Las reformas mexicanas

y los riesgos de una restauración autoritaria

 

Mexican reforms and the risk of an authoritarian restoration

 

Soledad Loaeza

maloa@colmex.mx

El Colegio de México

 

México

 

Recibido: 10/06/2021

Aceptado: 19/06/2021

 

Este artículo es una versión modificada de “México: El preisdencialismo plebiscitario, ¿el l fin de la experiencia pluripartidista?” en Loaeza, S., Montes de Oca, R. y Payán, T. (ed.) Los partidos políticos en México y la terquedad del pluralismo democrátcio (en prensa). México: El Colegio de México.

Resumen

Desde su ascenso al poder en 2018, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, AMLO, lanzó una amplia revisión de todas las reformas que introdujeron cinco de sus predecesores. Este objetivo lo ha conducido a intentar la restauración de la muy poderosa presidencia del régimen de partido hegemónico. Esta política ha tenido un impacto profundamente divisivo en la sociedad mexicana. La pregunta que se plantea es si acaso el siguiente paso del presidente López Obrador es la construcción de un partido hegemónico similar al PRI. Este proyecto se toparía casi seguramente con la determinada oposición del electorado mexicano, que ha mostrado consciente de la importancia de alternativas políticas. Este artículo explora la posibilidad de que se produzca este desarrollo a la luz de las sucesivas reformas electorales que fueron el corazón de la democratización mexicana.

 

Palabras clave

México, Reformas, Partidos Hegemónicos.

 

 

Abstract

Since coming to power in 2018, Mexican president Andrés Manuel López Obrador (AMLO) launched a broad revision of all reforms introduced by five of his predecessors. This purpose has led him to attempt the restoration of the overpowerful presidency characteristic of the PRI regime. This policie have had a profoundly divisive effect on mexican society. The question remaining is whether AMLO’s next step will be the building of a hegemonic party along the lines of the PRI. This project would almost certainly meet with the determiend oposition of the Mexican electorate that has proven to be aware of the importance of political alternatives. This article explores the possibility of such a development in light of the successive electoral reforms that were at the heart of Mexico’s democratization.

 

Keywords

México, Reforms, Hegemonical Parties.

 

 

 

Introducción

 

El 6 de junio tuvo lugar en México, la elección más grande de su historia: la lista nominal registraba más de 94 millones de electores potenciales; se renovaron la Cámara de Diputados (500), 15 gubernaturas, 1923 presidencias municipales y 1603 diputaciones locales, más cientos de sindicaturas y regidurías. Estuvieron en juego un total de 20.311 cargos de elección popular. Este dato por sí solo bastaría para explicar la extensión de la movilización electoral, pero la campaña electoral adquirió una intensidad poco habitual que hizo evidente una fractura política que divide a la sociedad entre los partidarios del presidente, Andrés Manuel López Obrador, y sus opositores. Para unos, el lopezobradorismo representa la recuperación de una moralidad política, para otros, es una amenaza a la titubeante democracia mexicana.

La atmósfera tensa en torno a la elección era parcialmente resultado de acciones presidenciales, de decisiones controvertidas y de un estilo de gobierno que se fortalece en la discordia y el enfrentamiento. Estas características se derivan del propósito del presidente de llevar a cabo lo que ha denominado la Cuarta Transformación o 4ªt, que considera a su gobierno como una etapa histórica cuyos alcances lo colocan en una línea de continuidad con momentos definitivos como la Independencia, la Reforma y la Revolución. El significado primordial de la 4ªt es el desmantelamiento de las reformas neoliberales de los últimos treinta años, que, en opinión de AMLO, está en el origen de la profunda corrupción que aqueja a una sociedad a la que describe como integrada por una élite corrupta que ha concentrado riqueza y privilegios y un pueblo desposeído cuyos derechos han sido vulnerados por la minoría en el poder. La propuesta lopezobradorista supone el restablecimiento del intervencionismo estatal en la economía, la restauración del centralismo presidencialista, la negación del pluralismo político de la sociedad y de la legitimidad de la oposición.

AMLO fue elegido presidente con 30 millones de votos, una cifra muy superior a los 12 millones de votos que recibió Ricardo Anaya, del Partido Acción Nacional (PAN) y a los 9 millones de votos emitiddos en favor del candidato del PRI, José Antonio Meade. La magnitud de la victoria de López Obrador, pero sobre todo la dimensión de la derrota de los candidatos de oposición, generó la imagen de lo que el sociólogo de El Colegio de México, Willibald Sonnleitner, ha llamado un tsunami electoral. Esta impresión fue confirmada por los resultados que obtuvo la coalición de partidos -Juntos haremos Historia- que promovió la candidatura lopezobradorista, encabezada por el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), que obtuvo 62% de la representación legislativa. Sin embargo, este autodenominado movimiento, de manera individual recibió 34% del voto, pero logró formar una mayoría legislativa de consideración gracias a sus aliados, el Partido Verde Ecologista de México (PVEM) y el Partido del Trabajo (PT) y a fórmulas constitucionales que gracias a las coaliciones permitían evadir el límite a la representación (de hasta 8%) de un número excesivo de diputados que no encontraba un sustento proporcional en el número de votos recibido (Murayama, 2019). Incialmente, esta operación fue aplaudida por una opinión pública, exasperada por quince años de bloqueo en las relaciones entre un poder Ejecutivo sin mayorías y un poder Legislativo dominado por las oposiciones.

Los resultados de la elección presidencial en 2018, fueron recibidos con gran entusiasmo por las diferentes izquierdas, y fueron vistos con agrado en el ámbito internacional, y la opinión pública mexicana se mostraba satisfecha de haber podido transitar por gobiernos de derecha1 y ahora de izquierda sin grandes sobresaltos. Los comicios habían transcurrido dentro de la normalidad democrática que se había instalado en México desde el año 2000, cuando el legendario PRI, en el poder desde 1946, fue derrotado en la elección presidencial por el PAN, la oposición conservadora nacida en 1939, como reacción al radicalismo revolucionario de Lázaro Cárdenas.

En la coyuntura de 2018, el sentido del voto mayoritario fue poner un término a enfrentamientos entre los poderes y apoyar lo que se veía como un liderazgo efectivo y consistente que podía superar el estancamiento en el que estaban atrapados los partidos políticos y la presidencia de la República. En el triunfo de López Obrador mucho tuvieron que ver las circunstancias inmediatas que favorecían un cambio. Durante la última presidencia priista, en manos de Enrique Peña Nieto, la continuidad de la experiencia democrática parecía comprometida por la debilidad sin precedentes inmediatos de la institución presidencia, la cual comportaba riesgos de conflicto e inestabilidad. Además, graves problemas de corrupción, la extensión de la violencia criminal y la persistente pobreza de amplios sectores de la población arrojan una sombra oscura sobre las promesas de la democracia. Tampoco tuvo capacidad para restablecer la autoridad del Estado para aplicar la ley y garantizar la seguridad ciudadana.

El lopezobradorismo y las reacciones que ha provocado -tanto positivas como negativas- son inexplicables a menos de que se inserten en el contexto general de crisis de la democracia y del desafío que le plantean el resurgimiento del populismo y de hiperpresidencialismos extra constitucionales.

En el contexto de rebeldía que ha generado la insatisfacción con la democracia, la reaparición relativamente espontánea del populismo y del presidencialismo autoritario sugiere que ambos, más que adversarios de la democracia son transformaciones de la misma. Estas dos formas de ejercicio del poder nacen en el sufragio universal, el cual sintetiza los principios de representación y participación; tan es así que los instrumentos de la antidemocracia son los mismos que los de la democracia, fundados también en el reconocimiento de que el sufragio es una fuente insustituible de legitimidad. Con base en resultados electorales hasta cierto punto inesperados, en una composición de la Cámara de Diputados muy favorable y en la debilidad de oposiciones consumidas por un largo período de gobierno partidista, en un tiempo relativamente breve, López Obrador mostró un ánimo radical y confrontacionista que despertó la inquietud de amplios sectores de la opinión pública, sobre todo entre las clases altas y medias, por las semejanzas con liderazgos populistas que se cernían amenazantes sobre la democracia en otros países.

Lo que aquí me interesa destacar es la plasticidad del voto que puede servir para llevar al poder a un adversario de las instituciones democráticas, como ocurrió en 2018; pero también es un arma que puede convertir a los ciudadanos en contrapeso al poder, como ocurrió en las elecciones de 2021. El voto puede ser el instrumento para poner en tela de juicio la continuidad de las instituciones democráticas, pues la mayoría que llevó al poder al presidente López Obrador, ha legitimado muchas de sus decisiones más antidemocráticas. Como en otros casos, la mayoría en las urnas se tradujo en una tentación autoritaria (Rouquié, 1991) que ha apoyado una política de centralización del poder, tendente a la construcción de un hiperpresidencialismo distinto del presidencialismo mexicano del período autoritario, porque no busca ningún tipo de soporte institucional.

En la elección de 2021 el voto también mostró su poder, pero para detener la 4ªt y la intención de construir un hiperpresidencialismo extraconstitucional . MORENA mantuvo la mayoría con 21 millones de votos, a los que sumó 3 millones del PVEM y 2 millones del PT, pero el porcentaje no fue sustancialmente superior al que obtuvo en 2018, mientras que sus aliados, el PVEM y el PT, tienen una representación muy importante respecto al número de votos que recibieron, gracias a los malabarismos de una legislación que sobreprotege a las minorías.

Es probable que los resultados de las elecciones del pasado 6 de junio hayan dejado un sabor agridulce en el ánimo del presidente López Obrador, porque MORENA registró un avance espectacular en las gubernaturas, de las cuales capturó once. No obstante, en prácticamente todos los casos, la competencia fue muy reñida; la coalición que formó nuevamente con el PVEM y el PT, no obtuvo la mayoría calificada que buscaba en la Cámara de Diputados, y en la ciudad de México perdió la mayoría de las alcaldías (10 de 16). Dados estos resultados, el presidente tendrá que abandonar algunas de las propuestas más controversiales de la 4ªt, y reducir el ritmo de las reformas constitucionales que propone, y tendría que renunciar a la unilateralidad que ha caracterizado sus decisiones, y negociar el apoyo de otras fuerzas políticas. Para discutir estas hipótesis este artículo examina, en primer lugar, el contexto general de crisis de la democracia en el que se insertan Andrés Manuel López Obrador y su propuesta de cambio; luego, rastreo el recorrido que hizo México desde un régimen autoritario de origen revolucionario, a un autoritarismo intensamente personal, después de un breve tránsito por un régimen dominado por los partidos políticos. Después analizo el impacto de las reformas neoliberales sobre el presidencialismo; el período de gobierno del tripartidismo y los gobiernos divididos; y , por último, me refiero a la propuesta presidencialista de Andrés Manuel López Obrador y su impacto sobre el futuro del sistema político.

 

 

 

La crisis de la democracia y sus ecos en México

 

La Guerra Fría concluyó en 1991, cuando se desmoronó la Unión Soviética, bajo la presión de reformas que socavaron sus fundamentos (Loaeza, 2010). Ese acontecimiento fue visto también como la culminación de la amplia ola democratizadora que se levantó en Portugal al inicio de los años setenta con la Revolución de los claveles. A lo largo de casi dos décadas esta ofensiva democrática provocó el derrumbe de los regímenes autoritarios en Grecia y España, en Chile, Argentina, Brasil, así como en Checoslovaquia, Polonia, Hungría y la República Democrática Alemana. El entusiasmo que provocó el cambio se instaló en los medios políticos, académicos, y en general en la opinión pública de estos países con la certeza de que bajo el imperio del liberalismo político y económico, se iniciaba una nueva era de paz y prosperidad (Fukuyama, 1989 y Sánchez Talanquer, 2020).

En 2021, a treinta años del optimismo exagerado de los primeros tiempos, el ánimo es otro. Ahora se cuestiona la viabilidad y la capacidad de gobierno del arreglo institucional democrático, su eficacia para garantizar los derechos humanos y civiles básicos y para promover el crecimiento económico, así como su competencia para combatir la desigualdad, que se ha extendido por todo el planeta, o para resolver la crisis migratoria que ha provocado muchas catástrofes humanitarias. Las instituciones democráticas son ahora blanco de la ira de ciudadanos que enfrentan severos problemas económicos y sociales, agravados por una inclemente pandemia que, a más de un año de iniciada, en mayo de 2021, impide la recuperación y agudiza el malestar social. Lo regímenes de Hong Kong, Brasil, Venezuela, Tailandia, Hungría y Polonia comparten los mismo síntomas de debilitamiento de la democracia. Se ha levantado una amenaza antidemocrática global, en 2010 el 48% de la población mundial vivía bajo un régimen autocrático, en 2020 la proporción había aumentado a 68% (Chaguaceda, 2020).

Uno de los temas más preocupantes del mundo en la actualidad es la desigualdad social que es vista como consecuencia de las reformas económicas de finales del siglo XX. Aun cuando esta hipótesis fuera confirmada, los cambios en la economía conocidos como las reformas neoliberales no fueron el único catalizador de las transformaciones mundiales; habría que recordar que la globalización y la democratización transcurrieron en paralelo. Por consiguiente, parece más apropiado pensar que ninguno de ellos en particular acarreó esos efectos, sino que fue la combinación de las consecuencias de cada uno de estos tres procesos lo que propició la concentración de la riqueza y el privilegio.

La contracción de las funciones económicas del Estado que impulsaron las reformas del neoliberalismo, y el estrecho concepto de soberanía nacional que impuso la globalización, tuvieron consecuencias muy importantes sobre el empleo, el consumo, y en general, las condiciones de vida de la mayoría de la población. A ojos de muchos la democracia está en el origen de estos problemas porque promete derechos y libertades que no puede garantizar. También se le atribuye la manipulación del voto o la corrupción de funcionarios y políticos. Unos consideran que la democracia adolece de muchos males, sin embargo piensan que habrá de recuperarse, pero otros piensan que las instituciones democráticas no responden a las necesidades del mundo contemporáneo, y apuntan hacia el resurgimiento del populismo como prueba de la caducidad de la democracia (Howell y Moe, 2020). El tema ha estimulado una amplia producción académica y ensayística (Levitsky y Bylatt, 2017; Mounk, 2018; Przeworski 2019 y Runciman, 2018) y numerosas obras acerca de la crisis, incluso de la muerte de la democracia desbordan los anaqueles de las librerías. La búsqueda de soluciones y de remedios a este momento oscuro que no ofrece perspectiva de futuro, ha favorecido la aparición de soluciones que muestran acusadas semejanzas con el pasado autoritario.

La protesta contra la democracia y sus insuficiencias ha adquirido dimensiones mundiales, sin distinción alguna entre países pobres y ricos. Sin embargo, hay diferencias importantes entre ellos porque los efectos, por ejemplo, del consumo de drogas y narcóticos presente en casi todo el mundo, no son iguales en la India y en Holanda.

Las causas de la debilidad de los valores democráticos y del descrédito de las instituciones de la democracia tampoco son las mismas en los países ricos y en los países pobres, pues mientras en unos la inmigración ha sido el catalizador de actitudes antidemocráticas, en los países pobres hay que buscar las raíces de la antidemocracia en la miseria, en la violencia política y en la falta de oportunidades. Una diferencia contextual importante entre ricos y pobres deriva del orden temporal en que ocurrieron los cambios. Jason Hickel (2014) sostiene que en los países ricos la erosión de las instituciones democráticas establecidas creó condiciones propicias a la implementación de las políticas neoliberales. En cambio, en países como México, el desmantelamiento del autoritarismo fue previo a las reformas y creó el espacio para introducirlas. En ese caso, el proceso de democratización en marcha no resistió las consecuencias del neoliberalismo que se impuso al cambio político. Así que en todos los países -en democracias establecidas y en democracias en construcción- las conscuencias de las reformas neoliberales, erosionaron ó malograron las instituciones democráticas.

En la segunda década del siglo XXI, la democracia en América Latina (donde las soluciones antidemocráticas parecen estar siempre a la mano) enfrenta el reto del descreimiento. La desilusión que expresa la opinión pública de la región2 se ha extendido, y desde hace varios años se habla de estancamiento democrático y de deterioro, y se observa el resurgimiento del autoritarismo (Journal of Democracy, 2015; Gómez Tagle, 2015 y Walker, 2016).

Dentro de esta apreciación general se registran variaciones significativas. En algunos países la democracia se ha venido abajo, indefensa ante la restauración del poder concentrado en el Ejecutivo3, como ocurrió en Venezuela, en Nicaragua y en Brasil. Ésta es una posibilidad que se cierne sobre la precaria democracia mexicana.

El pluripartidismo es el modelo que prevalece en la región latinoamericana, pero acontecimientos recientes en Brasil, Bolivia y Perú han puesto al descubierto la existencia de fuerzas que pugnan por alternativas que relegan a los partidos políticos a posiciones secundarias, si es que no los suprimen o incluso los prohiben. Así ha ocurrido porque son protagonistas centrales de la vida democrática; han sido un canal privilegiado de interacción entre la sociedad y el poder político; así como la vía de acceso al poder de gobiernos que podían presentarse como hijos de la democracia, aun cuando al término de su gestión sólo acreditaran la insatisfacción y el descontento de los votantes. Precisamente por el contacto que mantienen con la ciudadanía, están más expuestos a la crítica. A ojos de los ciudadanos, los partidos son también responsables del mal gobierno, y así han sido juzgados.

La evaluación del desempeño de la democracia no sería tan preocupante si las alternativas fueran diferentes a las que hasta ahora se han presentado. Las que ejercen mayor presión son el populismo y el presidencialismo plebiscitario, que tienen en común una raíz antiliberal y una sólida veta autoritaria. Tanto uno como el otro son una forma de antidemocracia que puede desembocar en la autocratización de los regímenes políticos, lo cual significa la destrucción de las instituciones democráticas y la supresión de los derechos civiles. Versiones de ambas soluciones han sido puestas en práctica en el pasado en diferentes países, con costos muy altos para los derechos políticos y para la economía.

Es posible que en algunos países se niegue la expresión de la diversidad política que sustenta el pluripartidismo, pero son excepcionales los gobiernos que no celebran elecciones incluso entre los gobiernos más autoritarios, como el chino4. En ese caso los comicios suelen ser más una convocatoria a la disciplina que a un ejercicio de libertad, porque su objetivo no es expresar una preferencia política, sino manifestar adhesión al régimen (Hermet, Linz y Rouquié, 1979).

Como se sugirió antes, al iniciarse la tercera década del siglo XXI, el número de democracias latinoamericanas que muestran síntomas de debilidad ha aumentado. En el caso mexicano el peso del pasado autoritario parece insuperable. La elección de Andrés Manuel López Obrador fue un indicador del hartazgo del electorado con los continuos desacuerdos entre el Ejecutivo y el Legislativo. López Obrador ofrecía la restauración del presidencialismo, pero en una versión plebiscitaria que privilegia la relación directa entre el presidente y el pueblo, más próxima al modelo venezolano que a la experiencia histórica mexicana. La diferencia entre un presidencialismo à la Chávez y el presidencialismo del PRI, es la importancia de las instituciones: mientras para los presidentes del siglo XX mexicano gobernar sin instituciones era imposible, para gobernar, AMLO tiene más confianza en su voluntad y en su poder personal que en las instituciones.

 

 

 

El impacto de las reformas neoliberales sobre el presidencialismo

 

El régimen autoritario que gobernó México durante más de medio siglo, se apoyaba en dos pilares: la presidencia de la República y el partido hegemónico. Parecía entonces que el cambio político suponía el fin del PRI. Sin embargo, la transformación del presidencialismo mexicano precedió por muchos años a la derrota del PRI y a la alternancia. En ese proceso intervinieron la política de descentralización, reformas cuya intención era limitar el intervencionismo económico, y modificaciones sustantivas al modelo político. Todos estos cambios fueron obra de los tres últimos gobiernos del PRI: Miguel de la Madrid (1982-1988), Carlos Salinas (1988-1994) y Ernesto Zedillo (1994-2000).

El origen del cambio en el poder de la presidencia de la República se remonta a la expropiación de la banca que decretó el presidente José López Portillo (1976-1982) en septiembre de 1982 (Loaeza, 2008), la cual provocó una crisis severa en las relaciones entre el presidente y los empresarios. El rechazo a la expropiación, galvanizó la protesta antiautoritaria de las clases medias que la vieron como una estatización que ponía al país en la vía del socialismo, y desencadenó las primeras protestas contra el autoritarismo. Estos brotes oposicionistas fueron prueba de que el consenso que había forjado el PRI en los años cincuenta, se había agotado. La medida expropiatoria dividió a los mexicanos entre estatistas y antiestatistas. La fractura contribuyó a definir el perfil de las fuerzas políticas que empezaron a organizarse, y las reformas liberales de los años ochenta y noventa, profundizaron la división. La sombra de este conflicto todavía era discernible en las rupturas que marcaban a la sociedad mexicana bien entrado el siglo XXI.

El objetivo de las reformas que aplicó el sucesor de López Portillo, Miguel de la Madrid (1982-1988) era introducir orden en una economía que parecía sumida en el caos por el gasto público excesivo en que había incurrido su antecesor, por el monto desorbitado de la deuda externa, y por las decisiones erráticas que adoptó en las últimas semanas de su gobierno. Las políticas neoliberales empezaron a aplicarse con timidez, por recomendación de las agencias internacionales que en 1983 condicionaron la ayuda para resolver una gravísima crisis de deuda, a la aplicación de un riguroso programa de estabilización.

Fue entonces cuando empezó a hablarse de reforma del Estado, uno de cuyos capítulos más importantes era la liberalización comercial. El ingreso de México al GATT en 1985 y la venta de casi la totalidad de empresas públicas fueron los primeros pasos hacia el fin del papel del Estado como agente promotor del crecimiento económico. Los gobiernos posteriores mantuvieron esa política de contracción del intervencionismo estatal con el argumento de que un Estado más pequeño era más fuerte. Introdujeron medidas de emergencia que se volvieron políticas de largo plazo (por ejemplo, recortes al gasto público) y al hacerlo despojaron al Estado de los instrumentos para cumplir con las funciones de agente económico que hasta entonces había ejercido. Tuvieron las mismas consecuencias las reformas de la administración pública: la descentralización, la apertura comercial y financiera, la creación de entes autónomos y el ascenso de los partidos contribuyeron a disminuir el peso del Estado en el sistema político.

La política de descentralización que impulsaron los reformadores de los años noventa también puso un límite real al presidente, porque la redistribución de responsabilidades y de competencias entre los estados y la federación, y sobre todo, el incremento de los recursos públicos destinados a las arcas estatales, fueron la base de una autonomía que hizo valer la soberanía estatal. La reforma política liberó a los estados del control del centro, y los equilibrios locales ganaron preminencia sobre los equilibrios nacionales. No obstante, el resultado de esta novedosa autonomía no promovió gobiernos locales democráticos, sino la reproducción en el nivel local del autoritarismo del antiguo régimen. El manejo autónomo de amplios recursos, se prestó a grandes actos de corrupción de los gobernadores (Olvera, 2020:125-126).

Las políticas del neoliberalismo económico debilitaron a la institución presidencial, le restaron recursos jurídicos y cegaron fuentes de recursos públicos, para transferir al sector privado de la economía y al mercado la responsabilidad de la promoción del crecimiento. Gradualmente, la presidencia perdió relevancia en el proceso de diseño e implementación de la política económica que ahora estaba en manos del mercado o sujeta a disposiciones de algún acuerdo internacional. Este cambio tuvo importantes consecuencias políticas (Loaeza, 2008), entre ellas, por ejemplo, el Estado se redujeron los temas de común interés con los empresarios.

La regulación de los actores económicos, y en algunos casos políticos, pasó a entidades autónomas que garantizaban neutralidad política.Las entidades autónomas desarrollaron una red institucioal que limitó el poder Ejecutivo, así como organismos destinados a proteger los derechos de los ciudadanos, por ejemplo, la Comisión Nacional de Derechos Humanos o el Instituto Nacional Electoral. Hoy en día, la continuidad de estos organismos está en cuestión, dado que el presidente López Obrador ha marginado a la gran mayoría de las comisiones a las que considera producto de la hipocresía conservadora. Después de su primer año de gobierno escribió que el conservadurismo era el padre de lo que se autodenomina la “sociedad civil”. Y añadió:

 

Sus representantes se dedicaron a promover la creación de instituciones burocráticas, supuestamente independientes, para combatir la llamada “opacidad” y el saqueo. Así surgieron el Instituto Nacional de Transparencia y la Fiscalía Anticorrupción, entre otros organismos pantallas o paleros; un fraude cínico, una farsa costosísima. (López Obrador, 2019)

 

La internacionalización era un aspecto central del nuevo modelo económico, y en el caso de México eso significó el desmantelamiento del aparato proteccionista que había sido el corazón del modelo de sustitución de importaciones, y que había impulsado a los empresarios mexicanos desde los años cuarenta del siglo pasado. La apertura de la economía fue abrupta y amplia y muchos empresarios sucumbieron a la competencia del exterior, a la que no estaban acostumbrados. El flujo de inversión extranjera y el incremento de las exportaciones promovió a los empresarios vinculados al sector externo a una posición de influencia en el proceso de toma de decisiones que, en cambio, perdieron los no exportadores. Este desarrollo también redujo el margen de decisión autónoma del Estado, su capacidad para movilizar y redistribuir los recursos económicos de la sociedad y su influencia sobre la orientación general de la economía.

En estas condiciones, el Estado mexicano no era suficientemente fuerte para imponer una perspectiva nacional que trascendiera los intereses locales, o para promover políticas solidarias, como introducir una reforma fiscal que incrementara la tasa marginal del Impuesto Sobre la Renta, ISR. El régimen existente de distribución es desigual y no redistributivo, tiende a favorecer a quienes más tienen, en un contexto en que la economía ha registrado en treinta años ha crecido a una tasa media anual de 2% (Casar 2020).

Según Gerardo Esquivel (2015), en México el problema ancestral de la desigualdad se agravó en los primeros años del nuevo siglo. En 2015, el 1% más rico de la población recibía 21% del ingreso total de la nación; y el 10% más rico concentraba 64% de toda la riqueza del país. Diferencias de esa magnitud profundizaron lass diferencias de clase. En esas condiciones surgieron cuestionamientos acerca de la representación política de los mexicanos más desfavorecidos, que contribuye a cuestionar las ventajas de una democracia electoral que no detiene esa tendencia ni la modifica. Si el cambio político fue incluyente, el cambio económico fue excluyente.

 

 

 

Un gobierno de partidos

 

Los partidos políticos tienen una larga historia que se remonta a principios del siglo XIX, y que está ligada a la historia del sufragio, la única fuente de legitimidad universalmente reconocida, porque representa los dos principios básicos de la democracia: participación y representación. Los partidos nacieron primeramente para organizar el voto, de manera que están inextricablemente vinculados a la construcción del poder. Las críticas que el populismo dirige a los partidos subrayan su responsabilidad en las debilidades de la democracia, y dada su desconfianza en las instituciones, proponen sustituirlos con la formación de movimientos que, desde su perspectiva, mantienen intacta la soberanía popular, que depositan directamente en el líder, sin mediaciones.

En los últimos veinte años, la sociedad mexicana ha experimentado la profundización de sus diferencias internas, pero en lugar de que la heterogeneidad fuera la base de un pluralismo democrático, el contexto de creciente desigualdad ha conducido a la fragmentación de intereses e identidades. En el origen de esta desarticulación podemos identificar la contracción económica y política del Estado, la implantación de una ideología liberal-democrática que enfatiza el interés individual, dos crisis financieras devastadoras (1994 y 2008), y una pandemia que ha frenado las actividades económicas durante más de un año. En 2020 la economía mexicana registró una contracción de 8,5%, la más importante de la historia contemporánea. Esta situación tiene efectos corrosivos sobre las instituciones políticas, aunque no inmediatos. El tema de la desigualdad económica adquirió la calidad de fractura política con la movilización lopezobradorista primero a la jefatura de gobierno de la capital de la República, y luego, a la presidencia de la República.

La democratización fue una redistribución del poder en el seno del Estado que permitió al poder Legislativo desempeñar efectivamente las funciones que le atribuye la Constitución. Desaparecida la hegemonía del PRI, la pluralidad política de la sociedad encontró cauce y expresión en el régimen de partidos y en la legislación electoral. El presidente y el poder Ejecutivo tuvieron que aprender a convivir con un poder Legislativo integrado por diferentes partidos y relativamente autónomo.

La oposición partidista, el PAN, fue un protagonista central en la transición mexicana, y fue el vínculo para que el cambio diera lugar a lo que se ha llamado la difícil combinación de presidencialismo y pluripartidismo. Las dificultades de funcionamiento que encuentra esta fórmula provienen de que pretende reconciliar dos formas de representación que obedecen a lógicas diferentes, incluso contrarias: la lógica del presidencialismo que tiende a la concentración y a la centralización, y la lógica del parlamentarismo que distribuye el poder. En el primer caso sólo cuentan los votos del ganador, en el segundo, todos los votos cuentan5. En México esa combinación fue el punto de partida de la transición; aunque no hay acuerdo respecto a cuándo inició el proceso pues mientras algunos consideran que el punto de partida es la reforma electoral de 1977, otros lo atribuyen a la elección federal de 1997, en la que el PRI por primera vez en la historia perdió la mayoría en el Congreso, y otros más sitúan el arranque del fin de la hegemonía del partido oficial en el año 2000, cuando fue derrotado por el candidato del PAN, en la competencia por la presidencia de la República; pero todo esto ocurrió cuando las fuerzas políticas opositoras se comprometieron con las reglas que establecen el comportamiento de los partidos políticos y el ejercicio de una oposición leal a las reglas del juego democrático.

 

 

El tripartidismo

 

Desde los años noventa desaparecieron los antiguos partidos satélite, el PPS y el PAR. Entonces, en el sistema político mexicano quedó establecido un tripartismo integrado por el PAN, fundado en 1939, el PRI, que nació en 1946 y el PRD, que se formó en 1989. Estas tres organizaciones fueron la columna vertebral de la transición y de la alternancia en el poder que, a partir de 1989 fue cada vez más frecuente. Los tres grandes partidos concentraban más del 85 por ciento de los votos; en su periferia gravitaban formaciones más pequeñas, que establecían alianzas oportunistas con alguno de los partidos grandes. Muchas de esas asociaciones fueron efímeras, con una duración de no más de tres años pero, una vez definidos sus rasgos básicos, el régimen mostró una notable estabilidad (Friedeberg, 2016). El gobierno empezó a funcionar de manera radicalmente distinta a como lo hacía cuando el partido del presidente tenía la mayoría legislativa, porque muchas de sus decisiones tenían que ser discutidas y votadas en el Congreso.

El tripartidismo mexicano estaba anclado en la premisa de que los partidos asumían en forma exclusiva la responsabilidad de los equilibrios políticos. Así, la presidencia fue despojada incluso de sus funciones políticas. Se inició entonces un período de gobiernos divididos en que las oposiciones fueron un contrapeso efectivo al poder del presidente, porque hasta la elección presidencial de 2018 sus números en el Legislativo eran superiores a los del partido del presidente. Esta situación era de suyo conflictiva y propició bloqueos legislativos a las iniciativas presidenciales, alimentó una atmósfera de tensión entre las fuerzas políticas y derribó más de un proyecto del gobierno, que no contaba con un apoyo mayoritario. Pese a las muchas dificultades asociadas a la ausencia de una mayoría legislativa, el gobierno dividido fue un freno al ejercicio arbitrario del poder y en ningún momento se produjo una crisis constitucional.

El espectro ideológico en el que se inscriben los partidos mexicanos es muy estrecho: durante décadas la Revolución y la Constitución de 1917 fueron los referentes de todos los partidos. Han dejado de serlo: ahora más que ideología, los documentos básicos ofrecen planteamientos generales relativos a distintos temas de política económica y de política social. Tal vez lo más sorprendente son las semejanzas o la convergencia de todos los partidos en materia de política económica (Johansson Mondragón, 2011). Aun así, los electores distinguen con claridad a la izquierda (a la que identifican con el PRD y con MORENA) y a la derecha (que asocian con el PAN), pero casi todos los partidos pretendían colocarse en el centro.

En 2021, la plataforma de MORENA contenía la propuesta más radical, dado que proponía un cambio de régimen político, pero más allá de esta formulación más bien abstracta no hay ninguna precisión. Los documentos se concentran en críticas severas al PRI, que era el partido en el poder cuando se elaboró esta plataforma, pero no hay referencias puntuales. Este vacío se explica porque la función de formación política-ideológica de los partidos ha desaparecido en todo el mundo, esto es, los partidos políticos ya no son maquinarias ideológicas, sino que se han convertido en entes pragmáticos y sin ideología, cuyo único interés es obtener el mayor número de votos posible (Martin). Aparentemente, esta transformación es una respuesta a la volatilidad del electorado y a fracturas sociales cambiantes.

En México, los gobiernos en el poder desde 1994 y hasta la fecha (2021) estuvieron encabezados por tres presidentes del PRI y dos del PAN, y todos aplicaron la misma política económica y la misma política de seguridad. Incluso el presidente López Obrador ha mantenido estas políticas en lo esencial. Esta continuidad es sorprendente, en particular en lo que se refiere a la política económica, dado que para la izquierda el gasto público es una palanca de la actividad económica, pero AMLO está comprometido con una política de austeridad y de control presupuestal, incluso en medio de una pandemia, que ha castigado en particular a las empresas medianas y pequeñas.

 

 

Los gobiernos divididos y las coaliciones

 

Entre 1997 y hasta 2018, el país vivió una situación de gobierno dividido, en la que el partido del presidente -el PAN y el PRI, sucesivamente- no tenía la mayoría en el Congreso. Los críticos del régimen presidencial, enfatizaban que la oposición en el poder Legislativo podía paralizar al gobierno si bloqueaba las iniciativas presidenciales. Esta posibilidad se materializó en 2002 cuando la Cámara de Diputados rechazó dos veces el presupuesto federal. Asimismo, los diputados (entre ellos toda la bancada del PAN, el partido del presidente en turno) se negaron a apoyar los Acuerdos de San Andrés que había firmado el presidente Vicente Fox con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Sin embargo, en ningún caso se comprometió la gobernabilidad del país.

l sistema político mexicano tuvo la flexibilidad para adaptarse a las nuevas circunstancias. Ante la imposibilidad de que las urnas arrojaran mayorías, se inauguró la práctica de formar frentes amplios, coaliciones, acuerdos, alianzas; estos arreglos parten del reconocimiento de que la pluralidad política de la sociedad es inasimilable a sólo una o dos organizaciones políticas. Llegó a ser tan común el acuerdo entre el Ejecutivo y los partidos que se hablaba del presidencialismo de coalición, que se basaba en la cooperación entre fuerzas políticas afines.

Este desarrollo se separaba de la definición más ortodoxa del régimen presidencial en la que los tres poderes son independientes y autónomos. Pese a las diferencias, entre el Ejecutivo y el Legislativo, predominó la cooperación, de manera que hay que reconocer que el gobierno dividido trajo beneficios tangibles al funcionamiento del régimen presidencial y a la consolidación del pluralismo político; por ejemplo, pudo garantizar la representación del mayor número posible de fuerzas políticas. Se invitó a los partidos minoritarios a sentarse a la mesa de negociaciones, y dejaron de ser los “convidados de piedra” del Congreso y pudieron promover los intereses de sus representados (Sobert Shugart y Mainwaring, 1997). Además, estas condiciones propiciaron la cooperación y el acercamiento entre las distintas fuerzas políticas, así como una variedad de fórmulas de acuerdo: pactos, compromisos y coaliciones, que eran impensables (o simplemente innecesarios) en el pasado presidencialista, que era un sistema en el que el ganador se lleva todo.

Las alianzas electorales se volvieron un recurso frecuente de todos los partidos sobre todo en el ámbito subnacional, y como estrategia dominante en las relaciones interpartidistas, porque ya ningún partido espera obtener por sí solo una mayoría absoluta; en consecuencia, prácticamente ningún partido se presenta en solitario (Olmeda y Devoto, 2019).

La pluralidad política ha sido encauzada por una legislación electoral que promueve esa diversidad, y son muchas las formaciones que han aparecido desde 1988, aunque su número es pequeño en comparación con otros países. Así, entre 1989 y 2018 se formaron quince partidos, pero varios tuvieron una vida breve porque no lograron la votación que necesitaban para mantener el registro6. Este desarrollo nos refiere a la evolución de la noción misma de democracia, porque supone el reconocimiento de que la sociedad política está integrada por muchas minorías y ya no por mayorías todopoderosas que relegan a las minorías. Ahora, predomina la noción poliárquca de la democracia. Abundan las historias de dictaduras y de gobiernos autoritarios cuya piedra fundacional son mayorías originalmente democráticas que caen en la tentación de abusar de su poder y terminan deslizándose hacia el autoritarismo. Este es el riesgo que corre la democracia cuando la mayoría presidencial coincide con la mayoría parlamentaria.

 

 

 

El presidencialismo plebiscitario

Las razones de la victoria de Andrés Manuel López Obrador en 2018 son muchas, pero la más sobresaliente es el desprestigio del gobierno priista de Enrique Peña Nieto, que terminó en medio de escándalos de corrupción, graves crímenes no resueltos, como la desaparición de 43 estudiantes normalistas en Ayotzinapa, Guerrero, y la sensación más o menos generalizada de que el país había estado gobernado por la frivolidad (Olvera, 2020). El tema fundamental del presidente mexicano es el combate a la corrupción, que ya en la presidencia, emprendió como capítulo central de su guerra más importante: el repudio a toda reforma, institución y persona que pueda identificarse con el neoliberalismo, su principal enemigo.

Las dimensiones del triunfo en las urnas, pareció confirmar a AMLO que tenía la oportunidad de construir un nuevo régimen en torno a su persona, con la idea de que su proyecto tiene proporciones históricas. AMLO escribió en 2019: Lo que edifiquemos será inspiración para otros pueblos (2019:64).

Sin embargo, lo que aquí interesa examinar es cómo el lopezobradorismo se ha propuesto desmantelar las reformas de los últimos treinta años, incluida la reforma política, para demostrar la fuerza de su voluntad y de su poder. Sus decisiones y sus actitudes confirman que el populismo no es una ideología, sino un instrumento para la conquista del poder (Borriello y Jäger, 2020).

 

 

Presidencialismo y democratización

 

Es probable que, en varios casos de América Latina, la democratización haya tenido entre sus objetivos inmediatos poner fin a un presidencialismo abusivo y centralizador, que violaba los principios democráticos. El instrumento de lucha contra el dictador o presidente son los partidos políticos. La importancia del sistema de partidos en procesos de transición es crucial, y su colapso ha sido en muchos casos el preludio de una restauración antidemocrática. Venezuela es un caso emblemático. Hasta 1998 fue considerado un modelo de democracia bipartidista estable, pero ese año la coalición que formaron los dos grandes partidos tradicionales, COPEI y Alianza Democrática (AD), fue derrotada por el coronel Hugo Chávez, quien fundó un régimen personalista y centralizado reminiscente del presidencialismo latinoamericano tradicional (Jiménez, 2002).

Al mismo tiempo que el partido político mostraba que era un arma insustituible en el combate por la democracia, los democratizadores no alteraron el presidencialismo porque necesitaban una autoridad que garantizara el cambio ordenado. Esta necesidad sólo podía satisfacerla la institución presidencial. La irrupción de López Orador en el proceso de democratización fue posible porque el presidente había perdido un rol que desempeñar entre otras razones porque la nueva posición de influencia de los partidos había modificado las funciones y el alcance de la autoridad presidencial. Los partidos eclipsaron al presidente, le arrebataron la prerrogativa de determinar la dirección y el ritmo del cambio. De todas formas, la presidencia autoritaria pudo insertarse en el proceso democratizador sin provocar serios desajustes porque en términos formales el modelo había sido la presidencia constitucional. Por consiguiente, el diseño del régimen pudo mantenerse intacto. Se modificaron disposiciones relativas a los partidos políticos, pero no se consideró necesario alterar el capítulo referido al poder ejecutivo. Las dudas al respecto se resolvían en la práctica, en el ajuste cotidiano a las contingencias contextuales y en la superación de las tensiones entre los poderes.

Sin embargo, hubo casos en los que la excesiva debilidad de la presidencia comprometió el proceso de cambio (como ocurrió en Argentina, donde entre 2001 y 2003 hubo cinco presidentes). En otros casos se instauró una fórmula plebiscitaria que guardaba fuertes similitudes con el autoritarismo del pasado. Así lo hicieron en los años noventa Carlos Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú y Enrique Correa en Ecuador. El presidente venezolano Hugo Chávez representa el ejemplo más notable de una presidencia que concentra el poder en nombre de la soberanía popular, nulifica a las demás ramas del Estado y las subordina a su voluntad. Ambos tipos de experiencia: un presidencialismo inmovilizado por la fuerza de los partidos o por la restauración presidencialista son riesgos inherentes a este tipo de régimen.

La transición mexicana fue tardía en relación con los procesos de cambio que tuvieron lugar en el sur de América Latina. Al llegar al poder en diciembre de 2012, el presidente Peña Nieto buscó detener el deterioro de la autoridad presidencial, y el 2 de diciembre de 2012 convocó a los tres partidos políticos relevantes a firmar el Pacto por México con el que acordaron volver a discutir y someter a votación reformas estructurales que estaban pendientes desde el año 2000, porque había sido imposible formar una mayoría legislativa que las apoyara o las desechara. El presidente Peña Nieto fue muy aplaudido por el éxito de su intervención, y se pensó que había recuperado espacio político en la función de intermediador (Loaeza, 2020). Sin embargo no fue así porque el Pacto no reflejaba el cambio en la correlación de fuerzas, y tampoco suprimió las dificultades que habían erosionado la autoridad presidencial. La principal debilidad del Pacto era que se trataba de un acuerdo extrainstitucional, al que llegaron las fuerzas políticas al margen del Congreso. Además partía de la falsa premisa de que todos los participantes tenían el mismo peso, cuando en realidad unos seguían siendo mayoría y otros minoría. El Pacto fue simplemente un acuerdo para replantear discusiones que ya se habían ventilado, pero las reformas fueron votadas7. AMLO intentó revocarlas tan pronto llegó al poder, fundamentalmente porque representaban la hegemonía del neoliberalismo sobre las decisiones del Estado mexicano.

 

 

El lopezobradorismo y la aspiración pleibiscitaria

 

La experiencia del pluripartidismo democratizador se frenó en 2018, cuando López Obrador ganó la elección presidencial. El nuevo presidente fue el primero en más de veinte años que podía contar con una mayoría en el poder Legislativo. Es probable que quienes se quejaban del gobierno dividido, ahora, ante las consecuencias de la mayoría legislativa del presidente, se arrepintieran de sus críticas a lo que llamaban despectivamente la partidocracia. Con el apoyo de los legisladores, López Obrador pudo hacer cambios constitucionales sin necesidad de discutir ni ajustar sus decisiones a más actores que MORENA o su gabinete. En el primer trienio de su gobierno la aspiración era construir un hiperpresidencialismo que sólo en apariencias no estaría muy lejos del sistema político priista (Sobert Shugart y Mainwaring, 1997)8. La diferencia entre los dos tipos de presidencialismo estriba en el lugar que atribuyen a las instituciones cuya importancia para el largo plazo reconocían los priistas, mientras que los lopezobradoristas sólo ven en ellas restricciones que obstaculizan las decisiones del líder. AMLO pretende rescatar del presidencialismo priista la arbitrariedad y el unilateralismo presidenciales en el proceso de toma de decisiones (Murayama, 2019).

A diferencia de otros líderes populistas, AMLO no era un improvisado en la política. Cuando llegó a la presidencia tenía ya una larga carrera en la vida pública. Había sido funcionario, activista organizador de movilizaciones de protesta, candidato a gobernador de Tabasco, y entre 2000 y 2006 fue jefe de gobierno de la ciudad de México. Esta posición fue una plataforma desde la cual promovió la obra de su gobierno: la expansión del transporte público, la construcción de vialidades controvertidas como el segundo piso del anillo periférico, los programas de asistencia social (por ejemplo, introdujo una pensión semanal para las personas de la tercera edad) y la fundación de una universidad que establecía requisitos mínimos de ingreso. En el 2006 muchos pensaban que el gobierno de la ciudad de México era un modelo que debía reproducirse a nivel nacional.

Desde entonces, AMLO cultivó los rasgos del líder plebiscitario que ha trasladado a su ejercicio presidencial y que se inspira del liderazgo populista que en otros casos ha arrasado en las urnas electorales. Si ésta era su intención, los comicios de 2021 deben haber sido una gran desilusión. Este no es el lugar para discutir las diferentes teorías de populismo (Hermet, 1989, Laclau, 2005, Müller, 2017, Rosanvallon, 2020 y Urbinati, 2019), me limito a destacar los rasgos del liderazgo lopezobradorista que ha extraído del modelo populista.

A AMLO le ha gustado presentarse ante el pueblo como un hombre del pueblo, pero excepcional, diferente a todos los demás porque es incorruptible, y porque encarna la pureza del pueblo. Desde que llegó a la presidencia AMLO puso en práctica una estrategia de comunicación cuyo propósito es proyectar la imagen de un hombre austero, sencillo, que disfruta el contacto con la gente a la que escucha con atención, porque es el único interlocutor que reconoce como legítimo. Para subrayar su cercanía con el pueblo abandonó la residencia presidencial innecesariamente, que según él era ofensiva para el pueblo, pero se mudó a Palacio Nacional, una residencia diez veces más lujosa que Los Pinos, la antigua casa presidencial.

Uno de los rasgos más originales y más peligrosos del ejercicio presidencial de Andrés Manuel López Obrador es su relación negativa con la ley, a la que distingue de la justicia. Esta distinción es crucial para entender que el presidente mexicano se ve a sí mismo como un parangón de moralidad, como la encarnación de la sabiduría del pueblo9, y añade que sus decisiones y acciones son las de un hombre puro. Esta convicción de López Obrador lo conduce a diferenciar la ley de la justicia que él imparte, como lo ha hecho con los funcionarios acusados de corrupción, que tendrían que ser enjuiciados conforme a derecho. Sin embargo, el presidente López Obrador (2019) sostiene:

 

Desde mi punto de vista, en las actuales circunstancias, la condena moral y política al régimen neoliberal, debe dejar en claro su manifiesto fracaso y su evidente corrupción, y hacer todo lo que podamos para abolirlo. En los hechos es más severo y eficaz que someter a procesos judiciales o a juicios sumarios a sus personeros. (p. 66-67)

 

Todas las mañanas el presidente mexicano da una conferencia de prensa. La mañanera, como se le conoce popularmente, es probable que se haya inspirado en el programa Aló Presidente del presidente Chávez, pero es una extensión de la campaña presidencial, que le sirve para desahogar enojos e irritación contra cualquier obstáculo que haya encontrado en su camino. Las Mañaneras se utilizan cada vez más para denigrar a la oposición, para denunciarla, señalando su mezquindad, su complicidad con empresarios corruptos, nacionales y extranjeros

El contenido de Las Mañaneras varía, pero de la misma manera que AMLO expone los principales puntos de una propuesta o los avances de un proyecto, denuncia a antiguos funcionarios “corruptos”; pero también a empresarios, periodistas, intelectuales, médicos o abogados que han expresado críticas a sus políticas de gobierno.

El programa es sobre todo propaganda, una exposición de preocupaciones personales (fundamentalmente la exhibición de periódicos y periodistas críticos que le merecen mala opinión) porque sostienen posturas distintas de las presidenciales. Aprovecha así las formas de comunicación electrónica, lo que debía permitirle ignorar a la prensa escrita, que es, en su opinión, un nido de conspiradores.

Para AMLO, la sociedad es un mundo polarizado en el que una élite corrupta explota al pueblo víctima. Su discurso es invariablemente una denuncia de la corrupción del pasado, un rechazo al pluralismo y la descalificación de la oposición que a sus ojos siempre es ilegítima. Busca gobernar sin restricciones institucionales: por esa razón ha relegado a la inoperancia la red de comisiones reguladoras que crearon los gobiernos anteriores y ha mostrado el mismo desinterés por fortalecer a MORENA que mostró en consolidar al PRD. Al igual que otros líderes plebiscitarios López Obrador tiende a interpretar el voto como democracia directa. En el discurso presidencial, la emoción y el sentimiento prevalecen sobre el argumento razonado, prefiere relacionarse con los demás actores mediante el conflicto, de ahí que sus palabras y sus actitudes sean de confrontación. Así es también porque considera que la reconciliación es una falsedad. Apela reiteradamente al resentimiento social y busca provocar la rabia de los desposeídos, como si ahí encontrara el combustible de su imaginación.

Las elecciones legislativas del 6 de junio fueron un triunfo para MORENA, pero no necesariamente para AMLO, que esperaba resultados contundentes en relación a la fuerza de su liderazgo. Vio en ellas un pleibiscito de su desempeño, un ejercicio que confirmaba la certeza de su liderazgo. No obstante, sólo recibió los ecos de los nuevos gobernadores morenistas, que se apresuraban a asumir el poder.

 

 

 

Conclusiones

 

La democracia mexicana parece haber sido abandonada por los partidos de la transición, el PAN, el PRI y el PRD, que fueron derrotados inequívocamente por MORENA y por Andrés Manuel López Obrador. La elección de julio de 2018 cerró el paréntesis en que el país estuvo gobernado por tres partidos, que se disputaban entre sí y con la presidencia de la República temas, aliados y áreas de competencia. Al cabo de dieciocho años de lo que algunos llaman con desdén partidocracia, el proyecto de hiperpresidencialismo de AMLO compromete la continuidad de la experiencia democrática. Además hay dudas acerca de la capacidad de la democracia para recuperarse del agresivo presidencialismo lopezobradorista10.

Los cambios en el entorno también modificaron las expectativas respecto al liderazgo político y a sus características. Antes se esperaba que el candidato exitoso tuviera también las cualidades del buen gobernante. Ahora se espera que los líderes políticos se asemejen a las celebridades cinematográficas o televisivas. Su potencial como gobernante es una condición residual, no obstante, quedan algunos indicios de los liderazgos tradicionales que tal vez pueden recuperarse, y que aparecen sorpresivamente en el liderazgo populista que, pese al recurso a los medios tecnológicos muy avanzados, expresa la condescendencia del protector valiente de un pueblo victimizado por una elite corrupta y egoísta.

El cambio político que ocurrió en México a finales del siglo XX ilustra los riesgos de una transición gradual y tímida que mantuvo vínculos con el antiguo régimen por temor al naufragio. Al cabo de dieciocho años de gobiernos partidistas, el sistema que promovió la transición no había logrado consolidarse y cedió a las inercias del pasado y a las inquietudes que inspira un futuro incierto, para encontrarse con la perspectiva de una presidencia plebiscitaria, incluso más poderosa que aquéllas del pasado.

En la presidencia de la República y con el apoyo de su mayoría parlamentaria, López Obrador inició la construcción de un poder personalizado que difiere conceptualmente del régimen de la revolución institucionalizada que representaba el PRI. En la práctica restableció la característica central del régimen autoritario: la arbitrariedad en la aplicación de la ley y la unilateralidad de las decisiones presidenciales. Sin embargo, no mostró en el pasado y tampoco en el presente ninguna intención de apoyarse en el partido -en su caso MORENA- para gobernar. El presidente mexicano está empeñado en construir un régimen con base en su persona. Al hacerlo así, está condenando su proyecto a una vida breve.

Sin embargo, los resultados de la elección federal de 2021 detuvieron la realización de ese proyecto porque dejaron al descubierto los límites que quisieron imponerle los ciudadanos. MORENA en solitario recibió 34% del voto, pero al sumar los sufragios de sus aliados, PVEM y PT , logró reunir 43% del voto, que representa 48% del total, en tanto que la coalición opositora, integrada por PAN, PRI y PRD alcanzó 40%, pero si a ese porcentaje sumamos 7% de Movimiento Ciudadano, un partido de oposición que aspira a ser una alternativa en el enfrentamiento entre las coaliciones Juntos haremos Historia y Va por México, resulta que el presidente López Obrador tiene en sus manos la responsabilidad de gobernar una sociedad dividida y diversa, celosa de su pluralidad, en la que el centro político se colapsó, mientras que su propia organización no creció en forma significativa.

Además, el presidente ahora enfrenta el reto de oposiciones cuyo único eje de organización es el sufragio. En esas condiciones difícilmente se podría construir una nueva hegemonía partidista.

 

 

 

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1 En 2000 el PRI fue derrotado en la elección presidencial por Vicente Fox, candidato del PAN, en 2006, Felipe Calderón, también panista derrotó a Andrés Manuel López Obrador, quien nunca aceptó ese resultado electoral; y en 2012, el PRI volvió al poder con Enrique Peña Nieto.

2 Según Latinobarómetro (2016) el apoyo a la democracia entre 2015 y 2016 había aumentado en Paraguay de manera significativa, pero muy modestamente en Costa Rica, Panamá, Argentina y Honduras. En México se había mantenido bajo y en todos los demás países había disminuido.

 

3 Es el caso de Venezuela con Hugo Chávez, Bolivia con Evo Morales, Ecuador con Rafael Correa y Nicaragua con Daniel Ortega. Estos líderes fueron elegidos democráticamente pero luego violaron las normas y los plazos constitucio­nales para ejercer un poder perso­nalizado que se asemejaba al que ejercían sus predecesores predemocráticos (Diamond, 2015).

 

4 Desde luego no es el único: en muchos otros más, en los que las elecciones cumplen funciones diversas, entre ellas la función general de legitimar al gobierno (Gandhi y Lust-Oke, 2009).

 

5 Es la misma contradicción que subyace a la Va República en Francia, donde el presidente y los representantes parlamentarios son elegidos por los ciudadanos por el sufragio universal y directo. Raymond Aron (2015) consideraba que la coexistencia de estas dos legitimidades sólo era posible si pertenecían al mismo partido; en caso contrario, tendría que disolver la Asamblea y convocar a nuevas elecciones. De hecho, en los años ochenta el presidente socialista François Miterrand tuvo que cogobernar con un Primer Ministro de derecha, Jacques Chirac. Las relaciones entre estos dos personajes eran tensas, pero nunca llegaron a la situación extrema de la parálisis gubernamental.

 

6 En 1994 desaparecieron los partidos satélite del Antiguo Régimen: Partido Popular Socialista, PPS, y el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana PARM. Fruto del reformismo político posterior a 1988, fueron: el Partido de la Revolución Democrática, PRD (1988), el Partido Verde Ecologista de México, PVEM (1990); el Partido del Trabajo, PT, (1990). En 1999 se fundaron el Partido Alianza Social, el Partido de la Sociedad Nacionalista, Centro Democrático, Democracia Social y Convergencia. En 2002 Fuerza Ciudadana y México Posible; en 2005 el Partido Nueva Alianza y Alternativa Socialdemócrata y Campesina; en 2011 Movimiento Ciudadano, y en 2014 Movimiento de Renovación Nacional, Morena y Partido Encuentro Solidario. En 2020 quedaron registrados Fuerza por México y Redes Sociales Progresistas. La mayoría perdió el registro cuando no pudo acreditar el mínimo de votos que exige la ley para que una organización sea reconocida como partido político nacional.

 

7 Observadores y analistas enfatizaron el carácter antidemocrático del Pacto que desplazaba la institucionalidad de los poderes constituidos y la transfería a las burocracias de los partidos. Ver, por ejemplo, Márquez (2014).

 

8 La realidad confirmó una de las hipótesis de este texto, que afirma que los presidentes mexicanos eran predominantes, pero en términos constitucionales en realidad débiles porque si no contaban con una mayoría legislativa podían caer en la irrelevancia. Una posibilidad que se concretó durante el mandato de Enrique Peña Nieto (2012-2018) (Loaeza, 2020).

9 Nadia Urbinati sostiene que los líderes populistas no representan sino encarnan al electorado (Borriello y Jäger, 2020:80).

 

10 Para la pérdida de apoyo de la democracia en México, ver Monsiváis (2019).