Democracy as the only game in town

en América Latina

¿Un paso para adelante… y dos para atrás?

 

Democracy as the only game in town in Latin América

One step forward... and two steps back?

 

Marcelo Cavarozzi

cavarozzi@gmail.com

Universidad Nacional de San Martín

 

Argentina

 

Resumen

Durante el último cuarto del siglo XX las transiciones a la democracia en América Latina clausuraron el ciclo de dictaduras militares. El PNUD, en su informe para 2021, señala que la tasa de crecimiento económico se redujo a la mitad de lo que era en las décadas previas a 1980. Asimismo, América Latina continúa siendo la región de mayor desigualdad de ingresos en el mundo y la pobreza ha vuelto a crecer recientemente. Este artículo analiza el fracaso de la política en democracia en evitar el curso económico de las recientes cuatro décadas; el foco se pone en las panaceas democrática e hiperpresidencialista, que predominaron entre 1980 y 2014-2015 y el vacío político producido posteriormente. La política democrática no ha contribuido a implementar respuestas eficaces a las transformaciones producidas en el contexto de la metamorfosis del capitalismo mundial a partir de la década de 1970 ni de los procesos resultantes, es decir la (1) la desintegración de la regulación estatal, (2) los novedosos desafíos que se le plantearon a las democracias, y (3) el debilitamiento de la cohesión social. Durante las transiciones se produjo el definitivo ocaso de las diferentes variantes de dictaduras del siglo XX. Sin embargo, y para dar vuelta al revés al conocido adagio, los problemas se agravaron a partir de que democracy became the only game in town. Esto ocurrió porque precisamente el desembocar en un único juego se desecharon las herramientas de los regímenes de compromiso que habían prevalecido durante el medio siglo de despliegue de la MEC -Matriz Estado-Céntrica- es decir, 1930-1980.

 

Palabras clave

América Latina, Democracia, Desigualdades, Economía.

 

 

 

Abstract

 

During the last quarter of the 20th Century, Latin America experienced transitions to democracy putting an end to a long cycle of military dictatorships. Likewise, as the UNDP 2021 Report underscores, the region’s 1980-2020 rate of economic growth is only half of what was before 1980. Latin America is still the world’s most unequal region in terms of per capita income. This article explores the failure of political democracy to escape the economic doldrums of the recent four decades. It analyzes the democratic and hyperpresidentialist panaceas that prevail since 1980 and their decline. Democracy failed to implement effective responses to the transformations Latin American societies were experiencing beginning in the 1970’s in the context of the metamorphosis of capitalism, i.e. (1) the gradual breakdown of state regulation, (2) the novel challenges encountered by democracies, and (3) the weakening of social cohesion. Democratic transitions brought about the end of military dictatorships indeed. However, and turning over the known adage -i.e. that democracy became the only game in town- it is apparent that problems grew worse with the transitions. This was the result precisely because in becoming the only game, democratic political processes discarded the informal, although less than virtuous, tools of the regímenes de compromiso that had prevailed during the state-centric period of the mid-20th Century.

 

Keywords

Latin America, Democracy, Inequalities, Economy

 

 

 

1

 

Los años de la crisis de la deuda en la América Latina de la década de los ochenta del siglo pasado coincidieron con las transiciones a la democracia que se produjeron en ocho países de América del Sur. Desde entonces, según documenta el Informe de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) para 2021, la tasa de crecimiento económico de la región se ha reducido a la mitad de lo que era en las décadas previas a 1980, mientras que ni América Latina ni el Caribe han logrado revertir la situación que los ubica como las regiones más desiguales y de mayor tasa de violencia política del mundo más allá de los países inmersos en guerras civiles o internacionales (PNUD, 2021). Completando y agravando este triste panorama, los efectos económicos y sanitarios de la pandemia por coronavirus han sido especialmente intensos en la región. Los indicadores económicos de la crisis -me refiero tanto a la caída del PIB como al tiempo estimado para la recuperación de los niveles precios de crecimiento- se encuentran entre los más negativos en el mundo, al igual que lo que ocurre en materia de tasas de letalidad y contagio de la enfermedad. Este último fenómeno claramente ha contribuido a que muchos analistas hayan concluido que, durante la primera mitad de 2021, América Latina se ha transformado en el epicentro mundial de la pandemia.

Este punto de llegada tan sombrío reconoce una multiplicidad de causas. Sin embargo, uno de los factores decisivos es el fracaso de la política para canalizar transformaciones sociales y económicas de gran magnitud. Al igual que otros países de la región, la gran mayoría de los ocho casos analizados en estas notas, es decir Brasil, México, Colombia, Uruguay, Perú, Argentina, Chile y Bolivia -Uruguay es la excepción- atraviesa una doble crisis: las de sus regímenes políticos y de los lazos en los cuales se sustenta la cohesión social1. En búsqueda de algunas pistas para explicarme la situación en la siguiente sección examino los rasgos centrales de ambos procesos.

 

2

 

En mayor o menor medida, los regímenes democráticos que emergieron en las transiciones que se sucedieron entre 1978 y 1985 en Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina, Uruguay y Brasil -e incluso de un modo singular y tardío, dado que su predecesor no era un dictador militar, con el acceso de Vicente Fox a la presidencia en el México del 2000- (Cavarozzi, 2014) cayeron inicialmente en la trampa de lo que he definido como la panacea democrática . Los partidos que triunfaron en las primeras elecciones democráticas se propusieron dejar atrás las dictaduras militares y asumieron erradamente que, esencialmente, los problemas de estancamiento y endeudamiento heredados eran principalmente el resultado de políticas económicas equivocadas. De lo que se trataba desde esa perspectiva, entonces, era de revertir el signo de las mismas, retomando de algún modo los senderos definidos por los estilos de desarrollo previos a la instalación de las dictaduras. Los gobiernos de Alfonsín (Argentina), Sarney (Brasil), Sanguinetti (Uruguay), Siles Suazo (Bolivia) y Belaunde y Alan García (Perú) no percibieron que los cambios que se estaban dando en la economía mundial, como así también los inevitables efectos que produjeron en los países de América Latina, exigían respuestas novedosas para evitar enfrentarse con los problemas y cuellos de botella de nuevo cuño que se tornaron crecientemente evidentes a medida que transcurría la década de 1980. Por el contrario, los gobiernos democráticos de la primera ola supusieron que la recuperación del Estado de derecho y los ideales republicanos servirían no sólo para dejar atrás los legados autoritarios, sino también para afrontar eficazmente los dilemas económicos y sociales emergentes; la panacea democrática, entonces, estuvo asociada a la ilusión de que la mera vigencia de la soberanía popular expresada en el voto sería suficiente para enfrentar los viejos y los nuevos desafíos. La panacea tuvo un itinerario extremadamente breve ya que, como es sabido, fracasó rápida y rotundamente; el corolario fue que los ochentas tornaron a ser identificados por los economistas como la década perdida de América Latina.

El derrumbe de la panacea democrática profundizó las crisis económicas que enfrentaron la mayoría de los países del conjunto analizado -las excepciones, en ese aspecto fueron Colombia y Chile, que transitaron la crisis de la deuda, al igual que Costa Rica, de un modo más ordenado que el resto de la región-2. El fenómeno se tradujo, en términos electorales, en la derrota de los partidos protagonistas de las transiciones, desde el APRA hasta la Unión Cívica Radical. Asimismo, las alternancias que se produjeron en Perú (1990), Uruguay (1990), Brasil (1990), Argentina (1989) y Bolivia (1985) coincidieron temporalmente, y este patrón no fue enteramente accidental, con los virajes políticos de Venezuela (1990-92) y Chile (1988-1990). En ese sentido, la ruta elegida en varios casos, especialmente en Bolivia, Argentina y Perú, implicó la adopción de las recomendaciones de política económica del Consenso de Washington, es decir la desregulación, las privati­zaciones y la apertura económica. Esta orientación sería revertida radicalmente en muchos casos a partir de la siguiente coyuntura de crisis, es decir la de la media década perdida (1998-2003) a la que alude José Antonio Ocampo (2004:284). Sin embargo, y es esto lo que quiero subrayar, se mantuvo en el tránsito al nuevo siglo el formato de régimen político adoptado en la década previa, que he definido a la par de otros autores como hiperpresidencialismo (Cavarozzi, 2014). ¿Qué quiero decir? La inflexión en el signo de las políticas económicas producido en el cambio de siglo al dejarse atrás en varios países el recetario neoliberal del Consenso, para ingresar en lo que se dio en llamar el giro a la izquierda, no debe ocultar que prácticamente todo el cuarto de siglo transcurrido entre 1990 y 2015 ha sido dominado por el surgimiento, ascenso y ulterior derrumbe de la panacea hiperpresidencialista. Esta segunda panacea tuvo un itinerario más prolongado que la que la anterior; se extendió durante un cuarto de siglo. Ella enmarcó tanto a los principales protagonistas del ascenso de las políticas promercado, como Menem, Fujimori y Paz Estensoro/Sánchez de Losada, como a los personajes que encarnaron el viraje al estatismo y al neodesarrollismo de sesgo mercado-internista del estilo de Evo Morales, los Kirchner, y Rafael Correa, e incluso al socialismo del siglo XXI proclamado por Hugo Chávez. Reconociendo causas políticas diferentes y transitando un camino obviamente disímil, la llegada de Álvaro Uribe en Colombia también constituyó un caso de hiperpresidencialismo.

La crisis del cambio de siglo, si bien no estuvo asociada a estallidos inflacionarios como los de 1985-1990, produjo derrumbes económicos mucho más graves que aquella, especialmente en términos de caída del producto. Asimismo, las turbulencias políticas fueron más allá de repetir las alternancias de diez años atrás; en verdad, en varios casos como Venezuela (1999), Perú (2000), Argentina (2001), Bolivia (2003-2007) y Ecuador se sucedieron quiebres políticos de magnitud, mientras que bajo el manto de elecciones sin estallidos en México (primera derrota presidencial en la historia del PRI en 2000) y en Colombia (llegada del uribismo al poder en 2002) también hubo alteraciones radicales en el formato del régimen político al deshacerse el modelo de partido/estado, en un caso, y quebrarse definitivamente el patrón de predominio bipartidista, en el otro. Sin embargo, la crisis sirvió para justificar en Argentina, Bolivia, Venezuela y Ecuador, entre los casos citados más arriba, un cambio de orientación en materia económica, pero reforzando el poder de los presidentes. La panacea hiperpresidencialista no se disipó, sino que, por el contrario, se acentuó en algunos de los casos. Concretamente en Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador, la profundización del proceso de licuación, total o parcial, de los respectivos sistemas de partidos sirvió para alimentar la intensificación del síndrome hiperpresidencialista, a lo que se sumaron, en dosis de diferente magnitud, otros fenómenos que jugaron en la misma dirección, esto es el predominio de las concepciones de la política como guerra, la pérdida de peso del poder legislativo, el debilitamiento aún mayor de las normas del estado de derecho (the rule of law) y la asunción por parte de la mayoría de los presidentes de un estilo caudillista de rasgos cesaristas y mesiánicos. Como ya sugería más arriba, los procesos de Colombia y Perú tuvieron timings distintos y se internaron por otros senderos. En Perú, el síndrome estuvo asociado únicamente al decenio fujimorista (a partir de 2000 se han sucedido presidentes extremadamente débiles) mientras que en Colombia, por su parte, el hiperpresidencialismo se intensificó solamente durante los dos períodos presidenciales de Álvaro Uribe (2002-2010). Él, si bien fue frenado en el intento de impulsar su re-reelección en 2010, siguió manejando, incluso más extendidamente en cuanto a los períodos que los mexicanos, la antigua prerrogativa de los presidentes priístas: el dedazo para designar a sus sucesores3. Tanto Juan Manuel Santos (2010-2018) como Iván Duque (2018-2022) fueron ungidos por Uribe; el político antioqueño es la síntesis política más perfeccionada del patrón tan gráficamente descripto por Francisco Gutiérrez en su magistral análisis de la política colombiana, es decir la violencia extrema y masiva conducida dentro del marco de las instituciones (Gutiérrez, 2014).

La panacea hiperpresidencialista, como sugerí más arriba, mostraba los signos de su total agotamiento a mediados de la segunda década del siglo en curso. Lo que quizás pueda parecer paradójico es que, por el contrario, los procesos políticos que alimentaron ese fenómeno, o al menos estuvieron asociados a él (es decir, la licuación de los partidos políticos, el desprestigio, y en algunos casos como Venezuela y Argentina el mayor o menor eclipse del poder legislativo, la erosión del rule of law, y el avance de visiones y las prácticas de la dialéctica amigo/enemigo) continuaron acentuándose. Ahora bien, ¿es esto realmente paradójico, o estaría indicando, en realidad, que la parábola invertida de surgimiento, ascenso y declinación del hiperpresidencialismo entre 1999 y 2015 generó un velo que tornó difícil percibir que después del ocaso de esa panacea subsistían desarrollos más profundos a las cuales los líderes del estilo de Chávez, Evo Morales, Correa, Uribe y los Kirchner proveían un envoltorio que finalmente resultó transitorio? Una de las hipótesis de este artículo es que esos desarrollos, más bien, constituían más bien la manifestación de un fracaso multidimensional de la política democrática para construir respuestas eficaces a las transformaciones que estaban experimentando las sociedades latinoamericanas en el contexto de la metamorfosis del capitalismo mundial a partir de la década de 1970. Y que ese fracaso se ha hecho más evidente aún con la clausura de las experiencias hiperpresidencialistas. Esas transformaciones de magnitud producidas en América Latina en los años iniciales de vigencia democrática incluyeron un rasgo positivo, esto es el definitivo ocaso de las dictaduras que en sus diferentes va­rian­tes habían predominado durante el siglo XX4. Empero, a partir de la década de los ochenta la transición a una nueva etapa en el capitalismo global forzó adaptaciones en los mecanismos de integración al mismo de las economías latinoamericanas; estas adaptaciones funcionaron cada vez más perversamente5. El nuevo formato de dichos mecanismos tornó obsoletas a la mayoría de las herramientas intervencionistas y reguladoras que los estados de la región habían construido desde el período de entreguerras y que se habían perfeccionado, sobre todo en México y Brasil, en el marco del esquema de ordenamiento de las finanzas mundiales orquestado a partir de las reuniones de Bretton Woods en los años postreros de la segunda guerra mundial. Los desafíos y nuevas exigencias que plantearon los cambios en el capitalismo mundial (a partir de los shocks petroleros de la década del setenta y la libre flotación del dólar dispuesta por Ni­xon) no tuvieron respuestas en América Latina que les permitieran a los países la región mantener el ritmo de crecimiento que habían tenido entre 1945 y 1975.

En su texto ya citado, al examinar las tendencias de largo plazo, Ocampo (2014:778) apunta que la tasa de crecimiento promedio del 2,6 % anual promedio a partir de 1990 fue menor a la mitad de la tasa correspondiente al período de Industrialización Dirigida por el Estado (IDE)6. El economista colombiano continúa señalando que, contra el trasfondo de la década perdida de los ochenta, eso significa que la participación de América Latina en el PIB mundial permaneció estancada en los bajos niveles alcanzados en dicha década. Cabe asimismo recordar que los rebotes positivos que la región protagonizó en 1992-1998 y 2003-2012 (es decir, los períodos felices de uno y otro ciclo hiperpresidencialista) fueron más que revertidos en los años que siguieron a ambos períodos de expansión: las tres economías más grandes, esto es las de Brasil, México y Argentina, todavía siguen en ese marasmo, con lo que de hecho, la década de 2010 se transformó en una nueva década perdida para esos países. Esta tendencia ha sido confirmada por la CEPAL (2020) en su último informe anual donde se concluye, asimismo, que el período 2014-2020 ha sido el de menor crecimiento para la región en las últimas siete décadas.

El argumento explorado en estas notas, reitero, apunta a descifrar algunas pistas que expliquen el fracaso de las panaceas democrática e hiperpresidencialista y el vacío político producido posteriormente. Como ya adelanté, una de las consecuencias más ruinosas de dicho fracaso fue el sostenido proceso de destrucción estatal que comenzó a mediados de la década de 1970 del siglo pasado; la mecánica de este proceso transitó senderos variados al ser moldeada con los rasgos propios de la arquitectura política de cada país. Asimismo, fue extremadamente compleja al acumular, por una parte, los resultados de los mal concebidos y mal implementados procesos de desestatización, y por la otra, los efectos de los fracasos de los virajes intervencionistas (en algunos casos, como en la Argentina, inspirados por un estatismo anacrónico y de esencia rentística). La declinación estatal fue acumulativa, no necesariamente porque la historia latinoamericana esté condenada a una repetición eterna, sino porque los efectos de cada crisis (las de 1980-82, 1988-91, 1998-2002 y la que se abrió en 2012-14 actualmente profundizada por los efectos de la pandemia de coronavirus) fueron devastadores y los ciclos de recuperación del producto que vinieron a continuación no consiguieron, en definitiva, revertir los impactos negativos de la crisis que los precedió (Ocampo, 2014:771)7. Más abajo señalo algunos temas fundamentales a mi juicio para comenzar a entender las novedades de las crisis de las últimas cuatro décadas en América Latina; desigualdad, nueva pobreza y criminalidad. Referirse a nueva pobreza y criminalidad, por cierto, implica que la crisis abarca también fenómenos sociales y culturales. Hace ya más de treinta años, Díaz-Alejandro nos advertía acerca de que América Latina se enfrentaba a una crisis de desarrollo. Esa crisis, que abarca el proceso de destrucción estatal, y va más allá las variables económicas que constituían el foco del cubano, constituía un proceso con múltiples causas que no ha sido superada, desafortunadamente. A esta altura reparemos en una de las dimensiones del proceso, sugerentemente analizada por Sorj y Martuccelli en un texto extrañamente poco frecuentado en las aulas latinoamericanas: la crisis del lazo social característico de las décadas intermedias del Siglo XX. Estos autores destacan con agudeza que el lazo social predominante en la etapa de la Matriz Estado-Céntrica y los regímenes de compromiso que analizo más abajo no era un lazo necesariamente virtuoso, pero si efectivo:

 

el núcleo central del drama de las sociedades latino-americanas contemporáneas; en la medida que lo social, cada vez más penetrado por el mercado, no se sustenta más en los lazos sociales de dependencia, favoritismo, paternalismo y jerarquía [...] (que están) también atravesados por la política evidentemente –tutelajes, clientelismos y padrinazgos diversos [...] que generó un discurso que insistía en la fuerza de una cultura de trasgresión, presente en todas las relaciones y que impedía encontrar en ellas el asidero de la cohesión social [...]puesto que ponía una y otra vez de relieve el no respeto de los acuerdos y los compromisos, y ello tanto en la esfera pública como en el ámbito privado… esta tendencia (que se manifiesta en la crisis del estilo de cohesión social conceptualizado por estos autores; mi agregado, MC), se expresa en forma múltiple: en parte ella no es canalizada hacia expresiones colectivas, ni en demandas directas al sistema político, dirigiéndose hacia el mundo privado, el consumo, la violencia, la emigración o estrategias individuales de construcción de sentido y de sobrevivencia (Sorj y Martuccelli, 2008:XVII-XXII)

 

La potente síntesis de Sorj y Martuccelli se vincula implícitamente a una debacle político-cultural que abarcó el eclipse definitivo de mitos y legados del siglo XX, en particular los del hombre nuevo, tanto los del fascismo como luego los construidos por el stalinismo, el maoísmo y el guevarismo, como más tardíamente los asociados a la metáfora del fin de la historia acuñada por Francis Fukuyama que, como se recordará, aludía a la confluencia feliz, pero no exenta de ciertas connotaciones escatológicas, de mercado y democracia.

La referencia a Fukuyama plantea un interrogante de signo opuesto que también se formula el eminente sociólogo latinoamericano Manuel Antonio Garretón: ¿no estaremos, por el contrario, asistiendo a la muerte de la democracia representativa, tal como la conocimos desde fines del siglo XIX en América Latina y el Atlántico Norte y que el derrumbe del modelo soviético, por mucho el tiempo del faro de los enemigos del capitalismo, no habrá terminado por arrastrar a su victorioso oponente, el capitalismo democrático y keynesiano que concluyó por cuajar a fines de la segunda guerra mundial? En todo caso, la pregunta acerca del destino de la democracia se puede acotar y focalizar tanto espacial como conceptualmente. Y esa elección torna conveniente, para el análisis de América Latina, plantear el concepto de régimen de compromiso que funcionó dentro de la versión regional de los estados de bienestar con participación de masas.

Las anotaciones sobre la crisis del modelo de desarrollo de la Matriz Estado-Céntrica me encaminan a reflexionar sobre sus variables políticas y, en particular, sobre las características de su régimen político y el vacío que se habría abierto con su desarticulación. Para orientarme en esa dirección, resulta necesario hacer una breve digresión conceptual de carácter histórico que permite subrayar las paradójicas carencias o desventajas que podrían afectar a los regímenes democráticos instalados a partir de la década de los ochenta.

En América Latina, los regímenes políticos del período abierto a partir del fin de período oligárquico y de ingreso a la política de masas combinaron, o más bien yuxtapusieron, carriles que se sumaron al articulado en torno a la ciudadanía política clásica, es decir el de un hombre, un voto; en esa época, claro está, las mujeres no tuvieron acceso al sufragio inicialmente. Estos carriles adicionales, y los códigos ideológicos que los alimentaron, fueron en parte complementarios y en parte contradictorios; una de las consecuencias de esta convivencia fue que los regímenes emergentes estuvieron afectados por un elevado grado de provisoriedad. Esta mirada se inspira en el análisis que propuso Edson Nunes sobre la arquitectura de la política brasilera de mediados del siglo XX en el que apunta a caracterizar un tipo de estado, al que definía como Estado de compromiso; este detour me permite aproximarme al perfil de un concepto vecino al del politólogo brasilero: el de régimen de compromiso (Nunes, 1997). Él sugiere que en el Estado de compromiso coexistían varios mecanismos de diseño e implementación de policies que a menudo se complementaban, pero también se contraponían y saboteaban; según Nunes, en el estado de compromiso se combinaban el clientelismo, el corporativismo, el insulamiento burocrático y el universalismo de procedimientos. En parecido registro se puede caracterizar a los regímenes surgidos durante esa etapa del ingreso de las masas a la política. En esa dirección postulo que los regímenes de compromiso estaban organizados en torno a diferentes códigos, o principios, de reglas formales e informales a través de las cuales, por un lado, se accedía a las cúpulas de las principales arenas de ejercicio del poder público, estatales y paraestatales, y se seleccionaba a sus ocupantes y, por el otro, esos códigos obtenían legitimidad social. En América Latina a partir del período de entreguerras, y con diferentes combinaciones en cada país con la excepción de Uruguay hasta la coyuntura de 1970-1973, coexistieron cuatro principios; sin embargo en lo que constituye una circunstancia decisiva, ninguno de ellos detentaba una supremacía clara y estable sobre los otros. En otras palabras, el régimen político carecía de una última instancia8. Enumero a continuación estos principios.

La ciudadanía regulada: a ella Wanderley Guilherme dos Santos (1979) se refiere como la modalidad de ciudadanía, en la cual las raíces no se encuentran en un código de valores políticos, sino en un sistema de estratificación ocupacional, que además es definido como norma legal”. En otras palabras, como agrega una de sus comentaristas la extensión de la ciudadanía se produce a través de la reglamentación de nuevas profesiones y/o ocupaciones y mediante la ampliación del alcance (scope) de los derechos asociados a esas profesiones (Micheli Kerbauy, 1980); se es ciudadano, por ende, en tanto trabajador, ejidatario, empresario o profesional, y no como votante.

La ciudadanía plebiscitaria: el cesarismo presidencial está en la raíz de la relación líder/masas, fenómeno que imaginariamente sustituye todas las instancias de intermediación entre el pueblo y su conductor. Es una relación en cierto sentido con inevitable final, ya que sólo se clausura con la muerte del líder -que Perón y Vargas murieran ejerciendo la presidencia tuvo bastante de simbólico- y eso es lo que la tornó, paradójicamente, aún más provisoria e inestable sobre todo en el caso de la Argentina; según este principio, se es ciudadano en tanto miembro del pueblo. Aquellos que no son considerados como parte del pueblo, en consecuencia, eran parte del campo enemigo.

La ciudadanía militar-nacionalista: en el ámbito de este principio, los militares profesionales jugaban un papel central en tanto se postulaban, y en parte se convirtieron, en expresión y agentes de los valores nacionales. El sociólogo José Nun, en un artículo publicado hace ya medio siglo, aludió a este fenómeno ciertamente complejo, en el que se combinaron el propósito militar de barrer con la “politiquería”, fuera esta oligárquica, partidaria o populista, y la pretensión de las fuerzas armadas profesionales, que en su mayoría no provenían de las filas de las oligarquías dominantes, de representar ejemplarmente los valores supremos de la nación por encima de intereses sectoriales. Aunque a veces los militares de clase media, como los bautizó Nun, criticaban la influencia antinacional de los imperialismos británicos y estadounidense, en su visión el principal enemigo a liquidar por cualquier medio era el comunismo y sus agentes internos (Nun, 1966). Los mitos inspiradores de los militares variaron según el caso: en México fue la revolución triunfante; en Argentina, la nación católica en armas; en Brasil, se postulaban como la reencarnación de los ideales positivistas de orden y progreso y en Chile, eran los portadores de la Misión Honorable de regeneración moral apuntando a la remoción de la gangrena política. La ciudadanía, de acuerdo a este principio, estaba asociada a la pertenencia a la nación, que le era negada en principio a los extranjeros quienes en su mayoría eran percibidos como amenaza, y a los definidos como enemigos internos.

La ciudadanía meritocrática: el reclamo de representatividad en este caso se basaba en el manejo de un conocimiento profesional, técnico o académico de tipo específico asociado a un proceso de aprendizaje sancionado a través de exámenes, concursos, u otras formas de reconocimiento institucional (Pizzorno, 2013); los “cabros” de Ramírez y sus herederos en la CORFO, fundada en 1939 en Chile, los núcleos técnicos inspirados por Federico Pinedo y Raúl Prebisch en la Argentina de la década de 1930, y el DASP (Departamento Administrativo do Serviço Público) creado por Getulio Vargas en 1937 y el germen de una tecnocracia establecida durante el callismo en el Banco de México y en Nacional Financiera fueron los ejemplos más paradigmáticos de este fenómeno. Su argumento central era que los individuos dotados de competencias técnicas, científicas y profesionales de excelencia estaban mejor dotados para el gobierno de la cosa pública que aquellos otros que aspiraban a hacerlo por el hecho de haber sido elegidos por las mayorías o porque pretendían que ese derecho les correspondía por pertenecer a familias aristocráticas, y a sus camadas de letrados y letristas en la prensa. La conclusión, a menudo implícita claro está, de este principio era que aquellos que no poseían estas virtudes técnicas, eran ciudadanos de segunda, votaran o no.

La consecuencia de la coexistencia de esto principios fue la provisoriedad de los regímenes de compromiso; en ese marco, la mayoría de las instancias de predominio de una regla sobre otras resultaron ser precarias, y por lo tanto reversibles e incluso intercambiables. A veces predominaba el principio del sufragio, o sea el de la mayoría, pero en muchas ocasiones era parcialmente limitado, complementado o subvertido por la vigencia de otros principios o reglas. Por lo general, empero, el código de la ciudadanía democrática-liberal nunca era plenamente abolido, aunque se mantuviera simplemente como una fachada.

En la mayoría de los casos, es decir en Argentina, Bolivia, Perú, Ecuador, Bolivia y Brasil la coexistencia de códigos se expresó en buena medida a través de intervenciones militares abiertas entre las décadas de 1930 y 1970 que se cerraron con las transiciones abiertas en 1978. En Chile, en cambio, no se registraron golpes militares entre 1932 y 1973; empero como he discutido en un libro reciente existieron múltiples ejemplos de violentas acciones y de numerosas amenazas y presiones de los altos mandos de las fuerzas armadas y de participación de militares activos y retirados en los gobiernos del período, incluido en el clausurado por el golpe del 11 de Setiembre de 1973, siempre inspiradas en un militante anticomunismo que no sólo en los setenta adquirió dimensiones trágicas9. En México, la presencia de los militares en los gobiernos del partido triunfante en la revolución mexicana fue preponderante hasta 1946 y continuó siendo una herramienta decisiva en el estilo de represión ejercida por los gobiernos posteriores en el marco de la respetuosa celebración de elecciones presidenciales sexenales desde 1934 en adelante. Concluyo este punto con una observación final, inspirada por las lecturas de los trabajos de Albert O. Hirschman, Julio Olivera y James Tobin, sobre un componente fundamental del régimen de compromiso en los casos sudamericanos en los que dicho régimen se implantó más plenamente: la inflación. También fue parte de la variante uruguaya de Matriz Estado-Céntrica a pesar de que, como he señalado, considero que el régimen de compromiso no se aplica a ese caso.

En Argentina, Brasil y Chile, sobre todo después de la segunda guerra mundial, no se puede desentrañar el funcionamiento de la política sin tener en cuenta el patrón inflacionario, que por su originalidad fue bautizada por los economistas como un tipo especial de inflación; la inflación latinoamericana. Tobin (1972) precisamente observó que la inflación dejó desplegar la lucha entre sectores y de una manera ciega, imparcial y no política suavizó el impacto de los resultados de dicha lucha para unos y otros (traducción propia). El funcionamiento de una tasa inflacionaria anual de dos dígitos (tocar el cien por ciento constituía una señal de alarma y necesidad de ajuste como ocurrió en el Chile de 1955 y la Argentina de 1958-59) contribuía a amortiguar la intensidad de los conflictos intersectoriales por la distribución del ingreso. Cuando se cedía o se perdía posiciones a través de la inflación debido a las modificaciones de los precios relativos de bienes y servicios, las pérdidas se velaban momentáneamente al actuar la ilusión monetaria. La vía inflacionaria de compromisos tenía, sin embargo, dos desventajas decisivas. En primer lugar, a los dirigentes y voceros sectoriales les resultaba relativamente sencillo eludir toda cuota de responsabilidad en relación al compromiso celebrado. El acuerdo inflacionario era, en el mejor de los casos, precario e implícito, e invitaba a la permanente transgresión, ya que la responsabilidad específica de cada actor en la aceleración de precios, salarios e incluso tarifas públicas, resultaba opacada por la inercia y aparente automaticidad del proceso. En segundo lugar, y esto era todavía más grave, como observaron Hirsch y Goldthorpe (1978):

 

La monetización ha sido una prerrogativa tradicional de la soberanía. La inflación, por lo tanto, tiende a erosionar la soberanía. Al mismo tiempo tiende a estar asociada a la devolución de las capacidades regulatorias del Estado a los intereses privados; aún más genéricamente, la inflación disuelve el sentido mismo de la existencia de una autoridad pública efectiva capaz de hacer cumplir por igual las reglas a los que tienen y a los que no tienen. (traducción propia)

 

La descarga de responsabilidades se podía producir en gran medida porque ellas eran transferidas al Estado. Las acciones del Estado en su doble condición de fijador de precios -sueldos del sector público, tarifas de servicios, tipo de cambio, etc.- y de garante último de convenios celebrados entre agentes privados, como las convenciones colectivas de trabajo, aparecían así como las causas exclusivas de la inflación. Por supuesto que los comportamientos de los agentes privados tenían también mucho que ver con ella, pero dichos agentes tendían a evadir impunemente sus responsabilidades.

Retornando a la coyuntura actual abierta con el ocaso de los hiperpresidencialismos en Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, se puede constatar que en la segunda mitad de la década de 2010 los rasgos más extremos del síndrome de ocaso se han profundizado, si bien en Venezuela ya el fenómeno se ha transformado radicalmente al convertirse en forma gradual el régimen de Maduro en un dictadura cívico-militar abierta. De todos modos, la licuación de los partidos políticos, el desprestigio, y en algunos casos como Argentina y Venezuela el eclipse del poder legislativo, la erosión del rule of law, y el avance de visiones y las prácticas de la dialéctica amigo/enemigo continuaron acentuándose. Ahora bien ¿es esto realmente paradójico o estaría indicando, en realidad, que la parábola invertida de surgimiento, ascenso y declinación del hiperpresidencialismo entre 1999 y 2015 generó un velo que tornó difícil percibir que después de su ocaso subsistían desarrollos más profundos a los cuales los líderes del estilo de Chávez, Evo Morales, Correa, Uribe y los Kirchner proveían un “envoltorio” que se reveló que eran manifestaciones de otros fenómenos que aparecían para quedarse? Se puede hipotetizar que estos desarrollos, por lo tanto, constituían más bien la manifestación de un fracaso multidimensional de la política democrática para diseñar e implementar respuestas eficaces a las transformaciones que estaban experimentando las sociedades latinoamericanas en el contexto de la metamorfosis del capitalismo mundial a partir de la década de 1970 y los procesos políticos y sociales abiertos en la crisis de la década siguiente, es decir:

 

 

Esas transformaciones de magnitud producidas en América Latina durante la coyuntura de las transiciones incluyeron un rasgo positivo: el definitivo ocaso de las dictaduras que en sus diferentes variantes habían predominado durante el siglo XX. Sin embargo, y para dar vuelta al revés al conocido adagio, paradójicamente los problemas se agravaron a partir de que, recurriendo a la imagen utilizada por los analistas del Atlántico Norte, a la que hago referencia en el título de este artículo, democracy became the only game in town. Esto ocurrió porque precisamente el desembocar en un único juego se desecharon, o se redujo significativamente el peso de todas las herramientas de la política características de los regímenes de compromiso: por un lado, las propias de la democracia de masas, como las definía Ranciére (1996:115) en un juicio que apuntaba, en realidad, en otra dirección:

 

las del pueblo de la soberanía y de sus “representantes”, y las del pueblo/no pueblo de la soberanía y de su “toma de conciencia”; por el otro las herramientas ajenas, paralelas o incluso antagónicas al poder del voto, de las que disponían los altos funcionarios de gobierno y los actores sociales y políticos con mayor capacidad de influir durante la vigencia de aquellos regímenes.10

 

Por cierto que el poder del dinero merece una consideración aparte. Como señalaron Fernand Braudel y Carlo Donolo el poder del dinero tiene una relación privilegiada de larga data histórica con el poder político en todas las sociedades capitalistas, democráticas o no11. Es evidente que el señalamiento de Donolo, formulado hace ya cuarenta años si se repara en el original en italiano, tiene ahora mayor vigencia. El poder del dinero se ha incrementado en la nueva etapa que atraviesa el capitalismo en el mundo, con la globalización financiera y la instantaneidad facilitada por la digitalización. Tanto hacia afuera como hacia adentro de todo espacio económico nacional operan mecanismos que alimentan esa tendencia: la capacidad de exit de los dueños del dinero es infinitamente mayor, sea dicha capacidad ejercida legal o ilegalmente, y, además, la corrupción pública-privada actúa como un proceso que claramente reduce las capacidades institucionales de los estados para regular y controlar al dinero y sus dueños pues es un proceso que se evade fácilmente de las herramientas públicas de regulación, protección y control. Ejemplos abundan en Colombia, Argentina, Brasil, México, Bolivia, y ciertamente en el resto de América Latina, de la complicidad entre los capos narcos con policías, militares, políticos, jueces y funcionarios que no pueden controlar, facilitan, aceitan, hacen la vista gorda (y lucran) con los manejos de los aquellos capos; incluso a veces son instalados en sus cargos ejecutivos y legislativos por los mismos mafiosos. Una consecuencia importante de esto último es, como ocurre en Colombia, Brasil y México, que la plata sucia es usada para que estos verdaderos parapolíticos sean votados por las clientelas cautivas de sus jefes Así se llega al extremo de que muchas zonas rurales y distritos urbanos y suburbanos presencian como estas mafias se han transformando en verdaderos para-estados que manejan la represión y la protección, una suerte de “justicia” y hasta la provisión de servicios públicos. Como se sabe, en regiones rurales, a menudo de frontera, también operan empresarios dedicados al agrobusiness y la minería ilegales. Obviamente, en los centros de las cities latinoamericanas, donde tienen sus casas matrices los bancos y las agencias financieras, el volumen de la corrupción puede ser aún más abultado.

Ahora bien ¿qué ha cambiado en el régimen político a partir del último cuarto del siglo pasado para que sea posible postular que lo que he definido como el patrón de régimen de compromiso que predominó durante el corto siglo XX prácticamente se haya extinguido? En pocas palabras, la principal razón es que los mecanismos que lo articulaban se han tornado mucho más provisorios aún de lo que eran en el pasado. En la medida que

 

 

Una consecuencia adicional, y decisiva, de este fenómeno, es la pérdida de peso de las redes de chantajes, presiones, asambleas de los partidos de izquierda, los acuerdos reservados, el disciplinamiento corporativo -sobre todo el ejercido a través de los sindicatos de trabajadores y campesinos- y los estilos de adhesiones vinculadas a los códigos ciudadanos no liberales que describí más arriba. Me refiero, claro está, a los pactos implícitos y complicidades sigilosas que estaba en el corazón de aquellos regímenes. El ocaso de estos mecanismos estaba ya inserto en un síndrome en el cual la desconfianza hacia la política se había extendido a finales del siglo pasado, con el fracaso de los gobiernos de la panacea democrática y de la primera ola de hiperpresidentes, y más recientemente se ha transformado en franco desapego y extrañamiento. Dicho brutalmente, a los más ricos les importa cada vez menos la política, excepto para transar subterráneamente parte de sus negocios descansando en carriles colonizados en el Estado, mientras que los pobres se sienten totalmente apartados de ella, excepto para recibir sumisamente ayudas sociales. En la mayoría de los países, al contrario de lo que sostienen Sorj y Martuccelli (2008), en vez de demandar directamente al sistema político con la esperanza de que se materialice un Estado más transparente, políticas sociales más solidarias e instituciones jurídicas más eficaces y universales, unos y otros se repliegan (Sorj y Martuccelli, 2008). En una bella metáfora, Ranciére (1996) alude poéticamente al carácter espiritual de este desapego: es como si no hubiera pasión sino en la ausencia; como si la democracia -como el amor en el discurso de Lisias- no surtiera efecto más que al precio de vaciarse de su sentimiento propio.

Sin embargo, en el reciente puñado de años, especialmente en casos como Bolivia, Chile, Colombia y Paraguay a partir de 2019 y desde años antes en Brasil y Ecuador, se ha extendido un fenómeno novedoso que reviste mucha importancia: el estallido de masivas protestas sociales, a menudo de extraordinaria y extendida violencia, manifestada en saqueos, bloqueos a calles y rutas, ataques a edificios públicos y corporativos e iglesias, e incendios en instalaciones del transporte público. Sin embargo, este fenómeno debe ser calibrado en toda su ambigüedad. Estas prácticas tienen connotaciones y efectos contradictorios. Por un lado, expresan una demanda novedosa, y en cierta medida un retorno, de otras modalidades de acción política, que si bien rechazan a la política institucional incluso cuando es protagonizada por nuevos actores políticos como en Chile, se instalan en ámbitos y espacios colectivos, especialmente en la calle y desprecian a los despachos, los salones, los pasillos e incluso las urnas de la política convencional y, por lo tanto reclaman cambios profundos, que se vinculan generalmente con la desprivatización de los fondos de pensiones y jubilaciones, la reconstrucción de los servicios de educación y salud pública y la reforma de la policía, pero que en las esferas estrictamente institucionales nadie atina a precisar. Empero, por otro lado, se refuerza una retracción política constantemente reiterada, no sólo en casos paradigmáticos como Colombia, Chile y México: una baja participación electoral que ronda el cincuenta por ciento y a menudo se sitúa incluso por debajo de ese porcentaje.

La crisis resulta especialmente sorprendente en cuatro casos en los cuales la ausencia y los fracasos de las panaceas democrática e hiperpresidencialista parecía haber dado lugar a la estabilización de sistemas políticos con legitimidad más que aceptable y con turbulencias mínimas en la última década del siglo pasado y la primera del presente. Me refiero a los casos de:

 

 

En resumen, la democracia, plena o limitada, reina en América Latina, si bien con las tristes excepciones de Cuba, Venezuela y Nicaragua, pero no gobierna con niveles de eficacia y popularidad siquiera aceptables. Por el contrario, se ha ido engrosando el elenco de presidentes en extremo débiles, incluso algunos elegidos recientemente, como Sebastián Piñera, Alberto Fernández, Iván Duque, Mario Abdo Benítez y la caricaturesca circulación de presidentes desde 2016 en Perú con Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino y Francisco Sagasti; en este último caso se ha culminado con una elección reciente que no parece augurar la apertura de una etapa más estable. Dicho de paso, todos esos primeros mandatarios están inmersos en situaciones en las cuales el fuego amigo resulta tan erosionante de su poder como la acción de los opositores y el desorden y las violencias callejera y policial.

En una palabra, el panorama político, económico y social en la región es desolador; ¿podremos excluir a Uruguay de esta conclusión tan poco alentadora?

 

 

 

Referencias bibliográficas

 

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1 De todos modos, incluyo observa­ciones más ocasionales a los pro­ce­sos que se dieron en Ecuador, Paraguay y Venezuela. Como resul­ta obvio, la situación venezola­na va más allá de constituir una grave crisis política impulsada por el régimen totalitario de Maduro; en ese caso nos enfrentamos a un proceso de catástrofe económica y disolución de los lazos sociales llevado al extremo.

 

2 Si bien la crisis de la deuda no es el tema de estas notas, cabe anotar que estos dos países siguieron un curso muy diferente a los otros por razones más políticas que económicas. En el caso de Chile, que en 1980-81 estaba sumido en una crisis dramática que generó el derrumbe de los dos principales grupos económicos y una tasa de desempleo del 30% y el asomo de protestas sociales que fueron letalmente reprimidas, fue decisivo el apoyo que Estados Unidos le brindó a la dictadura de Pinochet para superar de manera relativamente cómoda el peso de su enorme deuda externa. Este tratamiento excepcional, que se extendió también a Costa Rica, fue posible gracias al blessing de Henry Kissinger al régi­men militar chileno que, desde su perspectiva, había puesto fin a un experimento de socialismo en democracia que daba malos ejemplos a países europeos como Italia. En Colombia, en cambio, operaron fenómenos de diferente índole: primero, las políticas prudentes en materia de endeudamiento que implementó el gerente del Banco de la República, Miguel Urrutia, y, segundo, el incremento del flujo de ingresos provenientes de la exportación de drogas ilegales, mariguana y cocaína, a Estados Unidos. En otras palabras, en Chile la deuda dejó de ser un problema a partir de 1985-86; en Colombia, nunca lo fue.

3 Obviamente, el caso de Perú se apartó dramáticamente del predominio hiperpresidencialista luego de la caída de Alberto Fujimori. Como señala con agudeza Carlos Adrianzén (2019) a partir de 2001 los cinco predecesores de Francisco Sagasti, si no tomamos en cuenta el brevísimo interinato de Merino, fueron afectados por el debilitamiento extremo de su poder durante su mandato y con la mayoría de ellos terminando procesados o peor; la mayoría incluso cerró sus carreras políticas infaustamente: el suicidio de Alan García es ciertamente el episodio más dramático de toda esta saga, pero no es ni remotamente el único. El ex presidente Alejandro Toledo se fugó a Estados Unidos (donde se tramitó un pedido de extradición) frente a las pruebas cada vez más contundentes que lo involucrarían en la recepción de sobornos. Por otra parte, el ex presidente Ollanta Humala y su esposa Nadine Heredia pasaron casi diez meses en prisión preventiva. El fiscal a cargo del caso solicitó para ellos 20 y 26 años de prisión respectivamdente. Pedro Pablo Kuczynski no sólo vio allanada su casa tan sólo 24 horas después de ser una de las personas más poderosas del país, sino que ha debido enfrentar una prisión preliminar primero y luego una domiciliaria. Cabe agregar a la lista a Martín Vizcarra, el vicepresidente que sucedió a PPK, quien después de ser cesado en su cargo en 2020 en un impeachment parlamentario, además de ser acusado por corrupción en el ejercicio de cargos previos en la esfera subnacional, fue sometido a la prohibición de ejercer cargos públicos por diez años al haber tolerado ilícitamente el manejo irregular de los puestos para las vacunaciones del Covid-19.

 

4 Incluyo las transiciones a la demo­cracia en América Latina como un capítulo de las transformacio­nes de la economía política del ca­pi­talismo global, porque no debemos dejar de tener en cuenta que las conceptualizaciones del tipo de las de Huntington en relación a la tercera ola democrática, no enteramente ajenas al viraje de la política exterior de Estados Unidos, y las transiciones producidas entre 1974 y 1978 en el Mediterráneo europeo, esto las de Grecia, Portugal y España, tuvieron un significativo impacto en América Latina. Obviamente, no estoy ar­gumentando que las transiciones en América Latina fueron un simple efecto de las primaveras mediterráneas, y menos aún capítulos de una conspiración de los gobiernos norteamericanos.

 

5 Por cierto, el tránsito hacia otro tipo de capitalismo, en el cual se incrementaron significativamente las desigualdades de ingresos y de riqueza a partir de la década de 1970, no sólo se produjo en América Latina; en esta región los efectos, simplemente, fueron más intensos aún por los cuellos de botella hasta ahora irresolubles que se enfrentaron. Pero también alcanzó a Europa y Estados Unidos: como señala Alessandro Pizzorno en un fascinante artículo, donde apunta que ese fenómeno, al que califica de violento, incluso puede haber disminuido lo que mide como el nivel de democracia, aunque el eminente sociólogo italiano nos advierte atinadamente que esa consideración depende de cómo definamos a la democracia (2013:18).

 

6 Cabe agregar que la etapa que Ocampo define como la IDE cubrió a la etapa que se extendió desde la década de 1930 a la de 1970.

 

7 El ex secretario general de la CEPAL hace referencia al trabajo póstumo de otro gran economista latinoamericano, Carlos Díaz-Alejandro. En el artículo publicado en 1988, el intelectual cubano se refería a la crisis de la deuda de los ochenta, pero su observación también hubiera cubierto a las crisis posteriores y las respuestas inadecuadas que la mayoría de los gobiernos latinoamericanos diseñó entre 1990 y 2020. Lo cito: lo que pudo haber sido una recesión grave pero manejable se ha convertido en un gran crisis de desarrollo sin precedente desde principios de la década de los treinta, debido principalmente al derrumbe de los mercados financieros internacionales y a un cambio abrupto de las condiciones y las reglas de los préstamos internacionales. Las interacciones no lineales entre este choque externo insólito y persistente y las políticas internas riesgosas o defectuosas condujeron a una crisis de gran profundidad y duración. A pesar de que las condiciones de los mercados financieros han atravesado varias etapas desde el momento que él escribió ese artículo, y ciertamente son muy diferentes a las de treinta años atrás, lo que Díaz-Alejandro observaba en relación a la década del ochenta se aplica en buena medida a 2021.

 

8 ¿Porqué Uruguay ocupó un carril único y exclusivo durante buena parte del siglo XX? A partir de la guerra civil de 1904, que marcó el nacimiento del Battlismo, y sobre todo de las reformas políticas implantadas en la década siguiente, se desplegó una democracia participativa de partidos que no tuvo parangón en América Latina y que sobrevivió hasta 1973, salvando el contradictorio interregno de 1933-1942 en el cual un golpe de estado policial orquestado por el presidente Terra, de filiación Colorada al igual que José Battle y Ordóñez, se tradujo en la clausura del congreso, el cese de los miembros del organismo colegiado, esto es el Consejo Nacional de Administración, y la censura de prensa. La presidencia de su sucesor y cuñado, Alfredo Baldomir, que se inició con una elección en 1938 a la cual no concurrió la oposición; tampoco alteró los rasgos autoritarios del gobierno de Terra hasta 1942 cuando expulsó a las facciones partidistas que habían apoyado a los dos gobiernos semidemocráticos, incluido el herrerismo nacionalista, y produjo la vuelta a la plena democracia mediante la concreción de un así llamado golpe bueno. La calificación del golpe de Terra, que se inició en el cuartel de bomberos fue sugerida por Carlos Real de Azúa en su estupendo ensayo El Impulso y su freno (1964-2007). Real de Azúa destacó también un rasgo que hace diferente a Uruguay del resto de los países de América del Sur; es, dice, un país de cercanías aludiendo de tal modo, a su pequeño tamaño territorial y demográfico y a su homogeneidad social y espacial. Se podría incluso arriesgar la opinión que varias de las categorías políticas que utilizamos en los esquemas comparativos aplicados en la región, como las de democracia, populismo y ciudadanía, adquieren en el caso uruguayo connotaciones disímiles al resto de Sur y Centro América al ubicar a este país claramente dentro de los contornos de la democracia poliárquica alla Dahl.

 

9 No se debe olvidar que el entonces capitán Augusto Pinochet estuvo encargado del campo de concentración de Pisagua donde se recluyó a más de mil comunistas a partir de 1948 bajo el mandato de la Ley de Defensa de la Democracia dispuesta por el gobierno civil del partido Radical bajo Gabriel González Videla; este fue quizás el episodio más ostensible de la involucración de los militares en los gobiernos chilenos de 1938 en adelante (Cavarozzi, 2017). En parecida dirección apunta Carlos Huneuus en su novedoso aporte al estudio de los gobiernos del partido Radical en Chile (2009).

 

10 En realidad, el filósofo francés subraya el carácter ilusorio de la representación democrática.

 

11 Carlo Donolo (1985:47-48) nos ad­vertía de la centralidad que alcan­zan, incluso en las sociedades capitalistas más desarrolladas, los connubios que prueban fundamentalmente que las dos potencias motrices de nuestra sociedad -el dinero y el poder [político]- han sido constitucionalizadas sólo muy parcialmente; más que ser sometidas a un directo control político tales fenómenos siguen la lógica y el ciclo de los escándalos. Estos no son hechos específicamente políticos, sino que se colocan más bien en la conjunción entre lo social y la política: desde el caso Dreyfus a Watergate o a la P2 [y Odebrecht]. Son las manifestaciones de prácticas sociales más vastas y profundas; se presentan como casos aislados (y como tales bien siendo tratados en el sistema político, pero sus condiciones de posibilidad son permitidas por las conexiones -incluso sociológicamente poco visibles en general- que ligan tácitamente, por ejemplo en la omertá, o complicidad, de mundos vitales enteros) la ilegalidad masiva y los centros ocultos de acaparamiento de la riqueza y el poder.