistas vigentes hasta la presidencia de José López Portillo (1976-1982). Resulta revelador, en ese sentido, que en uno de sus discursos inaugurales el nuevo presidente elogiara la figura de Ortiz Mena, quien fue, como ya apuntamos, el inspirador y ejecutor de las políticas económicas y sociales de México durante casi dos décadas. Al menos simbólicamente, al menos, AMLO se instaló en la vereda contraria del sesgo neoliberal impreso a las políticas económicas desde la década de 1980. El interrogante que surge inmediatamente es si se podría retomar el sendero del desarrollismo mercado-internista habiéndose México incorporado al NAFTA y teniendo en cuenta los efectos que dicha estrategia ha tenido tanto sobre la industria -con la plena integración de las plantas automotrices y otros sectores a las cadenas de producción norteamericanas- como sobre la agricultura -con la crisis del México maicero tradicional y la masiva importación de alimentos desde Estados Unidos-. Por otra parte, en este punto surge otro interrogante aún más crucial: ¿en qué medida el soplo republicano que López Obrador ha insuflado en la política mexicana se combina con tradiciones priístas muy arraigadas, algunas de las cuales él mismo porta? Es indudable que AMLO ha tenido una trayectoria de honestidad en su vida política que lo sitúa muy por encima de los estándares mexicanos y que él también expresa una preocupación por mejorar la transparencia de la gestión pública. Sin embargo, al mismo tiempo, no se aparta de patrones de conducta del viejo estilo e incluso los acentúa, tales como el personalismo y la tendencia a centralizar la gestión, presentándose, en la práctica, como el “salvador de la nación”. Asimismo, debe lidiar con personal político y cuadros de funcionarios de la nueva administración proveniente de los viejos partidos, incluso los encargados de la seguridad pública y de las policías estaduales, en otro (1996, p.91).19

Finalmente, desde el primer día de su mandato, López Obrador ha tenido que lidiar con un grave problema con nombre y apellido: Donald Trump. Como es sabido, ya desde el comienzo de su campaña en 2016 el nuevo presidente de Estados Unidos ha utilizado a México como principal blanco de su táctica de culpar a los latinoamericanos por el incremento de la criminalidad en su país y por el ingreso de drogas ilegales: en la inauguración de la campaña para la próxima elección, la de 2020, está reiterando, incluso en una versión más beligerante, la hostilidad hacia México y la humillación de sus gobernantes. La amenaza que representa Trump es doble: en primer lugar, en términos materiales porque a través de sus políticas migratorias y arancelarias puede chantajear a un gobierno cuyas fortunas están atadas al funcionamiento de una economía y una sociedad profundamente integradas, de modo asimétrico, a los Estados Unidos. En segundo lugar, en términos simbólicos, en especial porque López Obrador ha levantado como una de sus banderas el rescate de la soberanía mexicana en contraste con las políticas de sus predecesores, que presuntamente se habían doblegado frente a los intereses extranjeros. Y enfrente el presidente mexicano tiene a un personaje que no vacila en humillar a sus víctimas planteando exigencias que nunca se sabe en qué punto las considerará respondidas satisfactoriamente.

 

 

Argentina

 

Los quince años recientes han sido marcados por la persistencia residual de dos rasgos de la MEC que entró en crisis durante el último cuarto del siglo pasado:

 

Claro está que muchos de esos derechos se han erosionado, en buena medida como resultado del deterioro estatal. Como consecuencia de este peculiar patrón, el Estado continúa en el centro de la política y la economía argentina, pero habiendo devenido en un Estado rehén de los actores y, por ende, adversario de sí mismo; como consecuencia, se ha transformado progresivamente en un Estado paralizado.

La economía y la política argentinas han mostrado durante las últimas décadas un comportamiento peculiartmente pendular; en particular nos interesa subrayar el patrón que ha prevalecido en los tres últimos ciclos económicos que se extienden al quinquenio finalizado en 2018/2019, en el cual los datos de evolución del producto bruto confirman la profundización de la crisis iniciada en 2012.21 El patrón es similar: el ciclo comienza con una rápida y significativa expansión inicial, le sigue una desaceleración que es influida por una crisis externa; a continuación se produce una breve recuperación para desembocar finalmente en una nueva fase recesiva más pronunciada que la anterior. Lo notable es que los tres últimos ciclos han evolucionado de modo diferente por múltiples causas e interrelaciones en el marco de contextos externos disímiles, el predominio de visiones antagónicas sobre el rol del Estado y la implementación de esquemas divergentes de política macroeconómica. Pero, a pesar de ello, los resultados han sido llamativamente parecidos: los cuellos de botella reaparecen y la crisis se repiten. El corolario es la persistencia del statu quo, pero en versiones cada vez más degradadas. Y en los últimos treinta años el vehículo y, al mismo tiempo, el constructor de ese statu quo repetitivo ha sido el peronismo. El PJ satisface simultánea, aunque temporariamente, todos sus compromisos con los diferentes actores sociales cuyos intereses a menudo son opuestos: así cubre la defensa de privilegios, las demandas de reparación y la promesa de tiempos mejores. Para que se pueda concretar este prodigioso fenómeno, si bien el peronismo ha ocupado la presidencia durante casi veinticinco de aquellos años aprovechando bonanzas transitorias que le permitieron favorecer coyunturalmente el crecimiento del consumo, la ha perdido en dos ocasiones coincidiendo con momentos clave de los respectivos ciclos en los cuales se tornaba inevitable afrontar los costos incurridos en la bonanza previa que se acumulan con los déficits que se arrastran de los ciclos anteriores. Antes de la operación de este peculiar mecanismo, ya el gobierno de Alfonsín había tenido que enfrentar el derrumbe económico asociado con la crisis de la deuda y el estallido hiperinflacionario de 1988/1989; el corolario es que los tres gobiernos no peronistas desde la transición a la democracia, incluido el de la coalición liderada por el PRO de Mauricio Macri, que incluye a la Unión Cívica Radical, han concluido transitando la fase depresiva de los respectivos ciclos.

 

 

Brasil

 

Un rasgo histórico que ha persistido a lo largo de la vigencia de la MO y la MNEP fue evitar soluciones extremas de carácter autoritario o popular/democrático. La última manifestación de ese síndrome fue en el contexto de la crisis de 1988-1992, que aparentemente se había convertido en una encrucijada sin salida:

 

 

Sin embargo, en esa coyuntura la política brasileña tuvo la capacidad de crear dos mecanismos que parecieron constituirse en los soportes de una matriz política estable y dinámica. Nos referimos, por un lado, a la Constitución de 1988, que consagró una serie de derechos sociales que apuntaban a revertir el carácter jerárquico y elitista de la sociedad brasileña, y por el otro, al presidencialismo de coalición que desembocó a partir de la elección presidencial de 1994 en la formación de dos grandes coaliciones de partidos, una liderada por el PSDB y otra por el PT, de las cuales provendrían los próximos seis titulares del Poder Ejecutivo federal. Después de las dos presidencias de Fernando Henrique Cardoso, concluidas en 2002, la elección de Lula da Silva sugirió la consolidación del presidencialismo de coalición, reiterando la posición de árbitro que jugaba el PMDB al continuar controlando bancadas parlamentarias decisivas para la aprobación de leyes. Asimismo, la llegada del líder del PT a la presidencia auguraba la posibilidad de que las promesas constitucionales comenzaran a tornarse realidad. Por último, el compromiso que se vio obligado a firmar Lula durante la campaña (mantener el curso de las políticas económicas adoptadas durante la década previa bajo la guía de Cardoso) encaminaban a Brasil por la senda de la articulación de una matriz híbrida en la cual se combinara la estrategia pro mercado de este último y políticas sociales que elevaran el estatus y la renta de los estratos de la población de ingresos más bajos favoreciendo a los sectores más empobrecidos.22

Durante una década, es decir hasta mediados de la primera presidencia de la sucesora de Lula, Dilma Rousseff, las cosas funcionaron razonablemente bien: las administraciones del PT se caracterizaron por un retorno al dirigismo que recordaba al período de la MENP, con regulaciones y programas centrales de alcance nacional, sin dejar de lado totalmente algunos elementos del neoliberalismo. Lograron una continuidad que permitió avances importantes en el desarrollo de la infraestructura y el alcance de la educación, manteniendo los éxitos que había logrado Cardoso en el control de la inflación. Durante sus mandatos, el país siguió las reglas de los mercados internacionales -obteniendo beneficios adicionales con la venta de commodities, y acrecentando su prestigio en el mundo, ratificado con su patrocinio de la Copa Mundial de fútbol en 2014 y las Olimpíadas en 2016-. Sin duda, el único evento preocupante de los primeros años de Lula fue el mensalao,23 operación por la cual el partido gobernante entregaba pagos mensuales a diputados de la oposición para garantizar la aprobación de ciertas leyes. Entre los involucrados en los pagos figuraban varios miembros de la bancada del PMDB, que se convertiría en un aliado esencial tanto de Lula como de su sucesora. Y que, como es sabido, fue el actor decisivo en 2016 en el impeachment de Rousseff a través de los dos políticos claves en el proceso, el vicepresidente Temer y el presidente de la cámara de diputados, Eduardo Cunha.

Si bien Dilma Rousseff triunfó claramente en las elecciones de 2010, en un par de años comenzó a ser evidente que el desempeño de la economía empeoraba: al dato de tasas de crecimiento cada vez más mediocres se agregaba la caída de la inversión y el creciente déficit fiscal, todo ello en el marco de una agudizada dependencia en la exportación de bienes primarios. Una medida ciertamente de escasa relevancia, un pequeño incremento del costo de transporte público en varias ciudades, entre ellas Rio de Janeiro y San Pablo, fue el disparador de un fenómeno que se convirtió en una divisoria de aguas decisiva para la suerte del PT y, por extensión, de la política nacional: la reacción de la calle.24 La medida se implementó a principios de junio de 2013 y desató masivas protestas, inicialmente en San Pablo y Porto Alegre, rápidamente también en Rio de Janeiro y luego en la mayoría de las grandes ciudades del país. Especialmente en el caso de San Pablo, la brutal represión policial operó como un boomerang ya que tuvo el efecto de fortalecer las protestas y a pesar que el aumento de tarifas se anuló rápidamente, dichas protestas no cesaron y su principal impacto en el corto plazo fue que la popularidad de la presidenta, como así también del conjunto de la clase política, se desplomó irreversiblemente en pocos meses: en el caso de Dilma pasó del 77% de aprobación al 30%.

Las protestas de 2013, asimismo, marcaron la apertura de una profunda grieta social que se reflejó en el hecho de que fueron los sectores medios los que se movilizaron consistentemente en contra del gobierno, incluyendo a aquellas familias cuya incorporación a esos estratos había sido el resultado de las políticas sociales de los gobiernos del PT. En ese sentido las protestas, que en el siguiente par de años se focalizaron en las figuras de Lula y la presidenta Rousseff, tuvieron una doble dimensión. En primer lugar, alimentaron decisivamente el clima político que permitió justificar el impeachment de Dilma y la posterior condena a prisión de Lula, que impidió que este se pudiera presentar a las elecciones presidenciales de 2018 cuando estaba primero en las encuestas de preferencias. No se debe ignorar, asimismo, que el PSDB, el partido de Cardoso y Jose Serra, hizo una contribución esencial a la generación del clima de intolerancia que imperó a partir de 2013-2014. Los tucanos -como se conoce a los miembros del PSDB- y su candidato, Aecio Neves, estaban convencidos de que triunfarían en las elecciones presidenciales de 2014 y su derrota por escaso margen los encaminó en la funesta dirección de convertirse en una oposición desleal al sabotear el segundo gobierno de Dilma Rousseff desde su mismo inicio. La confluencia entre el PSDB y el PMDB selló la suerte de la primera mandataria.25 En segundo lugar, las protestas callejeras sugirieron que la coalición electoral que había permitido el ascenso en popularidad de Lula desde fines del siglo pasado y los cuatro triunfos del PT a principios del siglo XXI, es decir la sumatoria de sectores populares y medios, se sostenía en bases extremadamente frágiles.

En otras palabras, la pérdida de apoyos del PT expresaba un fenómeno socio-cultural más profundo; la combinación matricial que implicaba su proyecto de país -es decir una liberalización parcial de la economía y promoción del consumo de los sectores medios ampliando simultáneamente la protección de los sectores más empobrecidos- no sobrevivió al fin de la coyuntura favorable de los precios de los commodities exportados por Brasil. Las políticas económicas y sociales implementadas a partir de 2003 pretendieron no desandar el camino hacia la articulación de una MNL algo diluida que había iniciado Fernando Henrique Cardoso y, al mismo tiempo, recrear una versión aggiornata de la matriz previa, la Matriz Estado-Céntrica creada por el varguismo. Lo que sucedió, en cambio, fue que se debilitaron seriamente los mecanismos de control social y político que habían sido construidos durante la era varguista (1930-1964); dichos mecanismos no habían cuestionado los sesgos racistas, patriarcales y elitistas de la sociedad pero proveyeron el principal cemento de la cohesión social en Brasil; su crisis abrió un espacio potencial para la construcción de lazos sociales alternativos, pero éstos no llegaron a articularse. En ese clima social de malaise no resulta sorprendente que florecieran en todos los estratos sociales, pero sobre todo en los medios y altos, demandas de orden y de restitución de las jerarquías, incluso recurriendo a la justicia por mano propia y favoreciendo la represión policial ilegal. Lula fue condenado legal y socialmente como corrupto, cuando, como resultó abrumadoramente evidente, la corrupción era, y es, un fenómeno generalizado de la cual se han beneficiado especialmente grupos empresariales como Odebrecht y frigoríficos exportadores -como así también los funcionarios y políticos asociados a Petrobras-- y los sectores más tradicionales de la clase política como los del PMDB.26 Un corolario adicional del rumbo que ha tomado la sociedad brasileña a partir de comienzos de la década de 2010 ha sido el incremento del poder de los grupos criminales en las favelas, en otros barrios pobres y en las prisiones.26 El fracaso del Estado en producir una transformación sustantiva en esos espacios ha generado, por una parte, un fenómeno de aún mayor aislamiento de las franjas más pobres de la sociedad con el consiguiente estrechamiento de los bienes públicos a los que tienen acceso, tanto en las ciudades como en las zonas de frontera y, por la otra, la expansión de credos religiosos de carácter conservador y particularista, tanto política como culturalmente, y la búsqueda de un salvador de la patria más allá de los partidos y de las instituciones parlamentarias.

El fenómeno Bolsonaro expresa, entonces, la encrucijada en la que se encuentra Brasil. La fragmentación del parlamento se ha acentuado -30 partidos ocupan bancas, mientras que tanto el PMDB como el PSDB, cuyos candidatos presidenciales obtuvieron votaciones mínimas, han visto sus bancadas de diputados reducidas a la mitad. El PT, por su parte, ha perdido casi una tercera parte de su representación parlamentaria. Bolsonaro, cuya popularidad ha caído más vertiginosamente que la de ningún otro presidente desde la transición a la democracia, se enfrenta con el desafío de lograr aprobar una reforma previsional integral -tarea en la que han fracasado todos los presidentes desde Cardoso en adelante- teniendo que lidiar con un parlamento que parece poco dispuesto a perjudicar aún más su ya dañada imagen en la opinión pública.

 

 

Referencias

bibliográficas

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Dos Santos, W.G. (1993). Razoes da desorden. Rio de Janeiro, Rocco.

The Military in Politics (1971). Changing Patterns in Brazil, Princeton, Princeton University

Zermeño, S. (1996). La Sociedad derrotada. El desorden mexicano del fin de siglo. México, Siglo XXI.

1. De acuerdo a José A. Ocampo, en el período 1998-2002 el producto bruto interno cayó en todos los países de América Latina, excepto en Chile y República Dominicana, aunque en estos dos últimos casos también se registró una sensible reducción de los índices de crecimiento. La América Latina y la economía mundial en el largo siglo XX; El Trimestre Económico 2004, LXXI.

2. Los otros casos donde también se produjeron importantes transfor­maciones políticas fueron: Venezuela, Colombia, Ecuador y Bolivia. De todos modos, se debe reparar que la inclusión de México y Colombia dentro de este síndrome sugiere que no se trató meramente de un “giro a la izquierda” como muchos analistas postularon.3. Brasil es, según el Banco Mundial, el país más desigual de América Latina y también uno de los diez más desiguales del mundo. Ciertamente una condición que es, en parte, el resultado de la importancia que tuvo la esclavitud en su historia y lo tardío de su abolición a fines del siglo XIX. Sérgio Buarque de Holanda hace alusión en su clásico ensayo O Homem Cordial a los esclavos como “el pedestal inerte” de la sociedad brasileña.

4. Pelego es la denominación que recibían en Brasil los sindicalistas que dirigían los gremios de trabajadores bajo la normativa de la legislación del Estado Novo varguista. Los gremialistas de la generación de Lula, quienes finalmente desplazaron a la mayoría de los viejos dirigentes en las décadas de 1970 y 1980, los criticaban por sus tendencias pro-patronales y su permanente subordinación a los funcionarios del Ministerio de Trabajo.

5. Para no ser injusto en el cotejo entre Lula y Serra, se debe anotar que este último no provenía de una familia de la elite paulista, como si era el caso de Fernando Henrique Cardoso, sino que sus padres eran inmigrantes italianos relativamente pobres provenientes de Calabria. Después del golpe militar, Serra, estuvo catorce años exiliado en Francia, Estados Unidos y Chile (en este último país llegó a estar preso en el Estadio Nacional al instalarse la dictadura de Pinochet).

6. Presenté originariamente el con­cepto de Matriz Estado Céntrica (MEC) en “Más allá de las transiciones a la demo­cra­cia” pu­blicado en Estudios Polí­ticos. Wan­derley Guilherme dos Santos, por su parte, ha desarrollado el concepto de “ciudadanía re­gu­lada” en Cidadania e Justica; (1979). Cabe anotar que los mecanismos de regulación, o tutela, operaron a través de la ley y la constitución en Brasil (varios de ellos pervivieron hasta la reforma constitucional de 1988) mientras que en México funcionaron como engranajes del partido/Estado y en Argentina como fenómenos asociados a los liderazgos carismáticos de Perón y sus sucesores.

7. No sólo Juan Perón: Arturo Frondizi, Arturo Illia y María Estela Martínez de Perón fueron desalojados de sus cargos de presidente por los altos mandos de las fuerzas armadas argentinas. Parecido destino sufrieron cinco presidentes de facto -los generales Lonardi, Onganía, Levingston, Viola y Galtieri- como así también media docena de comandantes en jefe del ejército que ejercieron poderes de hecho en varias presidencias civiles y militares.

8. La dictadura militar instalada en 1964 en Brasil no sólo depuso sin oposición alguna al heredero de Vargas, Joao Goulart, sino no que no encontró obstáculos, ni en la sociedad civil ni en la clase política, para abolir los dos partidos creados por Vargas en 1945, el PTB y el PSD, y al resto de los partidos políticos.

9. El período durante el cual Arturo Ortiz Mena, como Secretario de Hacienda y Crédito Público, fue el funcionario clave en el diseño e implementación de las políticas económicas bajo los gobiernos de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz (1958-1970) fue conocido como el del Desarrollo estabilizador. Con anterioridad, Ortiz Mena había desempeñado el importante cargo de director general del Instituto Mexicano del Seguro Social.

10. Las empresas privatizadas más importantes fueron Yacimientos Petrolíferos Fiscales, Teléfonos del Estado, Obras Sanitarias, Agua y Energía Eléctrica (más bien desmantelada), Aerolíneas Argentinas y numerosas empresas de servicios de pro­piedad provincial.

11. Varios analistas han destacado que la causa principal de las disputas entre los dos hermanos es que Keiko buscó, sin éxito finalmente, que su padre no termine en prisión, pero que, al mismo tiempo, procuró evitar que ejerza influencia en la política nacional. En cambio Kenji, más cercano a su padre, se movió en la dirección contraria con resultados igualmente desfavorables para toda la familia.

12. Keiko presentó su candidatura a la presidencia en 2011 y 2016 y en ambas ocasiones llegó a la segunda vuelta siendo derrotada por escasos votos por Ollanta Humala y PPK. Sobre todo en el segundo caso, su derrota se debió a que prácticamente todas las fuerzas opositoras se unieron para impedir que accediera a la presidencia. De todos modos, Keiko había quedado al frente de la mayoría en el congreso que cesó en sus funciones en 2019, pues su partido, Fuerza Popular, controlaba 73 de los 130 escaños.

13. También el aprismo mantuvo una presencia, mucho más residual que el fujimorismo.

14. Cfr. “Un Suicidio, muchas muertes” en Nueva Sociedad; Mayo 2019. Todos los ex presidentes del último ciclo democrático se encuentran hoy investigados básicamente por dos temas: financiamiento ilegal de campañas políticas y recepción de pagos ilegales por parte de Odebrecht y otras grandes constructoras. Frente a este panorama, los caminos de los políticos han sido diversos. El suicidio de Alan García es ciertamente el episodio más dramático de toda esta saga pero no es ni remotamente el único. El ex presidente Alejandro Toledo se fugó a Estados Unidos -donde hoy se tramita un pedido de extradición- frente a las pruebas cada vez más contundentes que lo involucrarían en la recepción de sobornos. Por otra parte, el ex presidente Ollanta Humala y su esposa Nadine Heredia pasaron casi diez meses en prisión preventiva. Hace unos días el fiscal a cargo del caso ha solicitado para ellos 20 y 26 años de prisión respectivamente. Por último, Pedro Pablo Kuczynski, no solo vio allanado su domicilio tan sólo 24 horas después de haber dejado de ser una de las personas más poderosas de Perú, sino que ha debido enfrentar una prisión preliminar primero y luego una domiciliaria.”

15. El estado de México, que prácticamente rodea al Distrito Federal, es el más poblado del país y contribuye con 10% del PBI. Peña Nieto fue en parte factura de un grupo informal de prominentes dirigentes del PRI, el de Atlacomulco, que ya desde la década de 1950 había influido en la selección de altos funcionarios nacionales y estaduales, incluso presidentes, y que provenía originariamente de esa pequeña ciudad mexiquense.

16. Una de los efectos más negativos de la involucración del ejército mexicano en la represión de los carteles de la droga fue que al lograr descabezar a algunos de los más notorios como el de Sinaloa, fue que los grupos criminales se fragmentaron en múltiples organizaciones mucho más difíciles de controlar y que en sus sangrientas batallas para derrotar a bandas rivales han extendido la violencia a prácticamente todo el territorio nacional, incluidos resorts turísticos previamente respetados.

17. El efecto más visible del aumento del precio de combustibles ha sido la aparición de una nueva actividad ilícita: el robo de los mismos “ordeñando” los oleoductos. Los huachicoleros, o sea los ladrones de combustible, se han multiplicado por todo el territorio y en varias ocasiones ya han causado terribles accidentes, como en enero de 2019 en Hidalgo, donde 93 personas perecieron en un incendio generado en un robo en curso en el cual la Policía, que era testigo del hecho, eligió no intervenir.

18. El número de homicidios dolosos durante los dos últimos años de Peña Nieto alcanzó niveles nunca registrados (34.000) superando los peores años de la anterior presiden­cia. Además, en septiembre de 2014 se produjo el asesinato en Iguala (Guerrero) de 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa siendo sus cadáveres incinerados. En el suceso parece innegable que estuvieron involucrados la Policía del Estado, grupos criminales y el mismo Ejército. El gobierno de Peña Nieto no hizo prácticamente nada en los siguientes cuatro años. Recientemente, las Naciones Unidas señalaron, a través de la Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU-DH) que lamentaba que el actuar de las autoridades se haya caracterizado por la defensa de la versión oficial del caso, calificada a principios de 2015 por la Procuraduría General de la República como la “verdad histórica”. La ONU-DH reitera que esta versión es insostenible. Sus deficiencias e inconsistencias han sido expuestas por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el Equipo Argentino de Antropología Forense y Forensic Architecture.

19. El estilo presidencial priísta, al cual ciertamente López Obrador no es ajeno, es crudamente ana­lizado por Sergio Zermeño en La Sociedad derrotada. El desorden mexi­cano del fin de siglo. México: Siglo XXI, 1996. Zermeño subraya precisamente la modalidad del pre­sidente (de actuar) en forma casi per­sonal y sin mediaciones organizativas (p. 91) como uno de los rasgos típicos de dicho estilo.

20. Juan Carlos Torre denomina irónicamente al peronismo como el partido de todas las estaciones.

21. De acuerdo al INDEC, los datos de evolución del PBI argentino para los últimos años son: 2015, 2,7%; 2016, -2,1%, 2017, 2,9% y 2018, -2,3% lo que confirma un absoluto estancamiento de la economía.

22. Ante la amenaza de los mercados que su triunfo desencadenaría una crisis económica sin precedentes, el candidato del PT se vio obligado a firmar una Carta aos Brasileiros que procuraba disminuir lo que el periodismo había bautizado como el riesgo Lula.

23. La denuncia fue efectuada por la revista Veja en Mayo de 2005 y tuvo consecuencias coyunturales pero también a largo plazo, pues tres de los principales dirigentes del PT, Jose Dirceu, Antonio Palocci y Jose Genoino, quedaron irreparablemente involucrados con la acusación de corrupción. Dirceu, incluso, era mencionado como posible sucesor de Lula.

24. El alza de las tarifas que dispuso Fernando Haddad, alcalde de San Pablo, fue de 3 Reales a 3.20.

25. El poder judicial ha jugado, por su parte, un rol ambivalente en el proceso político desde 2012, puesto que varios miembros del Tribunal Superior de Justicia han mostrado mucho más celo en perseguir la corrupción en otros poderes que en su propio seno. La figura judicial más importante de Brasil, el juez federal Sergio Moro, quien impulsó la investigación del caso Lava Jato que llevó a prisión a Lula, además de otros políticos y empresarios, aceptó incorporarse al gabinete de Bolsonaro como ministro de Justicia, con lo cual su imparcialidad quedó, al menos, en duda. Además, la divulgación de una serie de escuchas telefónicas ha permitido comprobar la conducta, ciertamente cuestionable, de Moro al acordar en secreto con los fiscales a cargo del caso las medidas que se tomaron en contra del ex presidente.

26. Los frigoríficos que pertenecen a las firmas JBS y BRF que, según se comprobó en 2017, están entre los veintiuno que adulteraron los envíos de carne, tanto bovina como de pollo, son los dos principales exportadores de esos productos. Brasil, por su parte, es el primer exportador mundial de carne.

27. Mientras que en las ciudades del centro sur como San Pablo la proporción de la población que reside en favelas oscila entre el 10 y el 15%, ese porcentaje alcanza el 25% en ciudades del nordeste como Recife y Salvador y a casi la mitad de los habitantes en Bélem, en el estado norteño de Pará.