Antes y después del Cordobazo:

en torno a la radicalización policéntrica de las prácticas políticas

César Tcach

cesartcach@gmail.com

Universidad Nacional de Córdoba

Argentina

 

Recibido: 09/11/2019

Aprobado: 03/12/2019

Resumen

El presente artículo se orienta a demostrar que la insurrección obrera y popular ocurrida en Córdoba en mayo de 1969 -conocida como el Cordobazo- marcó un punto de inflexión en la radicalización de las prácticas de los actores políticos y sociales en Argentina. Se sostiene, asimismo, que esa radicalización tuvo un carácter policéntrico: se manifestó en las más diversas organizaciones, en sus liderazgos y en las propias instituciones estatales. Involucró a sectores populares de los cuales emergieron potentes organizaciones armadas, pero también a las clases dominantes. El pluralismo negativo y la inestabilidad política crónica predominante en Argentina desde 1955 distaba de constituir el terreno propicio para el triunfo de formas de hacer política superadoras del dilema del prisionero.

 

Palabras clave

Radicalización Policéntrica, Violencia Política, Inestabilidad, Espiral Autoritaria, Cordobazo.

 

 

 

Abstract

This article is aimed at demonstrating that the workers and popular insurrection that occurred in Córdoba in May 1969 - known as the Cordobazo - marked a turning point in the radicalization of the practices of political and social actors in Argentina. It is also argued that this radicalization had a polycentric character: it manifested itself in the most diverse organizations, in their leadership and the state institutions themselves. It involved popular sectors from which powerful armed organizations emerged, but also the ruling classes. The negative pluralism and the chronic political instability prevalent in Argentina since 1955 were far from constituting the propitious ground for the triumph of ways of doing politics that overcame the prisoner’s dilemma.

 

Keywords:

Polycentric Radicalization, Political Violence, Instability, Authoritarian Spiral, Cordobazo.

Introducción

En este texto entendemos por radicalización policéntrica de las prácticas políticas al predominio de las tendencias centrífugas sobre las centrípetas en múltiples organizaciones de la sociedad civil y en las propias instituciones del Estado. En otras palabras, remite a la tendencia de los actores a orientar sus conductas en términos de confrontación global con el objeto de producir un cambio cualitativo, sea en términos de revolución o contrarrevolución. No alude necesariamente a una situación de pluralismo polarizado en los términos descriptos por la literatura politológica, donde un centro posicional debe lidiar con dos tendencias extremas (Sartori, 2012), tampoco sólo a una crisis de dominación celular extendida en los diversos poros de la sociedad, reflejada en comportamientos cuestionadores del orden (O’Donnell, 1982). Implica algo más: la convicción y la decisión arraigada en múltiples actores sociales y estatales de apelar a la violencia organizada para dirimir los conflictos políticos. Por lo tanto, atañe tanto a las clases dominantes como a los sectores populares.

El argumento central del presente artículo se orienta a demostrar que la insurrección obrera y popular ocurrida en Córdoba en mayo de 1969 -conocida como el Cordobazo- marcó un punto de inflexión en la radicalización de las prácticas de los actores políticos y sociales en Argentina. Es decir, no sólo potenció un vigoroso ciclo de protestas -en el sentido de Sidney Tarow (1997)- sino que el mismo estuvo marcado por el clivaje entre revolución y contrarrevolución (Sidicaro, 1996). Y. por consiguiente, legitimó desde diversos ángulos la mímesis entre guerra y política. Ciertamente, ese punto de inflexión se inscribió en un proceso histórico que tuvo jalones previos de orden nacional e internacional: entre ellos, el derrocamiento violento de Perón en 1955, el fracaso de la experiencia desarrollista, la revolución cubana, la expansión de las doctrinas de contrainsurgencia (francesa y norteamericana) en el contexto de la Guerra Fría.

Se sostiene, asimismo, que esa radicalización tuvo un carácter policéntrico, es decir, lejos de ser el patrimonio de una ideología o de un puñado de agrupaciones en el marco de una sociedad inocente y de instituciones estatales respetuosas de la ley, se manifestó en las más diversas organizaciones, en sus liderazgos y en las propias instituciones estatales. Involucró a sectores populares de los cuales emergieron potentes organizaciones armadas, pero también a las clases dominantes, que movidas por el afán de aniquilamiento (al decir de un decreto del presidente interino Ítalo Luder en 1975) ampararon prácticas de exterminio. Desde la Ley de Organización de la Nación para Tiempos de Guerra impulsada por Perón en 1948, hasta el Plan CONINTES aprobado por Frondizi diez años después, desde las fundación de las grandes organizaciones guerrilleras en 1970 hasta el golpe de 1976; este fenómeno fue posible porque descansaba en raíces de larga duración: la cultura política pretoriana que impregnó a la sociedad argentina al menos desde 1930, e incidió decisivamente -de acuerdo con Hugo Quiroga (1994)- en la lógica de los diversos actores. Pero también el pluralismo negativo y la lógica del dilema del prisionero que impregnó la política argentina desde los sesenta. Su corolario fue el terrorismo de Estado.

 

 

 

Antes del Cordobazo

La violencia como factor de evolución social fue el título de la conferencia que una semana después del golpe militar del 6 de septiembre de 1930 que derrocó al presidente Hipólito Yrigoyen brindó el influyente sacerdote Gustavo Franceschi en el aristocrático Jockey Club de la ciudad de Buenos Aires (Zanatta, 1996: 40). En rigor, las campanadas de las iglesias y sus fachadas iluminadas para celebrar la caída del presidente radical, ponían blanco sobre negro la comunión entre Iglesia y Ejército, las dos instituciones que se preciaban de ser anteriores a la nación misma. El consenso extendido entre sectores civiles, militares y eclesiásticos para suministrar legitimidad al primer golpe de Estado de la historia argentina del siglo XX, abrió un amplio torrente para afianzar en las décadas siguientes una cultura pretoriana, a saber, que identificaba a los militares como un actor político legítimo para intervenir e incluso gobernar en situaciones de crisis. No en vano, el golpe militar que lo sucedió trece años más tarde, en junio de 1943, buscó sus fuentes de legitimación en el que había derrocado a Hipólito Yrigoyen. Así, por Decreto Nº 1188 del 3 de septiembre de 1943, el gobernador de Córdoba dispuso la celebración de un funeral de honor en la catedral de esa ciudad, dado que, se argumentaba, el día 6 de septiembre próximo se cumple un nuevo aniversario del movimiento revolucionario de 1930 y que los propósitos que inspiraron ese pronunciamiento coincide con los anhelos de restauración institucional que motivaron la revolución del 4 de junio (Tcach, 2017: 32).

Cinco años más tarde, en agosto de 1948, el presidente Perón hizo aprobar la Ley de Organización de la Nación para Tiempos de Guerra que autorizaba la participación de los militares en la represión interna. Esta ley fue aplicada por primera vez a los obreros ferroviarios en la huelga de 1951. Con este antecedente, en 1958 el presidente Frondizi implementó el Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado) que habilitó la intervención militar y consiguiente encarcelamiento -a disposición del PEN- de millares de militantes peronistas y de izquierda. El mencionado plan puso al descubierto, tempranamente, la fragilidad de la fórmula frondicista, interesada en conciliar desarrollo capitalista y expansión industrial con el funcionamiento pleno de las instituciones democráticas (Cavarozzi, 1996: 87). Ilustraba esta militarización de la política, la facultad de cada uno de los secretarios de tres armas (Ejército, Fuerza Aérea y Armada) de participar, en su condición de secretarios de Estado, en las reuniones del gabinete nacional. En 1960, los Partidos Comunista y Socialista -ambos pacíficos y de sesgo más moderado que radical- seguían dominando el escenario de la izquierda, pero en el discurso de los jefes militares, la Argentina ya era un país en guerra y quienes pretendían negar este hecho eran ignorantes o cómplices (Tcach, 2006: 136). A la proscripción de Perón en 1955, se le sumó la del Partido Comunista entre 1959 y 1964.

Coetáneamente a esta radicalización presente en el discurso militar y su creciente intervencionismo en el escenario político, la clase obrera comenzaba a dar sus primeros pasos hacia una salida de tipo disruptivo. En 1964, con motivo del Plan de Lucha organizado por la CGT y las 62 Organizaciones -durante la presidencia constitucional de Arturo Illia- no sólo se tomaron cientos de fábricas sino que, por primera vez, se retuvo a ejecutivos y capataces en su interior. La radicalización en los métodos de lucha se correspondía, en rigor, con el programa obrero de La Falda, aprobado dos años antes por la central sindical, el cual lejos de ser una plataforma de reivindicaciones inmediatas, delineaba las llaves maestras que debería emplear un gobierno revolucionario. El apoyo obtenido de las agrupaciones estudiantiles universitarias (nacionalistas, cristianas y comunistas) marcó el inicio de la superación del divorcio entre clase obrera y sectores medios que había atravesado las décadas precedentes. A esta primera conciliación se añadió otra: el acercamiento entre cristianismo y marxismo. Pero ambas se construyeron sobre la fórmula de la radicalización política e ideológica. Esta fórmula de confluencia fue advertida por el sociólogo Alfredo Poviña. En junio de 1964, durante una sesión del Consejo Superior de la Universidad Nacional de Córdoba, sostuvo que en las propuestas presentadas a ese organismo colegiado se ha buscado coincidir el Evangelio con la venerable figura de Carlos Marx (Tcach y Rodríguez, 2006: 86-87).

Este embrionario proceso de radicalización policéntrica tuvo su corolario en el golpe militar del general Onganía en junio de 1966. Su pretensión de eliminar para siempre la democracia de partidos se asoció a la ilusión corporativa: el reemplazo del parlamento por consejos y juntas consultivas asesoras integradas por civiles que habrían de representar a las fuerzas vivas de la comunidad. Se ilegalizaron todos los partidos y se eliminaron las libertades de prensa y asociación. Los centros de estudiantes fueron prohibidos. La dictadura fue legitimada por la Iglesia Católica, cuyo involucramiento en la política nacional había ido in crescendo a partir de su protagonismo en la organización del golpe que derrocó a Perón.

 

 

 

El Cordobazo

Toulose, invierno europeo de 1970: un sociólogo cordobés discípulo de Alain Touraine, Francisco Delich, se esmeraba en terminar de escribir el texto que se convertiría en la obra clásica sobre lo ocurrido unos meses antes en su provincia, Crisis y protesta social, publicada en tres oportunidades durante la década de 1970 -en Córdoba, Buenos Aires y México- y después por la propia Universidad Nacional de Córdoba (Delich, 1994). En este estudio se demostraban las peculiaridades del desarrollo industrial cordobés marcado por la inpronta de la industria automotriz, dependiente del capital extranjero (IKA Renault y FIAT) y del centralismo porteño. Intentaba explicar la radicalización de la clase obrera cordobesa y advertía sobre las características del proceso en ciernes:

 

Se instaura una dialéctica de fuerza, contrafuerza popular, distensión y nueva fuerza por parte del poder; sólo que, la fuerza es cada vez más rigurosa, la respuesta movilizadora más amplia y más radical, la distensión más breve. Es como si la espiral de violencia se agudizara en cada círculo ascendente. Después de mayo del 69 nada fue, ni podía ser igual. (Delich, 1974: 100).

 

Se trataba de un proletariado joven, que no había vivido la experiencia del peronismo histórico (1946-55), con un alto nivel de instrucción (muchos cursaban estudios en colegios técnicos o en la propia Universidad Tecnológica Nacional), y concentrado geográficamente en los barrios del sur de la ciudad.1 De este modo, los obreros no solo eran compañeros de trabajo sino también vecinos, forjando así, intensos lazos de solidaridad horizontal que se tradujeron en una formidable capacidad de movilización, superior en clave comparativa, al resto del país (Brennan, 1996: 64). Santiago Pampillon, primera víctima de la dictadura militar, asesinado en Córdoba durante una manifestación en septiembre de 1966, era obrero de la IKA Renault y estudiante de ingeniería en la UNC: la impronta simbólica que adquirió su muerte (en su condición de obrero y estudiante) fue la metáfora más ilustrativa de las características del sujeto social que emergía de la otrora tradicional Córdoba de las campanas. A estos factores socio estructurales habría que añadir las particulares condiciones del sindicalismo cordobés, muchas veces desafiante de las conducciones gremiales radicadas en Buenos Aires. Así, el carácter descentralizado de los convenios colectivos en la industria automotriz argentina amplió las márgenes de autonomía del SMATA (Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor), mientras que el sindicato de la electricidad -Luz y Fuerza- al formar parte de una estructura de sesgo federativo poseía un control sobre su presupuesto que le daba cierta inmunidad en relación a las presiones procedentes de Buenos Aires (Brennan-Gordillo, 1994: 55-56). Este factor se articulaba con una matriz pluralista: desde 1957, la CGT cordobesa articulaba en su seno al peronismo con sectores radicales, comunistas e independientes.

En suma, se trataba de una clase obrera joven, culta, bien remunerada en términos comparativos, concentrada geográficamente y protagonista del sector más dinámico y moderno de la economía. En este sentido, el Cordobazo no fue un producto del subdesarrollo sino del desarrollo capitalista. No fue tampoco el resultado de la hegemonía peronista en la cultura obrera sino de prácticas articulatorias más amplias que incluían otras vertientes político sindicales.

Es verdad que la defensa del sábado inglés (derecho a cobrar por 8 horas la media jornada de los sábados) y la protesta contra las quitas zonales (derecho patronal a pagar salarios más bajos en el orden provincial que los fijados en los convenios nacionales) constituyeron las reivindicaciones inmediatas de los trabajadores. También lo es que esas demandas se encontraron con otras provenientes de las clases medias, como el descontento generado por una leonina ley de alquileres que afectaba a los pequeños comerciantes o el aumento del impuesto inmobiliario. El desasosiego estudiantil encontraba, asimismo, motivos puntuales en la liquidación de la autonomía universitaria y el oscurantismo cultural. Entonces, ¿cuál fue el elemento que permitió unificar y articular la protesta social? Para Ernesto Laclau la respuesta sería sencilla: desde 1955 la demanda del regreso de Perón a la Argentina se convirtió en el significante unificador de un campo popular en expansión (Laclau, 2005: 269). Sin embargo, prácticamente la única consigna que se escuchó en mayo de 1969 fue Abajo la dictadura, la dimensión anti-dictatorial fue el eje unificador de la protesta obrera y popular. En este punto cabe destacar la interrelación entre los planos provincial y nacional. Entre 1967-69, el interventor federal en Córdoba designado por el presidente Onganía, Carlos Caballero -ex presidente del Superior Tribunal de Justicia y titular de la materia Doctrina Social de la Iglesia en la Universidad Católica de Córdoba-, convirtió a la provincia en un laboratorio de ensayos destinados a liquidar para siempre a los partidos políticos y al Parlamento elegido por sufragio universal y secreto. En su reemplazo proponía una participación tutelada por el Estado cuyos promotores definían como comunitaria, basada en células naturales de la sociedad como la familia y el municipio, así como en asociaciones intermedias y en sectores religiosos. El nuevo diseño institucional articulaba tres instancias de participación civil controlada por el gobierno militar: consejos económicos sociales, consejos comunales y comisiones asesoras zonales. La oposición al ensayo corporativista encontró unidos a la CGT -que calificó en un comunicado al gobernador de ser un otrora camisa negra- y a los sectores medios expresados por la Unión Cívica Radical y otras fuerzas políticas (Tcach, 2012: 226-227). En rigor, la primera gran insurrección urbana de la segunda mitad del siglo XX en Argentina no tuvo como eje la proscripción del peronismo, puesto que los propios militares-en su espiral de radicalización- habían reemplazado el antiperonismo heredado de la Revolución Libertadora por el antipartidismo que ilegalizaba el conjunto de la actividad política: eran los tiempos de la política en suspenso (De Riz, 2000). Por ello, el Cordobazo distó de ser -pese a ser protagonizado por sindicatos peronistas en su inmensa mayoría- un lugar de la memoria exaltado o emblemático del movimiento justicialista. Sí, en cambio, por la naciente izquierda revolucionaria que encontrará su plenitud en los años siguientes.

 

 

 

Después

del Cordobazo

Lejos de ser una mera protesta en clave liberal democrática, cuyas consecuencias quedaron encerradas en la problemática constitucional y de la vigencia del Estado de Derecho, el Cordobazo abrió las compuertas de un torrente revolucionario marcado por el declive de las posturas moderadas o centristas en franjas relevante del movimiento obrero, el estudiantado y las más amplias clases medias. Al son de los vientos del Cordobazo, los actores políticos y sociales se redefinieron en un contexto de radicalización que favoreció tanto la irrupción del clasismo en los sindicatos (Ortiz: 2019) y el potenciamiento de la guerrilla urbana, como el accionar ilegal de las fuerzas de seguridad estatales y la derecha peronista más violenta.

Ciertamente, esta radicalización policéntrica enlazaba con tres procesos que se entrecruzaban para otorgar nuevos sentidos a la crisis de dominación celular. El primero remite al contexto internacional, el segundo a la crisis de la izquierda tradicional para constituirse en dirección política de la protesta antidictatorial, el tercero a las dificultades del peronismo para erigirse como alternativa a un gobierno que había contribuido a legitimar. Cabe examinar esta triada de factores.

En primer término, es necesario destacar que el contexto internacional suponía dos planos interrelacionados. Uno remite a los signos iniciales de agotamiento del período de prosperidad iniciado tras la segunda guerra mundial, que desembocaría en crisis fiscal del Estado de Bienestar y agudos conflictos entre el capital y el trabajo en el mundo desarrollado, perceptibles, por ejemplo, en el mayo francés y el otoño caliente italiano. El otro alude a valores y representaciones, que descansaban en la posibilidad de transformar la sociedad: la revolución cubana, la derrota de los franceses en Argelia y de los EEUU en Vietnam alimentaban un imaginario que encendía la voluntad de traspasar los límites de lo ordinario, de lo “normal”, de la habitualmente posible. Así, en 1968, los tres libros más vendidos en la Argentina eran Cien años de soledad (García Marquez), Mi amigo el Che (del periodista Ricardo Rojo) y La Mujer Rota, de Simone de Beauvoir (Ollier, 1998: 89). Tras la muerte de Ernesto Guevara, El Diario del Che en Bolivia adquirirá también importantísima difusión. Circulaban numerosos libros de los cuales se pretendían extraer conclusiones de experiencias transformadoras en otras latitudes: desde las Actas Tupamaras al Libro Rojo de Mao Tse Tung o Guerra del Pueblo, Ejército del Pueblo, de Vo Nguyen Giap.

En Córdoba, la circulación de ideas e imaginarios era facilitada por la escasa distancia social -advertida inicialmente por el sociólogo Francisco Delich- entre estudiantes y obreros de la industria automotriz:

 

Los estudiantes provienen en gran parte del interior de la provincia y aún de provincias limítrofes, y en general carecen de recursos por lo que desde el punto de vista del consumo están por debajo de un obrero de su edad. Muchos estudiantes deben emplearse en fábrica o vivir en barrios obreros [...] porque no consiguen otra forma mejor de ganarse la vida [...]los obreros de la industria automotor perciben sueldos elevados en relación incluso a los que puede ganar un pequeño comerciante. Además, la industria automotriz requiere en algunos procesos de producción (como matricería) obreros de alta calificación, por lo cual muchos estudian en la Universidad Tecnológica. (Balve, 1973: 54)

 

En segundo término cabe puntualizar que desde los primeros años sesenta, la crisis del Partido Comunista y el eclipse del Partido Socialista Argentino sentaron las bases de posibilidad para el suministro de cuadros a nuevas agrupaciones de izquierda: desde el maoísta PCR (Partido Comunista Revolucionario) hasta las inicialmente filo guevaristas FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) que orientaba Marcos Osatinsky, ex secretario general de PC en la provincia de Tucumán. También fue el caso de Vanguardia Comunista, cuyo fundador, Elías Semán, provenía del Partido Socialista Argentino de Vanguardia. En Córdoba, la ruptura del grupo Pasado y Presente en 1963 también se había vinculado a experiencias radicales, en particular, a la del malogrado Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP). Estas y otras historias previas al Cordobazo encontraron en el mayo cordobés la confirmación de sus certezas: la posibilidad de poner sobre las cuerdas a la dictadura y al capitalismo a través de la violencia popular. En este sentido, el Cordobazo tuvo dos efectos, uno de confirmación, otro de catalización de tendencias preexistentes. Los elementos de auto-organización para la lucha de calles que culminó con la ocupación de la ciudad por parte de los manifestantes (sobre todo de los gremios líderes, SMATA y LUZ Y FUERZA) -bombas molotov, clavos miguelito, ondas, bulones y revólveres en algunos casos- así como la combinación de formas de lucha defensivas (barricadas) con ofensivas (asaltos a comisarías, incendio de organismos oficiales, retención de policías y robo de sus armas en algunos casos), habilitaba una lectura que ponía de relieve los temblores de un cisma mucho más profundo que una protesta en clave liberal democrática. Córdoba confirmaba empíricamente con datos autóctonos, lo que parecía percibirse en el plano mundial. Latía, pues, la génesis de una vigorosa nueva izquierda, convencida que a la violencia reaccionaria de los explotadores había que responder con la violencia revolucionaria de los explotados.

En tercer término, la radicalización policéntrica descansaba en las dificultades y contradicciones internas del peronismo. Cabe recordar que Perón había legitimado inicialmente el derrocamiento de Illia, decisión que se tradujo en la destacada presencia de los dos principales referentes del sindicalismo peronista (Vandor y Alonso) en el acto de asunción del general Onganía como presidente de la nación. El dictador había ensayado inicialmente recrear el viejo pacto sindical militar que había intentado el general Lonardi en 1955 (Smulovitz, 1991). Esta inicial conjunción, frustrada a la postre, distó de pasar desapercibida a los sectores más contestatarios de la sociedad argentina.

Los años siguientes al Cordobazo fueron testigos de múltiples signos de radicalización política. En 1970 los sindicatos de la FIAT -correspondientes a las plantas de Concord y Materfer- quedaron en manos de obreros identificados con la izquierda revolucionaria, como Gregorio Flores y Carlos Massera. Ese mismo año se fundó el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y la naciente organización Montoneros secuestró al ex presidente Aramburu en la fecha aniversario del Cordobazo. En 1971 un nuevo levantamiento popular en Córdoba fue testigo de la presencia y acción de numerosos grupos revolucionarios, que apelaron al ejercicio de la violencia organizada. En 1972, un obrero del PCR (Partido Comunista Revolucionario) fue elegido secretario general del SMATA en Córdoba y en 1973, Armando Jaime pasó a ejercer la dirección de la CGT clasista en la provincia de Salta. Ese mismo año, fue testigo –al son de la primavera camporista- de las más imponentes movilizaciones orientadas por Montoneros, cuyos organismos de superficie –como la Juventud Trabajadora Peronista y el Movimiento Villero Peronista- hacían sentir su presencia en los sectores populares. En 1974, la formación de las Coordinadoras Obreras en el gran Buenos Aires -percibidas por algunas organizaciones como embriones de soviets- ponía de relieve la extensión y profundidad del torrente de radicalización política en el movimiento obrero. Coetáneamente, las agrupaciones estudiantiles reformistas en las universidades cedían su paso a organizaciones revolucionarias. Como contrapartida, el accionar de los grupos parapoliciales y, luego paramilitares, se cobraba numerosas víctimas. El silencio de Perón ante la masacre de Ezeiza -provocada por la derecha peronista- y la organización desde el Ministerio de Bienestar Social de la acción ilegal de las fuerzas de seguridad estatales, ponían de manifiesto, asimismo, el militarismo de los sectores dominantes. Esta espiral de violencia, corolario de una radicalización policentrica, tuvo como corolario el golpe de Estado en 1976.

 

 

 

Conclusiones

La división del campo político en dos polos, peronismo y antiperonismo, típico del período (1945/55), trocó a partir del fracaso de la experiencia desarrollista en una suerte de pluralismo negativo en el que todas las voces se alzaban al mismo tiempo pero no solo no se escuchaban sino que también tenían capacidad de veto. En el fondo latía una lógica del dilema del prisionero (Kvaternik, 1978). Así, esta cultura política marcada por la desconfianza recíproca entre los actores desembocó en un progresivo proceso de radicalización policéntrica que encontró en el Cordobazo su punto de inflexión.

1973 pudo ser el año de la des-radicalización. Las elecciones de marzo y de septiembre de ese año, pusieron nuevamente en primer plano a las fuerzas políticas tradicionales, que agruparon la voluntad de la mayoría de los electores: el PJ y la UCR. Inclusive, la irrupción de una coalición de izquierda pacífica -el Encuentro Nacional de los Argentinos (ENA) que agrupaba a comunistas, radicales intransigentes y demócratas cristianos- potenciaba esa posibilidad. No fue así. Ni Perón pudo contener al ala izquierda de su propio movimiento ni el reformismo de izquierda pudo desarmar los ímpetus militaristas de las organizaciones guerrilleras que creían haber derrotado a las dictaduras de Onganía, Levingston y Lanusse. El gobierno de Isabel Perón, asimismo, dio rienda suelta al terrorismo parapolicial.

La radicalización policéntrica comenzó durante una dictadura, continuó durante el período democrático y terminó con una dictadura que practicó institucionalmente el terrorismo de Estado. El Cordobazo había mostrado didácticamente la posibilidad de golpear y, a la postre, derrotar a un gobierno militar, razón por la cual tuvo efectos multiplicadores, dando lugar a nuevos levantamientos populares en diversas partes del país y al nacimiento de una miríada de nuevas agrupaciones sociales con un sesgo radicalizado. En consonancia, el contexto internacional parecía demostrar que el imperialismo era un tigre de papel, para usar una expresión de Mao Tse Tung. El propio Perón alentó durante esos años, la organización de las formaciones especiales, eufemismo con el que denominaba a las organizaciones armadas peronistas. Y luego con su silencio, la represión ilegal a esas mismas organizaciones, aspecto que se agudizó tras su muerte y la asunción presidencial de su esposa María Estela Martínez. Por otra parte, la caída del gobierno de Salvador Allende en Chile mostró las limitaciones de la vía pacífica al socialismo. En estas circunstancias, el militarismo se afianzó en parte importante de las organizaciones populares, de las instituciones estatales especializadas en la represión y de las clases dominantes. Sus organizaciones representativas, como la APEGE (Asociación Permanente de Entidades Gremiales Empresariales), desde la Sociedad Rural hasta la Asociación de Bancos, se expresaban en un lenguaje aún más duro que el de los propios militares: la solución consistía en el exterminio de la “subversión apátrida”.

A tenor de lo expuesto, se puede colegir la radicalización policéntrica traducida en la voluntad de los actores por ejercitar respectivos juegos de suma cero, no se evita con el mero ejercicio de las reglas electorales. Supone también como condición una cultura política que predisponga a sus protagonistas al ejercicio de soluciones de compromiso. Empero, el pluralismo negativo y la inestabilidad política crónica que arrastraba la sociedad argentina desde 1955 distaba de constituir el terreno abonado para el triunfo de formas de hacer política superadoras del dilema del prisionero.

 

Referencias

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1. Me refiero a los barrios en tono a IKA Renault como Santa Isabel, Villa Libertador y Barrio Comercial, y en las cercanías de la FIAT como Ferreyra, Empalme San Lorenzo, Dean Funes.