Decisionismo democrático

y emergencia permanente

Consideraciones políticas sobre la Argentina actual

Hugo Quiroga

haquiroga@fibertel.com.ar

Universidad Nacional del Litoral

Argentina

 

Recibido: 07/11/2019

Aprobado: 06/02/2020

 

Resumen

Desde 1989 la democracia argentina no pudo prescindir del ejercicio de los poderes excepcionales y se alejó de aquella concepción que proclama la separación de poderes y los controles mutuos, que examina las posibles arbitrariedades de los gobiernos de turno. Cuando se refuerza al ejecutivo, el parlamento pierde poder y capacidad de control. Se trata de una verdadera práctica de gobierno denominada decisionismo democrático. En los hechos, es un medio para gobernar sin el respaldo central del Parlamento, que ya ha resignado atribuciones en determinadas materias mediante la delegación legislativa. El interrogante que conmueve y que atraviesa el contenido del artículo es saber si en la Argentina se puede gobernar sin acudir al decisionismo democrático. La prórroga ininterrumpida de la situación de emergencia la enviste de un carácter estructural, lo que refleja un cambio en la base del poder. En consecuencia, la emergencia permanente –soporte del decisionismo democrático- domina los asuntos más variados de la vida colectiva. La matriz del decisionismo democrático no se explica, entonces, sin la conexión estructural de los tres poderes del Estado. La práctica del decisionismo democrático exige una combinación del gobierno de los hombres, del gobierno atenuado del Estado de derecho y de la ausencia de poder de contralor.

 

Palabras clave

Democracia, decisionismo, emergencia, ejecutivo, parlamento.

 

 

 

Abstract

Since 1989, Argentinian democracy could not forego the exercise of the exceptional powers and separated from that concept that proclaims the division between the powers and mutual controls, that examines the possible arbitrariness of the current governments. When the executive power is reinforced, the parliament loses power and the capacity to control. We are talking about a true governmental practice called democratic decisiveness. Indeed, it is a mode of government without the central support of the Parliament, as it has resigned attributions in certain matters through the legislative delegation. The question that triggers and thrills the content of the article is whether government can be exercised without democratic decisiveness. The uninterrupted extension of this emergency situation is of structural character. This reflects a change in the power basis. Thus, the permanent emergency- support to the democratic decisiveness- rules the most varied topics of collective life. The democratic decisiveness matrix is not explained, thus, the structural connection of the three powers of the State is missing. The democratic decisiveness is a combination of the Government of men, of the diminished government of the State of rights and the lack of controlling power.

 

Keywords

Democracy, decisiveness, emergency, executive, Parliament.

 

 

 

Introducción

En 1989, la alta inflación dejó paso a la hiperinflación en uno de los peores escenarios económicos imaginables para la Argentina contemporánea. Desde entonces se vive en emergencia permanente, y la idea de permanencia refuerza el oxímoron, que origina un nuevo sentido en un continuun que no diferencia signos políticos. Bajo el lema de la emergencia, los poderes ejecutivos adquieren facultades legislativas extraordinarias, tanto en épocas de crisis severas como en tiempos de normalidad. La emergencia y los poderes excepcionales van de la mano.

La emergencia es un término ambiguo, equívoco y genérico, tal como se usa en este texto, que no se restringe a la administración de gobierno durante crisis agudas o de situaciones de violencia extrema: con él se alude también a la administración de un amplio campo de asuntos múltiples en tiempos políticos normales. La emergencia resulta ser, con frecuencia, el recurso de un largo fracaso de políticas de gobierno. Aunque cambie de calado, la emergencia es siempre una situación extraordinaria, fáctica, originada por un desorden intenso o por las deficiencias en la capacidad de gobernar que resulta una amenaza, un desafío o una advertencia para la integridad de las instituciones, del orden social y de la calidad de vida de la población.

En estas circunstancias, se le confieren poderes excepcionales al ejecutivo y se le permite legislar de manera directa, a través de las llamadas medidas de emergencia: Decretos De Necesidad y Urgencia, Delegación Legislativa y Veto Parcial. El Estado de derecho no desaparece, como lo indicaría una perspectiva decisionista schmittiana, pero lo atenúa; y la emergencia encuentra una legislación excepcional que la regula. Naturalmente, se trata de un derecho de crisis. El poder se concentra en el ejecutivo en desmedro de las atribuciones del legislativo. La legalidad atenuada es la forma jurídico política que puede adquirir un Estado democrático en períodos de crisis.

Cuando se refuerza al ejecutivo, el parlamento pierde poder y capacidad de control. Se alude a una matriz de pensamiento denominada decisionismo democrático1: esencialmente, un gobierno del Ejecutivo que le incorpora poderes incontrolados al presidencialismo. Sin embargo, la decisión es un proceso o una actividad compartida, de modo complicado y diverso, por dos sujetos institucionales: el Ejecutivo y el Parlamento. En definitiva, el decisionismo democrático no lo es tanto por afectar los derechos individuales (la libertad de expresión de asociación, etc.) como por restringir la deliberación pública, por dañar al parlamento como órgano de codecisión y contrapeso institucional, y por desvalorizar a la justicia. Sólo a través del Parlamento la decisión política adquiere carácter público: el derecho se atenúa cuando desaparecen la certidumbre y la previsibilidad de la deliberación pública.

El decisionismo democrático es un modo no republicano de ejercicio del poder. La voluntad del líder decisionista se antepone a las instituciones y a sus reglas, y a los contextos deliberativos. La lógica decisionista, la voluntad del Presidente, se impone sobre la lógica deliberativa. Sin debate no hay intercambio de opiniones. Un ejecutivo vertical y concentrado se vuelve autosuficiente y se encierra en sí mismo, en su propio laberinto. De ahí, sin dudas, la necesidad de revitalizar al Parlamento como espacio de deliberación pública.

La matriz decisionista abre las puertas a una verdadera práctica de gobierno que le rinde culto al altar de los plenos poderes. En los hechos, es un medio de gobernar sin el respaldo primordial del Parlamento, que ya ha resignado atribuciones en determinadas materias mediante la delegación legislativa. La práctica del decisionismo democrático exige una combinación del gobierno de los hombres, del gobierno atenuado del Estado de derecho y de la ausencia de poder de contralor. Este poder no solo hace referencia al control de las instituciones, sino también a la acción fiscalizadora de la ciudadanía

Por otra parte, la emergencia, en su interpretación más amplia, se asocia a la idea del Estado moderno definido como Estado fiscal (Schumpeter, 1984: 233)2, en 1918. Esta concepción que nos instala en la sociología de las finanzas entiende que el presupuesto es el esqueleto del Estado despojado de sus ideologías tramposas. Son las necesidades fiscales las que dan origen al Estado moderno (Schumpeter, 1984). Así, las necesidades públicas que todo Estado debe cubrir y resguardar en su comunidad social abre paso a un sistema de imposición para satisfacerlas. Dado que Estado e Impuesto están estrechamente ligados, es legítimo preguntarse si se puede comprender la naturaleza del Estado partiendo de esa relación. Así como las exigencias financieras han hecho nacer al Estado y lo han modelado, el Estado, con posterioridad, es el que modela la vida financiera e interviene en la economía.

La democracia argentina convive con décadas de alta inflación, con una economía bimonetaria, con elevados niveles de presión fiscal, con constantes devaluaciones, y con largos períodos de estancamiento económico. Luego de treinta y seis años de democracia, la continuidad de la emergencia permanente refleja un cambio en la base del poder del sistema político que acrecienta la incertidumbre institucional. Este es uno de los graves problemas de la democracia argentina, ¿será un síntoma estructural de su decadencia? Desde esos trazos críticos surge la pregunta que hilvana las páginas que siguen ¿es posible gobernar sin el decisionismo democrático, sin la invocación permanente a la emergencia? Seguidamente nos abocaremos a pensar el presente y sus retos.

 

 

 

La reforma

del Estado

y de la economía

como resultado

de la legislación

de emergencia

Carlos Menem triunfó en las elecciones de 1989, frente al radical Eduardo Angeloz, con un discurso de corte populista, que inmediatamente dejó a un lado para aplicar desde el primer día de la función pública un programa de signo opuesto. La Argentina conoció así una situación inédita. Fue el liberalismo económico el que proporcionó a un gobierno justicialista el contenido de las políticas públicas orientadas a la resolución de la crisis, en una manifiesta comprensión de la necesidad de adaptación a los cambios de época, propio del histórico pragmatismo peronista.

El gobierno de Raúl Alfonsín, primer presidente de la democracia recuperada en 1984, puso en evidencia la debilidad de la autoridad presidencial para controlar las principales variables macroeconómicas, en un momento en que la economía estuvo al borde del colapso fiscal. La crisis económica encontró su más alta expresión en el estallido hiperinflacionario de 1989, que desestabilizó la sociedad entre los meses de febrero y julio, al final del mandato radical; el fenómeno volvió a repetirse en el mes de diciembre durante el gobierno del presidente Menem.

El establishment argentino halló en el gobierno de Menem una opción pragmática frente a la gravedad de la crisis. En tres horizontes simultáneos se proyectaron los objetivos del programa neoliberal que procuró instalar una economía de mercado:

 

 

El diagnóstico neoliberal dominante en el mundo desde comienzo de los años 80 del siglo XX, representado por el gobierno de Margaret Thacher en Inglaterra y la administración del presidente Reagan en Estados Unidos, adquirió diferentes manifestaciones nacionales. Sin embargo, con mayor o menor énfasis en las argumentaciones, con diferencias prácticas y conceptuales, existió un común denominador en la caracterización de la resolución de una crisis juzgada como universal: la apertura económica, las privatizaciones, las desregulaciones y la búsqueda del equilibrio fiscal.

El objetivo primordial en el corto plazo de la estrategia neoliberal ha sido la superación de la crisis fiscal. Así, la reforma del Estado apuntó a recortar actividades y servicios demandantes de recursos. En el caso argentino encontramos un buen ejemplo de una visión fiscalista de la crisis económica y, por tanto, de la reforma del Estado, que se puede remontar sin duda a la interpretación temprana de Schumpeter. Nadie podría ignorar, por cierto, la vigencia de la crisis fiscal. Schumpeter comprendió que el excesivo gasto público amenazaba con la estabilidad del Estado fiscal, razón por la que podía ser desbordado. Las “sobrecargas” en el sistema político provocaron un colapso que fue convertido en el mundo contemporáneo en un Estado de gastos. El Estado de bienestar clásico no sólo estaba en crisis, cuestionado por su inviabilidad fiscal como Estado de gastos, sino que fue perdiendo legitimidad en su propia base social. Se sabe que el gasto público fue motor del crecimiento en un período del siglo XX: entre 1945 y 1975. En los hoy llamados treinta gloriosos años, el Estado de bienestar (que más allá de todas sus críticas como realización humana todavía no ha sido superado) fue orientado mediante sus políticas sociales a compensar diferencias y a ampliar los márgenes de inclusión social, sin que ello fuera en detrimento del principio de libertad.

Con la llegada de Domingo Cavallo al Ministerio de Economía, luego de algunos desaciertos del presidente Menem, comenzó una nueva etapa en la economía argentina, con la sanción de la Ley de Convertibilidad Nº 23.928, en marzo de 1991. Con el régimen de Convertibilidad se estipuló un sistema monetario con una tasa de cambio fijo que establecía la paridad, uno a uno, del peso con el dólar. Se exigió igualmente que el Banco Central mantuviera reservas en divisas que totalizaran el 100% de la base monetaria interna. Al reestablecer la confianza en la moneda, la convertibilidad redujo la inflación y restauró la estabilidad macroeconómica. Una vez que la inflación fue controlada, desapareció la causa principal del desconcierto, el miedo y el desánimo de la ciudadanía, y la estabilidad de la moneda se convirtió progresivamente en el nuevo valor por respetar y defender. El éxito del plan de convertibilidad fue haber terminado (durante un cierto tiempo) con la Argentina inflacionaria. Pareciera que ese fue el sentido de la reforma estructural. Sin embargo, en 1999 los hechos demostraron que la convertibilidad ya había perdido su razón de ser.

De acuerdo con cierta literatura, las decisiones de Menem no fueron parte de un plan de estabilización más, sino una verdadera reforma estructural, como también las medidas neoliberales ya anunciadas. La meta del plan económico de Cavallo iba más allá de la reducción inflacionaria para establecer un nuevo y perdurable régimen monetario y cambiario (Gerchunoff y Torre, 1996). Los éxitos de ese plan quedaron demostrados con el paso del tiempo, y los problemas de fondo quedaron sin resolver.

En el amanecer de la década del 90, en América Latina se instaló la necesidad de reforma del Estado con una visión ortodoxa: las reformas estructurales de Menem en Argentina se instalaron bajo el signo de la emergencia y de poderes excepcionales. Como gobierno de crisis, el presidente Menem no solo exigió y usó medidas de emergencia, sino que su lógica decisionista democrática lo alentó en la concentración consciente del poder, imponiéndose sobre la lógica deliberativa. El decisionismo democrático no solo es un modo de tomar decisiones, es además un modo no republicano de ejercicio y funcionamiento del poder.

El Congreso de la Nación le transfirió atribuciones y competencias propias al Poder Ejecutivo para encarar las innovaciones en la economía y en la reforma del Estado. Así surgieron la Ley de Reforma del Estado Nº 23.696 (agosto de 1989) y la Ley de Emergencia Económica Nº 23.697 (septiembre de 1989). Como se adelantó, estos poderes excepcionales, que se unieron al dictado de los Decretos De Necesidad y Urgencia (DNU) y al veto parcial, ampliaron la esfera acción del Presidente y le otorgaron facultades legislativas directas para ejecutar las reformas propuestas. Los poderes excepcionales del Presidente fueron recién incorporados al texto constitucional con la reforma de 1994, con posterioridad a las dos leyes aludidas. En definitiva, la fuerte autoridad del presidente Menem nació de la emergencia hiperinflacionaria de 1989/1990.

A pesar de las oposiciones (en particular de los empleados públicos) primó un clima favorable entre los ciudadanos en el momento de la implementación de la primera etapa de la reforma del Estado. El sostén principal del proceso modernizador provino de la fortaleza de un gobierno que encontró su fuente de autoridad en la memoria de la emergencia hiperinflacionaria y en una sentida demanda de reorganización de la economía. La cultura estatista y populista de décadas empezó a resquebrajarse, abriéndose paso otra de raigambre librecambista y defensora de la iniciativa privada, más acorde con el clima de época, sin renegar totalmente del Estado.

Una vez finalizadas las principales reformas del mercado y del Estado, que clausuraron el ciclo de la economía mixta, se inauguró oficialmente a mediados de 1996 la segunda etapa de la reforma del sector público. La intención del gobierno era avanzar con la desregulación del mercado laboral y del sistema de salud. Nuevamente el Congreso Nacional mediante la Ley Nº 24.629 autorizó al Ejecutivo a poner en marcha los temas de fondo pendientes. El proyecto de flexibilización laboral provocó un quiebre en la histórica relación entre las estructuras gremiales y el Partido Justicialista.

El logro de la década de gestión de Menem fue, sin duda, la estabilidad macroeconómica, que abrió paso al control de la inflación y la estabilidad monetaria, aunque de corta duración por la anexión del peso al dólar, que restringía las políticas monetarias y financieras del gobierno nacional. Pese a la aprobación que tuvo la reforma económica en nuestro país, especialmente entre 1991 y 1994, con la apertura de la economía, las privati­zaciones y las desregulaciones, las políticas públicas aplicadas no se encaminaron en la dirección de un programa de transformación productiva. La convertibilidad, aunque exitosa, no pudo garantizar por sí misma el crecimiento.

 

 

 

Competencia

política, desorden económico

y financiero

En las elecciones nacionales de 1999 triunfó la Alianza por el Trabajo, la Educación y la Justicia (Alianza), una coalición entre la Unión Cívica Radical y el Frente País Solidario (FREPASO). Ese triunfo fue percibido por la mayoría de la ciudadanía como el punto de partida de una renovación de la política, acompañada por el notorio entusiasmo colectivo. Por primera vez el peronismo era derrotado en las urnas estando en el gobierno, por una coalición que lideraban Fernando De la Rúa y Carlos Chacho Álvarez.

En esa oportunidad, el candidato presidencial del justicialismo, Eduardo Duhalde, fue derrotado en las urnas, pero la sociedad no le entregó todo el poder a la Alianza. Más allá del fracaso electoral, el peronismo logró retener su caudal tradicional de votos. Conservó, por ejemplo, los dos tercios de las principales gobernaciones, a lo que hay que sumar el control del Senado y una Corte Suprema integrada por una mayoría automática (proveniente del menemismo). Era más que evidente el alto poder que retenía el principal partido de la oposición.

Aquí surge un tema fundamental de la democracia: la alternancia política. Sabemos que la democracia no es posible sin el rol de la oposición y sin la presencia activa de la ciudadanía. Hasta 1989, el sistema político argentino no conoció la alternancia política. En este contexto, Juan Russo (2003) presenta la hipótesis de la alternancia imperfecta, en cuanto que la rotación de los partidos en el gobierno ha funcionado sin problemas. La salida anticipada de los presidentes Alfonsín y De la Rúa es un indicador de que la alternancia no se produce de forma completa sino parcial, es decir, peronistas y no peronistas alternan en el gobierno, pero sólo los peronistas finalizan sus mandatos. La hipótesis se funda en el sustancial desequilibrio de fuerzas entre los partidos, situación que favorece al Partido Justicialista y no así a las otras fuerzas políticas.

En rigor, se podría añadir sobre la base de los hechos históricos, y es lo que se analizará más adelante, que dos presidentes peronistas, Rodríguez Saá y Duhalde, no terminaron sus mandatos, aunque en circunstancias muy diferentes de sus antecesores Alfonsín y De la Rúa. Ambos presidentes justicialistas fueron designados por la Asamblea Legislativa, no fueron elegidos por sufragio universal, sino en virtud de un procedimiento constitucional por un período determinado -finalizar el mandato de De la Rúa-, que no concluyeron por haber presentado sus renuncias. Para seguir con la hipótesis mencionada, el problema no está en la ciudadanía sino en los partidos políticos que no han sido capaces de concluir con sus mandatos, aunque sí los fueron para ofrecer alternativas convincentes. Los dos episodios (Rodríguez Saá y Duhalde) sumados al de Fernando De la Rúa, advierten la presencia de un patrón de inestabilidad presidencial (Ollier, 2004) que el presidente Duhalde logró neutralizar, sin erradicarlo. Tiempo después, en otra circuns­tancia histórica y con otros actores políticos, se dio la posibilidad de que el gobierno no peronista de Mauricio Macri concluyera por primera vez con su mandato constitucional en diciembre de 2019.

Los desafíos de la Alianza no fueron pocos ni fáciles de resolver. De una coalición electoral exitosa, no pudo convertirse en una coalición gobernante estable y competente. Las promesas no fueron cumplidas: se prometió resolver un conjunto de problemas que tenían que ver con la regresividad del ingreso y la búsqueda de igualdad social, con los deseos de seguridad, con la eliminación de la corrupción y con la mejora en la calidad de las instituciones públicas, especialmente las que imparten justicia. Se pretendía reemplazar a la vieja política por la nueva política, en otras palabras, moralizar la política, regenerar las instituciones públicas y ampliar la participación civil.

Dijimos que la estabilidad de la moneda se había incorporado como un valor en la sociedad con el Plan de Convertibilidad de Cavallo. Por esa razón, el primer ministro de economía de la Alianza, José Luis Machinea, no tuvo muchas opciones más que reafirmar las reglas macroeconómicas básicas, esto es, la continuidad de la convertibilidad y la búsqueda del equilibrio fiscal. Cuando la sociedad percibió que no se modificarían las reglas de la macroeconomía, en ese instante la Alianza se convirtió en verdadera opción de poder. La estabilidad de la moneda era un valor fundamental, que los argentinos no querían arriesgar con propuestas o soluciones que evocaran incertidumbre. La sociedad no sabía que la convertibilidad ya se había agotado en tanto instrumento de política económica, por ser un régimen cambiario. Los dirigentes políticos, por temor a malograr su poder y para evitar protestas, no se atrevieron a modificar ese régimen cambiario.

Dos hechos significativos revelaron tanto la crisis política como el fracaso de la propuesta económica de la Alianza:

 

 

Carlos Chacho Álvarez renunció en octubre de 2000, diez meses después de haber asumido al cargo, debido a las denuncias de sobornos contra senadores del peronismo y del radicalismo que habrían incurrido en ese delito para aprobar la Ley de Reforma La­boral, enviada al Parlamento por el ministro de Trabajo, Alberto Flamarique (proveniente del FREPASO), uno de los principales sospechosos de haber participado en la organización de los sobornos. Los escándalos en el Senado fueron reveladores de la necesidad de cambios fundamentales. La inacción del presidente De la Rúa fue muy clara. Pero hubo también un juego de complicidades en sectores de los dos partidos mayoritarios, peronismo y radicalismo.

En materia económica, la Alianza no lograba superar los problemas provocados por el proceso recesivo que había comenzado en 1998, mientras se decidía mantener a rajatablas la convertibilidad. El presidente De la Rúa a poco de asumir también apeló a la Ley de Emergencia Económica Financiera Nº 25.344, de noviembre de 2000, en cuyo artículo 1 se declaraba en emergencia la situación económico-financiera del Estado nacional por un año, luego fue prorrogada por otro año mediante el Decreto Nº 1602/2001. La Alianza careció de una estrategia de desarrollo coherente para mejorar la economía a largo plazo, que fuera más allá de los imperativos de estabilidad y ajuste a corto plazo. A su vez, la convertibilidad ya se había transformado en un freno para el desarrollo: la recesión transformada en depresión dificultaba la recuperación de la economía.

La llegada de Cavallo al gobierno suscitó esperanzas de una rápida reactivación, porque aún estaba muy fresca en la memoria de los argentinos la fuerte recuperación de 1991. La sociedad creyó que el prestigio internacional de Cavallo y su pericia podían volcar la voluntad de los mercados y encaminar en poco tiempo la economía. Su programa económico, que incluyó en distintos momentos el Plan de Competitividad, la Converti­bilidad Ampliada, el Megacanje, el Déficit Cero, resultó insuficiente para frenar la debacle y evitar las corridas sobre los depósitos bancarios. El destino del gobierno de la Alianza comenzaba a definirse.

A comienzos de diciembre de 2001, el gobierno nacional, mediante DNU, estableció importantes modificaciones a los movimientos de fondos y a las operaciones financieras. Había nacido la era del corralito, que fijó restricciones por 90 días para retirar dinero efectivo de las cuentas bancarias. Además, el plan definió un severo control para el envío de divisas al exterior. A esta altura de las circunstancias, los grandes depósitos ya se habían retirado del país, por diversas vías: sólo quedaban cautivos los pequeños y medianos ahorristas. El 19 de diciembre, Cavallo presentó su renuncia: aunque fue un alivio para casi todos, resultó demasiado tarde.

Quizás es el momento para volver la vista sobre la idea del decisionismo democrático. El estilo político del presidente De la Rúa no fue similar al de su antecesor: menos audaz y transgresor y más respetuoso de la ley, al mismo tiempo que moderado y vacilante. La consecuencia más notoria fue la crisis de autoridad pública en un país hiperpresidencialista.

Sin embargo, la lógica de la emergencia permanente funcionó de la misma manera que durante el gobierno de Menem, con el ánimo de resolver los problemas presentados por la economía. Cavallo exigió y obtuvo poderes excepcionales para el Presidente. El contexto de emergencia es siempre amplio y ambiguo. De la Rúa firmó, en los primeros cinco meses de gobierno, 19 DNU, uno más que los dictados en el mismo lapso por Carlos Menem.

En 2001, el presidente De la Rúa presentó su renuncia en la mayor soledad política, acosado por la gravedad de la crisis y arrinconado por los estallidos sociales, con un amplio saldo de muertos (calculado en 28 personas) y los cacerolazos de la clase media. Inútil fue el intento final de convocar al peronismo a una propuesta de cogobierno.

 

 

 

Crisis

de representación, hiperinflación

y disgregación

de los partidos

En 2001, el fin de la Alianza y el derrumbe de la convertibilidad componen el fundamento de un período signado por la inestabilidad institucional (al menos en un primer momento) y la devaluación de la moneda nacional. Tras la renuncia de De la Rúa el peronismo vuelve al poder en la Argentina, pero esta vez sin un liderazgo definido, fragmentado como partido, con gran poder de los gobernadores y con diferentes posiciones frente a la transición política, o mejor, frente a un gobierno de crisis. Quedaba claro que el partido peronista, con sus diferencias, era el sucesor natural del poder (recordemos que el vicepresidente Álvarez había renunciado) y el único protagonista en la organización de la crisis. Pero ésta fue más allá de las presidencias ocasionales. Se antepusieron los problemas propios a la resolución de un momento crítico del Estado argentino.

El senador Ramón Puerta fue el primer presidente provisional designado por la Asamblea Legislativa, entre el 21 y 23 de diciembre de 2001. La sucesión presidencial está regu­lada por la Constitución y la Ley de Acefalía. Puerta ejerció transitoriamente el poder ejecutivo hasta una nueva convocatoria a la Asamblea Legislativa. Así, el senador Adolfo Rodríguez Saá fue designado presidente provisional por el término de 90 días con la obligación de convocar a elecciones generales para el 3 de marzo de 2002, con segunda vuelta prevista para el 17 del mismo mes, con la finalidad de elegir al presidente que completaría el mandado de Fernando De la Rúa.

Al tomar posesión del cargo, Rodríguez Saá anunció la cesación de pagos de la deuda externa, la continuidad de la convertibilidad y las restricciones que pesaban sobre el retiro de sueldos, la creación de una tercera moneda para reemplazar los bonos en circulación y la generación de un millón de empleos, con un discurso demagógico y un gesto triunfalista, ante una Asamblea Legislativa que se mostró exultante y se puso de pie cuando escuchó la suspensión del pago de la deuda. Algunos sectores quedaron atrapados por el encanto de las soluciones mágicas. El presidente del default ambicionaba quedarse por más tiempo del que había sido designado, pero sólo pudo permanecer una semana en el gobierno. Rodríguez Saá renunció el 30 de diciembre, cuando la mayoría de los gobernadores peronistas le restó su apoyo al proyecto de quedarse en el gobierno hasta el 30 de diciembre de 2003 (fecha de finalización del mandato de De la Rúa). Finalmente, el senador Eduardo Camaño se convirtió en el tercer presidente provisional, desde la renuncia de De la Rúa. Ocupó el cargo durante dos días, desde el 30 de diciembre hasta el 1 de enero. En el término de 12 días, entre el 20 de diciembre y el 1 de enero, se sucedieron cuatro presidentes peronistas. Ello revelaba las dificultades para constituir un gobierno de crisis y asegurar estabilidad después del colapso institucional. Asomaron sin reservas el nivel de las luchas internas y la fragmentación del peronismo.

El 2 de enero de 2002, la Asamblea Legislativa eligió a Eduardo Duhalde por el término de dos años hasta completar el mandato de la Alianza. Aunque tampoco pudo terminar su mandato (se retiró seis meses antes) gozó de un poder legal y legítimo: dejó un país más o menos estabilizado, convocó a elecciones y entregó el gobierno al presidente electo. Únicamente un colapso institucional, con sus circunstancias especiales, puede explicar que recién con la designación del quinto presidente se haya podido finalizar el mandato de la Alianza, que concluía en diciembre de 2003. Tengamos presente que entre el 20 de diciembre de 2001 y el 27 de abril de 2003 (elección de Néstor Kirchner) pasaron por la Casa Rosada cinco presidentes. Sin tiempo para analizarlas aquí, a partir de las elecciones de 2003 hay una reconfiguración del sistema político.

En la primera semana de enero de 2002, el Congreso aprobó la Ley de Emergencia Pública y de Reforma del Régimen Cambiario Nº 25.561, prorrogada año tras año hasta diciembre de 2017. Una ley de carácter transitorio -pensada para una situación de crisis- se extiende en el tiempo (quince años) y termina regulando un vasto universo de asuntos gubernamentales en épocas de normalidad. Recordemos el contenido del Artículo 1º:

 

Declárase con arreglo a lo dispuesto en el artículo 76º de la Constitución Nacional, la emergencia pública en materia social, económica, administrativa, financiera y cambiaria, delegando al Poder Ejecutivo nacional facultades comprendidas en la presente ley, hasta el 10 de diciembre de 2003, con arreglo a las bases que se especifican seguidamente.

 

La norma le concedía extensas facultades al presidente: entre otras cosas, de fijar el tipo de cambio, la restructuración de las deudas con los bancos y el control de precios de insumos, bienes y servicios básicos. Con esta iniciativa, Duhalde se convertía en el presidente de la devaluación, acompañado por su ministro de economía Remes Lenicov. La salida de la convertibilidad se hizo a través de una fenomenal devaluación.

El gobierno de Duhalde continuó profundizando las restricciones al régimen bancario y cambiario, sin el ineludible respeto al derecho de propiedad garantizado por la Constitución Nacional. Sin seguridad jurídica, la ciudadanía se encontró en un estado total de indefensión, lo que abrió el camino de la justicia. De tal manera, en virtud de la emergencia económica, la suerte del derecho de propiedad y la seguridad de los contratos quedó librada a la decisión de los gobernantes de turno, a pesar de que toda norma de excepción encuentra sus límites en la Constitución. Ninguna legislación de emergencia puede suprimir derechos constitucionales. El problema radicaba en el propio Estado que vulneraba la seguridad jurídica y el derecho de propiedad. Los argentinos sintieron en carne propia los efectos arrasadores de un estado de cosas que prácticamente no reconocía antecedentes.

En un tiempo de conmoción profunda como el que se vivió a partir de diciembre de 2001- con señales previas y claras en las elecciones generales de octubre de ese año-, el que reaccionó con vehemencia fue el cuerpo social completo y detrás de esa reacción colectiva se encontraba agazapada la violencia. En efecto, la ira enardeció tanto a los ciudadanos que los dirigentes políticos no podían circular libremente por las calles ni asistir a lugares públicos sin temor a ser agredidos o repudiados, mientras el Congreso de la Nación permaneció vallado durante un buen tiempo. La reacción ciudadana golpeando cacerolas, la convocatoria de las asambleas vecinales y la protesta de los piqueteros en las calles fue una visible demostración del hundimiento del sistema de representación. La consigna que se vayan todos, coreada masivamente en las calles fue el símbolo de la indignación y la negativa a entablar una conversación, que se consideraba ya agotada, con los dirigentes tradicionales.

Con todo, la renovación política tan aclamada por la sociedad y prometida por el gobierno no se realizó, y al final del proceso se quedaron todos. El largo calendario electoral del año 2003 no hizo más que revalidar los títulos de aquella dirigencia política que participaba del poder entre fines de 2001 y principios de 2002.

Tengamos presente que el presidente Duhalde decidió acortar la duración del mandato otorgado por la Asamblea Legislativa para completar el período presidencial dejado vacante por De la Rúa, presionado por la represión a una marcha piquetera que causó dos víctimas en el mes de junio de 2002. La decisión, que pretendía alejar un factor de incertidumbre al adelantar el calendario electoral en el tenso clima social y político en que se vivía, trajo aparejados problemas de índole constitucional, por la rigidez de los mandatos en los sistemas presidencialistas. Las elecciones nacionales fueron convocadas para el 27 de abril de 2003 con entrega del poder el 25 de mayo.

 

 

 

El poder fiscal

del presidente

Néstor Kirchner fue un gran arquitecto del poder durante los años de su presidencia (2003-2007). Desde la campaña presidencial de 2003, Kirchner proclamó el reemplazo de la cultura menemista neoliberal de los noventa por otra de carácter progresista, cuyos enunciados fueron los derechos humanos, la renovación de la Corte Suprema, el rol activo del Estado en el mercado interno, y la redistribución del ingreso, en el contexto de una pretendida renovación política. El poder decisionista que reviste el presidente pone de relieve la nueva etapa que se abre en la democracia argentina. El Ejecutivo funciona como una autoridad legislativa delegada, con especial énfasis entre 2003 y 2009.

La estructura jurídica del poder decisionista se asienta en un paquete de normas fundamentales, que diseña en los hechos un mapa distorsionado de los poderes públicos, alterando el equilibrio en la división de poderes. El eje de esta argumentación será la conexión entre el decisionismo y el poder fiscal. El centro del poder decisionista no se explica sin la “apropiación” del poder fiscal del gobierno federal, sin el manejo discrecional de los recursos fiscales por parte del presidente.

La actuación de un presidente decisionista en materia impositiva no puede ser arbitraria: hay un contrato constitucional que regula las competencias y atribuciones de los poderes públicos. Entre otros, hay dos principios fundamentales consagrados en la Constitución y las leyes, íntimamente conectados, que pueden entrar en tensión con la voluntad decisionista del ejecutivo, y como consecuencia de ello potenciar el conflicto entre norma y decisión. Por una parte, el principio de la delegación legislativa en el Ejecutivo y, por la otra, el principio de legalidad tributaria.

Mediante la delegación legislativa, el Congreso transfiere funciones legislativas al Eje­cutivo, esto es, superpoderes, en determinadas circunstancias, que pueden o no designar situaciones de emergencia. Las razones de la delegación y su alcance fueron expresamente establecidas por la reforma constitucional de 1994. El Artículo 76º de la Constitución prohíbe la delegación de facultades legislativas en el poder legislativo (como regla general), salvo en materias determinadas de administración o emergencia pública. La norma autoriza esas excepciones bajo ciertas condiciones:

 

 

Obviamente, vencido el plazo el Congreso recupera los poderes delegados. Ahora bien, la fórmula materias determinadas de administración es tan amplia y vaga que todas las materias de la administración pueden tener cabida en ella. La misma situación se presenta para el concepto emergencia pública que en su imprecisión puede dar lugar a los más variados abusos. Recordemos que la Ley de Emergencia Pública sancionada por Duhalde en 2002 finalizó en diciembre de 2017, con una vigencia de quince años.

El segundo principio se refiere a las atribuciones presupuestarias del Congreso. El Artículo 17º de la Constitución determina que sólo ese órgano puede imponer las contribuciones que se expresan en el Artículo 4º, para proveer los gastos de la Nación. En cuanto a la asignación de competencias, le corresponde al Congreso legislar en materia aduanera, y establecer los derechos de importación y exportación (Artículo 75º, inciso 1). No existe impuesto sin ley (no taxation without representation) es la regla básica del derecho público, es el principio de reserva de la ley. En materia tributaria, entonces, no se puede admitir la delegación de facultades legislativas. Tampoco está autorizado el presidente a dictar DNU que regulen materia tributaria, lo prohíbe expresamente el Artículo 99º, inciso 2.

Otras de las facultades delegadas que favorecen la arquitectura del poder fiscal del presidente, en su fase de consolidación, son las que a continuación mencionamos a título ilustrativo.

Primero, la delegación legislativa del Código Aduanero, dictado por la dictadura militar de 1976, y aún vigente, que delega en el poder ejecutivo la facultad de establecer o modificar los derechos de exportación e importación (alícuotas), ejecutar la política monetaria, cambiaria o de comercio exterior, entre otras atribuciones, con el objetivo de atender a las necesidades de las finanzas públicas. En base a esa delegación, el ministro de Economía de Cristina Fernández de Kirchner, Martín Lousteau, estableció a través de la Resolución 125 las denominadas retenciones móviles” (que originaron el conflicto con el agro durante ese gobierno nacional). En un universo tan ilegal, algunos fallos judiciales declararon la inconstitucionalidad de esa Resolución. El curso que tomó el conflicto con el campo obligó a la presidenta Kirchner a transformar dicha resolución en un proyecto de ley que fue discutido en el Congreso, que no fue aprobada merced al voto no positivo de Julio Cobos, vicepresidente de la Nación. Más allá del fracaso del gobierno, la sanción de una ley era el único procedimiento correcto para fijar los derechos aduaneros.

Segundo, la creación de cargos específicos (Ley Nº 26.095 de 2006), que confiere al Poder Ejecutivo la facultad de crearlos (y ajustarlos) para el desarrollo de obras de infraestructura energética que contribuyan a la expansión del sistema de generación transporte o distribución de los servicios de gas y electricidad, como aportes a los fondos constituidos o a constituirse para el desenvolvimiento de dichas obras. Con este criterio, se crearon verdaderos tributos disimulados bajo la forma de cargos específicos. Se trata de una asignación específica de tributos coparticipables, que es una competencia exclusiva del Congreso, como lo determina el Artículo 75º, inciso 3, de la Constitución.

Tercero, los denominados superpoderes. En ese marco discrecional de la política, se sanciona en 2006 la Ley Nº 26.124, que sustituye al Artículo 37º de la Ley de Administración Financiera. Por el nuevo texto se faculta al Jefe de Gabinete a disponer las reestructuraciones presupuestarias que considere necesarias dentro del total aprobado por cada ley de presupuesto, quedando comprendidas las modificaciones que involucren a gastos corrientes, gastos de capital, aplicaciones financieras y distribución de finalidades. En suma, a través de los denominados superpoderes, el jefe de Gabinete puede ampliar el presupuesto (sin incluir los recursos provenientes del Tesoro Nacional: IVA, Ganancias, y Retenciones a las exportaciones), modificando su monto total, y reasignar partidas presupuestarias dentro del monto total aprobado.

En síntesis, el decisionismo fiscal es un legado que Néstor Kirchner deja a los futuros presidentes, y en los hechos significa fortalecer aún más a la autoridad presidencial. La primera beneficiaria de ese legado fue su propia esposa, Cristina Fernández de Kirchner, durante su desempeño presidencial (2007-2015).

 

 

 

Conclusión:

desinstitucionalizar

el decisionismo

democrático

La estructura del poder decisionista se institucionaliza en la Argentina en un paquete de normas fundamentales -siempre a disposición de la voluntad presidencial -, que diseña en los hechos un mapa distorsionado de los poderes públicos. Ello pone en riesgo el equilibrio entre los principios e instituciones que garantizan la separación de poderes. Así, la matriz del decisionismo democrático no se explica sin la conexión estructural de los tres poderes del Estado, cuyas atribuciones y competencias han sido fijadas por la Constitución.

El terreno de la política es el terreno de la decisión. Pero la ciudadanía, una vez que votó, no puede ser un espectador imparcial de los asuntos públicos que homologa silenciosamente lo que el líder decisionista entiende como correcto. Los poderosos deben encontrar frenos internos, los contrapoderes institucionales (parlamento, justicia, órganos de control) y frenos externos, contrapoderes sociales (los movimientos libres de la sociedad). El decisionismo democrático involucra a los tres poderes públicos y a la ciudadanía. La democracia es como se hace.

Tanto en los dos gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner como en el de Mauricio Macri se utilizaron los poderes excepcionales. Ambos se valieron de la estructura de poder decisionista, con sus matices, y realidades diferentes. Macri no controló ninguna de las dos cámaras del Congreso, quizá eso explica que haya dictado más DNU que el primer gobierno de Cristina Kirchner. Por ejemplo, ambos efectuaron por DNU modificaciones presupuestarias (reforma del Artículo 37º de la Ley de Administración Pública). Sin embargo, y fue un hecho positivo, el presidente Macri no solicito la prórroga de la Ley de Emergencia Pública de 2002, que venció en diciembre de 2017.

Con el actual gobierno de Alberto Fernández regresa la emergencia, en principio con más fuerza y amplitud que la sancionada por Duhalde. El Congreso sancionó una ley de emergencia en un trámite relámpago con la denominación Ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva en el Marco de la Emergencia Pública, aprobada en diciembre de 2019, Nº 27.541. Esta medida de excepción establece en su Artículo 1º:

 

Declárase la emergencia pública en materia económica, financiera, fiscal, administrativa, previsional, tarifaria, energética, sanitaria y social, y deléganse en el Poder Ejecutivo nacional las facultades comprendidas en la presente ley en los términos del artículo 76 de la Constitución Nacional con arreglo a las bases de delegación establecidas en el artículo 2, hasta 31 de diciembre de 2020.

 

La delegación de facultades del Congreso en el Ejecutivo comprende nueve materias. Se le concede facultades excepcionales al Presidente para asegurar -entre otros fines- la sostenibilidad de la deuda pública y crear las condiciones para la sostenibilidad fiscal3. Asoma, aquí, el costado excepcional de la democracia y se opaca su costado deliberativo. Las facultades legislativas directas del presidente se amplían. Lo novedoso en esta nueva etapa política es que la emergencia no es únicamente un reclamo del orden nacional, sino que también se ha extendido al orden provincial y municipal.

En una renovada interpretación, el Estado fiscal se ha transformado en el mundo en un Estado deudor (Streeck, 2016) en la medida en que el Estado cubre una parte creciente de sus gastos a través de préstamos antes que de la recaudación de impuestos. En el caso argentino, el Estado debe financiar sus gastos a través de un abultado endeudamiento interno y externo y de una elevadísima carga tributaria.

Tras décadas de legislación de emergencia, la democracia argentina ha ido perdiendo espesor constitucional, consistencia republicana y calidad deliberativa. La emergencia no es la salida que autoriza y justifica todo, mucho menos en épocas de normalidad. Al contrario, la situación de emergencia permanente devalúa el Estado de derecho, puesto que el decisionismo democrático no respeta el reparto constitucional del poder, lo que daña al parlamento como órgano de codecisión y contrapeso institucional, y desvaloriza la justicia. Los problemas de gobernabilidad que se invocan no pueden justificar sin más la estructuración de una sociedad en permanente emergencia, como sucede con la Argentina.

Los peligros del estado de emergencia permanente están sobre la mesa, y resulta imperioso que nuestra sociedad aprenda a sobrevivir sin poderes excepcionales. El riesgo es si no se ha constituido ya una cultura política decisionista (como en su momento existió una cultura política pretoriana), en función de la cual se aceptan las medidas de emergencia como solución de los problemas colectivos. Como se dijo, el decisionismo democrático involucra también a la ciudadanía. En verdad, se necesita otro molde político-institucional y cultural, que extienda las bases de la decisión política representativa. Esas bases deben estar abiertas a los procesos de deliberación pública con participación ciudadana y a todas las instituciones que puedan, legítimamente, reclamar para sí el ejercicio del poder.

Hoy, el reclamo de emergencia se ha extendido a todos los niveles del Estado (nacional, provincial, municipal), lo que constituye una diversificación en el ámbito de los Ejecutivos. Al mismo tiempo, tanto en el discurso como en hechos, se realza más que antes la figura del Ejecutivo como el órgano capaz de encontrar las soluciones a los problemas de fondo, mientras que el poder legislativo ubica herramientas y recursos en sus manos para efectuar la faena. El decisionismo democrático deviene, así, en una democracia persona­lista, que sitúa a la persona del presidente en el centro de la decisión política. El vacío político que dejan las mediaciones partidarias, así como el Parlamento, acentúa la personalización del poder, lo que subraya la mayor confianza en las personas que en las instituciones. La democracia personalista es la extrema institucionalización de la personalización del poder.

Vivimos en la era del gobierno del Ejecutivo. En estas circunstancias, la política se ha concentrado en la esfera del poder estatal, en una sola mano, que la convierte en arbitraria y abusiva, y da cuenta del hecho vital del liderazgo personalista. Pareciera, entonces, que asoma un nuevo régimen político, un nuevo sistema de mando, que no desliga a la democracia de las urnas, del régimen electoral, pero que encierra modalidades muy diferentes a la histórica democracia representativa.

La realidad del siglo XXI ha resignificado las condiciones de la legitimidad y la representación tradicional. El principio de representación electoral ha perdido su monopolio frente a la informalización (asociaciones civiles diversas, movimientos sociales) y a la virtualización (internet, redes sociales) de la política, situación que amplía el espacio público de la representación. En las mutaciones del presente, la noción de representación está asociada a la toma de decisiones, de ahí la conexión entre representación y decisionismo democrático. Los liderazgos decisionistas menoscaban el proceso democrático de representación, porque sus poderes excepcionales disminuyen la correspondencia entre las preferencias y los intereses de los representados y las decisiones de los representantes en el parlamento. En definitiva, el decisionismo democrático perjudica tanto a la división de poderes como al sistema de representación.

Al repensar en la crisis de los fundamentos de la democracia representativa, pero también acerca de su desempeño, advertimos en los 37 años de la democracia argentina la incapacidad de las élites para resolver los problemas macroeconómicos estructurales, la inflación de décadas, la pobreza extrema, las desigualdades múltiples y persistentes, el dólar gobernado la sociedad, el estancamiento económico. Al menos desde 1989 hasta el presente, el decisionismo democrático, que ha transformado a la emergencia permanente en una especie de régimen de gobierno, ha fracasado en sus estrategias gubernamentales y ha acentuado la decadencia de la sociedad argentina.

¿Cuál es la meta inmediata desde el punto vista institucional? Desmantelar el decisionismo democrático4. Ello implica que el Congreso recupere (si alguna vez lo tuvo plenamente) su rol de órgano de codecisión. Ya lo sabemos, los parlamentos debilitados son la contracara del decisionismo democrático. En este sentido, los representantes deben rehabilitar sus vínculos con el electorado. La tarea no es sencilla, especialmente, a causa de la desconfianza que los ciudadanos manifiestan hacia la política y sus instituciones. Lo cierto es que a la personalización del poder hay que oponerle la calidad deliberativa de la política, y para ello se torna imperioso articular los mecanismos clásicos con nuevas formas de participación, como el sorteo y la rotación, por ejemplo. Este es un modo de abrir las puertas a los movimientos libres en las diferentes dimensiones de una esfera pública independiente.

En todo caso, podría concluir que el desafío es gigantesco y requiere del cuidado colectivo de nuestra democracia. La democracia es un régimen de autolimitación, como ha sido llamada por Alain Rouquié. Es la expresión de la necesidad de una limitación mutua y de una acción cooperativa.

 

 

Referencias

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1. La noción decisionismo democrático es de mi autoría y ha sido tratada en profundidad en Quiroga (2005).

2. Esta denominación atribuida a Joseph Schumpeter tiene un antecedente en Rudolf Goldscheid, quien en 1917 previó el Estado fiscal y creó el concepto de sociología fiscal. Schumpeter le atribuye el mérito de haber sido el primero en proponer una nueva concepción de la historia de las finanzas al afirmar que el presupuesto es el esqueleto del Estado una vez que ha sido despojado de sus ideologías tramposas.

3. La deuda equivale a 315.000 mi­llo­nes de dólares, lo que representa el 75% del PBI.

4. Cuatro leyes de emergencia desde 1989. La ley de 2002 tuvo una vigencia de quince años. El Poder Ejecutivo ha legislado de manera ordinaria por medios de los DNU. Según el relevamiento del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación se dictaron 804 DNU hasta febrero de 2020 (Fuente: www.saij.gob.ar/busacador/dnu). En este artículo, no se incluye al gobierno de Alfonsín en la matriz del decisionismo democrático porque sólo dictó 8 DNU y no sancionó ninguna ley de emergencia económica.