El sofisma de la ciudadanía como concepto universal

 

The sophistry of citizenship as a universal concept

Martha Nateras González | ORCID: orcid.org/0000-0002-7045-1400

marnateras@yahoo.com.mx

Universidad Autónoma del Estado de México

México

 

Recibido: 1/10/2019

Aceptado: 13/11/2019

 

Resumen

Hoy en día es fundamental redefinir el concepto de ciudadanía y, sobre todo, su espacio de actuación, pues más que una preocupación teórica es una exigencia política, debido, entre otros factores, al proceso de pérdida de la identidad política y de confianza en las instituciones democráticas. Lo anterior, porque teóricamente, el concepto de ciudadanía es controvertido, pues es una noción que posee múltiples sentidos, que tienen que ver con el concepto mismo, sus contenidos, su status, sus significados y su origen. De tal manera que teóricamente, dependiendo del enfoque con el que se le analice, adquiere distintas acepciones y valores políticos diferenciados. Los significados más comunes de ciudadanía están relacionados con derechos y obligaciones, que determinan su reconocimiento formal a una comunidad política o nacional; con su pertenencia y contribución al bienestar de una comunidad y como una identidad cívica, a partir de aspectos sociales y culturales. Esto, sin duda, dificulta su abordaje entre el ser y el deber ser; lo cual requiere un esfuerzo mayor de separación analítica entre la mirada teórica y la mirada política, pero principalmente para encontrar el sentido de universalidad con el que nace.

 

 

Palabras clave: Ciudadanía, Modernidad, Uni­versalidad, Desigualdad

 

Abstract

Today it is essential to redefine the concept of citizenship and, above all, its space of action, because more than a theoretical concern is a political requirement, due, among other factors, to the process of loss of political identity and confidence in democratic institutions The above, because theoretically, the concept of citizenship is controversial, in view of the fact that it is a notion that has multiple senses, which have to do with the concept itself, its contents, its status, its meanings and its origin. In such a way that theoretically, depending on the approach with which it is analyzed, it acquires different meanings and differentiated political values. The most common meanings of citizenship are related to rights and obligations, which determine their formal recognition to a political or national community; with its belonging and contribution to the welfare of a community and as a civic identity, based on social and cultural aspects. This undoubtedly hinders its approach between the being and the ought to be; which requires a greater effort of analytical separation between the theoretical and the political gaze, but mainly to find the sense of universality with which it is born.

 

 

Keywords: Citizenship, Modernity, Universa­lity, Inequality.

Introducción

La ciudadanía como categoría de análisis o concepto, según Somers (1999), se construye a partir de significados, narrativas y discursos que intentan consolidar o transformar su contenido en distintos momentos históricos. Por eso, a través de las distintas etapas del desarrollo histórico de la ciudadanía se pueden encontrar diversos discursos que han ido articulando un imaginario de ciudadanía que la ha afianzado como una categoría social, no solo política.

Como concepto y práctica social, la ciudadanía está en permanente construcción, esto le ha dado varios sentidos y significados. De manera que distintos autores le asignan, teóricamente, dife­rentes contenidos y le imprimen, en la práctica valores muy divergentes. Sus elementos constitutivos como pertenencia, membresía, jerarquía, igualdad, derechos y deberes cobran importancia según el momento histórico en que se asienten; por ello no se le confiere una característica en especial, pues así como puede contener todos estos elementos, a la vez puede no contener ninguno de manera particular y definitiva. No obstante, sus componentes principales se encuentran anclados a la ideología occidental, aún cuando sus contenidos y complejidades jurídicas y sociales varían en el tiempo y espacio, a partir de las cotidianidades.

La categoría de ciudadanía provoca en la ac­tua­lidad un debate teórico: el primer elemento que se cuestiona es la autonomía del Estado-nación, la cual se desdibuja ante la creciente importancia de la globalización, en medio de una crisis de identidad política y de pérdida de confianza en las instituciones democráticas, lo que ha provocado cambios en la identidad y conciencia ciudadana. Frente a estas complejidades y las nuevas realidades que plantea la globalización, este debate se presenta como un problema teórico, ético, histórico, político y sociocultural. No obstante, la discusión principal se ubica en dos terrenos: el teórico, por la necesidad de integrar plenamente la capacidad de la ciudadanía a las pretensiones de igualdad y pertenencia, y el de la realidad o de la práctica política, en aras de la consolidación y fortalecimiento de la democracia. El interés en este segundo ámbito se debe a la creciente indiferencia de los ciudadanos en su papel de electores; así como al discurso en torno a la diferencia y la pluralidad, que sugiere considerar las particularidades lingüísticas, religiosas, étnicas, de género, entre otros elementos de diferenciación social, para atender las exigencias y las nuevas reglas de juego impuestas por la globalización y le otorguen nuevos sentidos a las categorías inherentes a la ciudadanía, como identidad, membresía y pertenencia.

Haciendo una revisión de los principales discursos sobre la noción de ciudadanía, se puede confirmar que el objetivo de la mayoría de ellos se centra en definir el tipo de relación política que se establece entre el individuo y el Estado o entre el individuo y la comunidad. Estos discursos han desarrollado distintos argumentos, según el momento histórico, acerca de quién es considerado ciudadano, sobre el origen de los derechos, y sobre la libertad individual y sus límites.

La ciudadanía, en tanto categoría multidimensional, al mismo tiempo que es un concepto legal, se puede presentar como un ideal político, cuya característica es la igualdad, o bien, como un referente normativo. Por tanto, encierra una relación de pertenencia a una determinada comunidad política, una relación jurídica, pero también expresa una forma de participación en los asuntos públicos. Asimismo, establece un estatus y define una práctica política. En atención a este planteamiento, el punto de partida de esta reflexión es la Modernidad, debido a que el concepto de ciudadano al que se hará referencia surge con el Estado moderno y su construcción como tal está anclada al discurso del liberalismo, en sus pretensiones de universalidad e igualdad. La discusión que se presenta en este texto no es nueva, el punto es que sigue siendo inconclusa e inacabada, sobre todo, cuando ya se asume como algo dado y se especula que el mundo virtual es un espacio ideal para el ejercicio de la ciudadanía y que ahora se podría problematizar en torno a ello, cuando aún no se ha resuelto el problema de la universalidad del concepto y sobre todo su ejercicio.

 

La ciudadanía en la Modernidad

La Modernidad, antes de ser una realidad, es la conceptualización de algo que no existió nunca en toda su pureza en ningún lugar, ni desarrolló todas sus potencialidades al instante (Guerra, 2000). La Modernidad, como conjunto de mutaciones de ideas, imaginarios y prácticas, tiene tanto una geografía como una cronología. No se produjo al mismo tiempo en todos los países y las particularidades en su conformación estuvieron condicionadas por la cultura política y las prácticas de cada lugar.

Sin perder de vista lo anterior, dos conceptos que surgen con la Modernidad: ciudadano y nación, ambos en relación o en oposición al monarca absoluto. La nación, como soberanía colectiva que reemplaza la del rey y el ciudadano, como el componente elemental de este nuevo soberano. Ni el ciudadano moderno es el ciudadano de las repúblicas antiguas o medievales, ni la nación moderna equivale a la del Antiguo Régimen. De hecho ambas nociones tienen atributos múltiples que cambian según los momentos y lugares. En este entendido, para Guerra (1999), al ciudadano hay que estudiarlo a partir de una dualidad: la cultural, para descifrar su complejidad, y la histórica, para ver su génesis y sus avatares.

La instauración de la ciudadanía es consecuencia de un proceso de transición social y económica que suponía la necesidad de establecer una igualdad formal ante las limitaciones que los derechos diferenciados (estamentales) que la sociedad pre-moderna le imponían. Por tanto, la Modernidad instituyó la igualdad y homoge­neización entre los individuos a partir de la razón jurídica/económica. Se partió del argumento de que todas las personas podían asumirse como res­ponsables de sus actos. El papel de la razón en la modernidad va a ser esencial, pues se convirtió en el elemento fundamental para borrar las dife­rencias, igualar a las personas como sujetos de derecho privado y construir un imaginario colectivo basado en valores cívicos. La consolidación de este imaginario moderno de ciudadanía se produjo a partir de la adquisición, no simultánea, de tres tipos de derechos: civiles, políticos y sociales. Los civiles y políticos que garantizan al individuo su libertad para participar en el capitalismo como propietarios de su fuerza de trabajo y como sujetos que pueden suscribir contratos y responder ante ellos; y los sociales que pretenden asegurar igualdad de oportunidades a la nueva sociedad moderna (Nateras, 2012).

El reconocimiento formal de los derechos del ciudadano moderno se materializa con la Revolución Francesa, concretamente, con la Declaración de los Derechos del Hombre y del ciudadano (1789), y están inspirados por la independencia estadouni­dense de 1776 y el espíritu filosófico del siglo XVIII. No obstante, el contenido político de esta nueva forma de ciudadanía quedó formalmente instaurado con las Constituciones los Estados Nacionales. Considerando lo anterior, por ciudadanía en la nación moderna se entiende a la materialización de este concepto en un cuerpo constitucional, pero también a su distinción, ya que en la época pre-moderna las dimensiones civiles, políticas y sociales estaban entremezcladas y extremadamente influidas por la concepción religiosa del mundo (Nateras, 2012).

La universalización de los derechos políticos no fue tan ecuménica, a pesar de que la constitución francesa de 1791 otorgó la ciudadanía política, el derecho al voto para los hombres pobres (obreros, campesinos y trabajadores domésticos) así como a los antiguos esclavos fue otorgado, en algunos casos, en el siglo XIX, y en el siglo XX fueron incluidos como ciudadanos las mujeres, los jóvenes y los naturalizados (Nateras, 2012).

Si bien es cierto que en las monarquías las personas eran súbditos y no ciudadanos, que las instituciones políticas modernas desplazan el orden político y que la ciudadanía es una cons­trucción nueva, instituida por sectores sociales que se liberan del yugo feudal (Held, 1997), no es de extrañar que ciertos patrones socioculturales tradicionales se conservaran en la sociedad mo­derna y que las constituciones sirvieran como mecanismos de legitimación de un tipo de ciudadanía ad hoc a las necesidades. Con las cons­tituciones el proyecto modernizador instauró mundos simbólicos, al erigir sujetos iguales, universales, ajustados a un mismo patrón homogeneizador para delimitar el espacio de lo público de orden jurídico y social. De este modo, la civilidad quedó simbolizada en los nuevos ciudadanos que encarnaban los valores universales de la libertad, seguridad, igualdad y propiedad. Aún cuando ciudadanía moderna es una conquista de la sociedad -sobre todo la llamada ciudadanía social- debido a que se trata de una creación inclusiva, no se puede eludir que es restrictiva al instaurarse en una realidad excluyente (Nateras, 2012).

Al igual que en el mundo occidental, en América Latina la nueva ciudadanía se sitúa dentro de una nueva concepción de la sociedad y de la política que sigue en gran medida el modelo elaborado por la Revolución Francesa y en menor grado por los Estados Unidos. Esta nueva concepción se plasma en la Constitución de Cádiz, la cual recoge los principales elementos que determinaban al ciudadano moderno y se adopta el imaginario moderno de nación compuesta por individuos. No obstante, la ciudadanía emerge como una esfera acotada, producto de una serie de círculos concéntricos y excluyentes. El más amplio alcanza al conjunto de la población. El segundo, a los titulares de derechos civiles. El tercero, los nacionales. El cuarto, a los ciudadanos ti­tulares de los derechos políticos, excluyendo a las mujeres, los menores de 21 años, los extranjeros que no poseían carta especial de ciudadano y las castas. El quinto, a los ciudadanos que gozaban del ejercicio de sus derechos (Guerra, 1999).

Por lo anterior, la ciudadanía que se asume de origen como un concepto incluyente, en realidad no lo es. Sin embargo, para Guerra (1999) estas exclusiones no son indicativas de que la ciudadanía tenga un carácter restringido en las nacientes naciones, más bien entiende a la ciudadanía como una definición muy amplia que se sitúa en el reconocimiento de su universalidad y la del sufragio. En esta lógica, la condición de ciudadano es independiente tanto del estatuto personal como del estatuto del lugar de residencia: en este sentido, la universalidad de la ciudadanía es casi total, tanto práctica como teóricamente. Las excepciones de esta universalidad responden a la propia dinámica de la modernidad: a la distinción entre derechos civiles y derechos políticos, que conduce a la exclusión de los esclavos, los que tienen una incapacidad física o moral, los menores y las mujeres. A partir de este razonamiento, el espacio ciudadano es ciertamente muy amplio, pero el estatus sigue siendo privilegiado.

No obstante, por más que el ciudadano se acerque a las nociones de igualdad y de universalidad que lo caracterizan en la modernidad, no se ha desprendido de sus pertenencias comunitarias. Por ello, según Guerra (1999), el atributo más importante de la ciudadanía moderna y el más difícil de obtener es el de la individualización, ya que implica la desaparición o debilitamiento de los grupos constituidos por vínculos corporativos y/o de tipo antiguo. De ahí que una buena parte de la política moderna en América latina del siglo XIX e incluso del XX, se define por combinatorias múltiples -verdaderas hibridaciones- entre ima­ginarios y prácticas antiguas y modernas y no sólo por una dualidad entre una sociedad tradicional y unas élites modernas (Guerra, 2000).

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La ciudadanía liberal

 

El discurso liberal de la ciudadanía rompe la noción del sujeto súbdito para dar paso al ciudadano que aspira a la autonomía y al desarrollo de sus potencialidades. Desde esta perspectiva, el individuo se convierte en la referencia básica, puesto que la ciudadanía se entiende materia­li­zada en individuos que forman parte de una co­munidad política abstracta, en la cual se da prioridad a los derechos individuales y éstos se reconocen mediante un estatuto jurídico y político que reviste a los individuos de derechos particulares. Es decir, la ciudadanía desde el pensa­miento liberal, es un concepto que acentúa las libertades individuales a partir de sus derechos, los cuales son inalienables. En este sentido se trata de una ciudadanía entendida sólo como posesión de derechos.

En el concepto de ciudadanía se resume y concentra gran parte de las discusiones generadas por la teoría social y política en torno a los vínculos de los individuos con el Estado, así como de sus derechos y obligaciones, que adquieren a cambio de ser reconocidos como miembros plenos de una comunidad. La comprensión teleológica de la ciudadanía, a pesar de su aparen­te universalismo, se dirige principalmente al ciu­dadano en relación con el Estado particular al que pertenecen, con el cual tienen una serie de obligaciones y éste a su vez les otorga ciertos derechos (Nateras, 2012).

El discurso liberal establece que a través de la ciudadanía se garantiza a los individuos igualdad de derechos. El estatus del ciudadano frente al Estado a la vez que le da garantía de protección por parte del poder estatal, al mismo tiempo implica una serie de obligaciones que tienen que ver con el ideal de bienestar social y es esta obligación la que ubica a la ciudadanía como práctica. No obstante, para el liberalismo la comunidad se constituye a partir de la cooperación para la obtención de ventajas mutuas, en donde el individuo tiene la capacidad de actuar libremente (Nateras, 2012).

La versión más representativa del enfoque li­beral es la desarrollada por Marshall (2005). La interpretación de este teórico sigue siendo punto de referencia, ya sea para aceptarla o criticarla. De hecho para los cientistas sociales su propuesta ha sido útil para conciliar el aspecto normativo con el empírico. No obstante, las críticas señalan que su análisis se circunscribe a una sociedad capitalista organizada en torno a roles que aseguraban la reproducción del orden social y en el marco de un Estado de bienestar que tenía la función de regular y controlar la tensión entre las desigualdades económicas propias del capitalismo y la necesidad del sistema político democrático de construir principios de igualdad y legitimidad. No obstante, aunque su análisis es muy local, la contribución de éste sociólogo inglés, sigue teniendo influencia y utilidad, y es base para el análisis de la ciudadanía.

Marshall (2005) establece que el estatus de ciu­dadano es asignado a todos aquellos que son miembros plenos de una comunidad, por tanto, todos los que poseen dicho estatus son iguales en derechos y obligaciones. No obstante, este principio de igualdad básica asociado a la ciudadanía no es compatible con las desigualdades que diferencian los distintos niveles económicos en la sociedad, puesto que hablar de clase social necesariamente se hace referencia a un sistema de desigualdad. Para Marshall la ciudadanía es un estatus conformado por el acceso a recursos básicos para el ejercicio de derechos y deberes. El acceso a esos recursos es condición necesa­ria y suficiente de la ciudadanía, aún cuando esa igualdad de estatus no oculta las diferencias de clase ni las desigualdades materiales. Pero al parecer esto a Marshall no le preocupaba, ya que la desigualdad que se produce en el terreno económico puede ser aceptable siempre y cuando se reconozca la igualdad de ciudadanía.

Para el liberalismo, la ciudadanía se asocia a la posesión de derechos individuales, sin que esto necesariamente conlleve a la participación. Sin embargo, según Marshall, la ciudadanía es una institución histórica y concreta, que si bien se identifica con el ideal liberal de sociedad política, en tanto que conjunto de derechos que se conceden a los individuos, es producto de tres ciclos históricos, que se asocian a tres tipos de ciudadanía, a saber:

 

 

Los derechos de los que se derivan estos tres tipos de ciudadanía se construyeron a los largo de tres siglos: los derechos civiles surgen en el siglo XVIII, con la superación de la organización estamental del Antiguo Régimen, tras las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa; los políticos en el XIX, con la institucionalización del libera­lismo democrático y la representación electoral, y los sociales en el XX, con la consolidación del igualitarismo en los llamados Estados de Bienestar.

En esta lógica, según Marshall (2005), la ciudadanía es un estatus que se otorga a los que son miembros de pleno derecho de una comunidad. Todos los que poseen ese estatus son iguales en lo que se refiere a los derechos, pero también en los deberes que implica. Es decir, la institución de la ciudadanía supone derechos pero impone también responsabilidades, que son una persuasión permanente para que los ciudadanos orien­ten sus actos hacia el bienestar de la comunidad, como máxima aspiración. Esta doble concepción en la noción de ciudadanía postula por un lado el interés individual y por el otro el deber social.

La condición de ciudadano moderno, liberado del vínculo forzado con la nobleza y la iglesia, intentó inspirar conductas “morales”. Eliminada la conciencia religiosa, se tuvo que apostar por la creación de una conciencia laica y el civismo, inspirado en las virtudes de la civilitas romana y fundada en una nueva moral ciudadana que encarnara valores y códigos vinculados con la tradición política del republicanismo heredado de los antiguos (Vázquez, 2005). 

Lo civil y lo cívico se han utilizado indistintamente, de tal manera que, en algunos momentos, no se alcanzan a percibir sus diferencias y en cambio se encuentran muchas similitudes. Esto se debe a que en la actualidad parece prevalecer una idea por combinar derechos individuales (lo civil) con los deberes para con el Estado como responsable por el bien público (lo cívico). En esta lógica, el ciudadano moderno cumple un doble rol: de gobernante y gobernado. Considerando que este rol conlleva una gran dosis de autorres­ponsabilidad ciudadana (compromiso ciudadano), no se trata de una civil society, sino de una civic society. A esta sociedad cívica pertenecen las instituciones autorganizadas, en donde se conjuga la amistad con un alto compromiso social y persigue dos fines complementarios: abrir el monopolio estatal a la esfera de lo público y po­ner en práctica la idea de la democracia parti­cipativa, que no se reducen a generar acciones de protesta, sino a una ciudadanización de la política (Höffe, 2007).

Por su parte, Kymlicka y Norman (1997) consideran que una concepción apropiada de la ciu­dadanía parece requerir de un equilibrio entre derechos y responsabilidades, este equilibrio se logra a través de las virtudes cívicas. Para estos autores, muchos liberales clásicos creyeron que la democracia liberal podía asegurarse mediante dispositivos institucionales y procedimentales que en conjunto servirían para impedir el paso de opresores potenciales. No obstante, señalan, ha quedado más que demostrado que estos meca­nismos procedimental-institucionales han sido insuficientes y que también se necesita cierto nivel de virtud y de preocupación por lo público.

El problema a resolver para Kymlicka y Norman (1997) es: ¿dónde se aprenden esas virtudes? La respuesta la encuentran dependiendo del enfoque con que se analice; por ejemplo, para el liberalismo el mercado es la escuela de la virtud. Para el liberalismo, la virtud cívica tiene gran relevancia, a pesar de que a los teóricos liberales se les ha criticado por el desequilibrio que establecen entre derechos y responsabilidades, por su compromiso con la libertad, la neutralidad o el individualismo. Para esta corriente el sistema educativo juega un papel fundamental, pues a través de las escuelas se debe enseñar a los alumnos un razonamiento crítico, que les permita respetar la figura de la autoridad, pero también pensar críticamente en torno a ella. No obstante, para los tradicionalistas esto resulta peligroso, ya que esto propicia que también se cuestionen otros tipos de autoridad vinculadas con la vida privada, la tradición y la autoridad paterna o religiosa. Esto representa un dilema y una gran discusión entre los liberales, por tanto, tratan de limitar el impacto de la educación cívica sobre las asociaciones privadas y se inclinan por ajustar la educación para la ciudadanía de manera tal que no minimice el impacto sobre la autoridad paterna o religiosa. Pero por otro lado, se enfrentan al problema de que la ciudadanía al aceptar acríticamente la tradición y la autoridad, se puede ver debilitada por las actitudes libres, abiertas, pluralistas y progresistas, que promueve el propio liberalismo (Kymlicka y Norman, 1997). La propuesta liberal plantea que a través de una actitud cívica los ciudadanos pueden corregir actitudes contrarias a la democracia y pueden desarrollar acciones a favor de la propia sociedad.

Kymlicka y Norman (1997) consideran que para los teóricos de la sociedad civil, la civilidad y el autocontrol son condiciones sine qua non de una democracia sana y niegan que el mercado o la participación política sean suficientes para desarrollar esas virtudes. No obstante, reconocen que la civilidad en mucha gente tiende a ser sumisa y subordinada más que independiente y activa, lo que motiva que se tenga que reconstruir la red asociativa bajo nuevas condiciones de libertad e igualdad y en su caso también hacer una corrección política, cuando las actividades de algunas asociaciones sean estrechas, parciales o particularistas. Esto significa orientar las asociaciones de la sociedad civil con los principios de la ciudadanía. Pero si bien las asociaciones pueden enseñar virtudes cívicas ésta no es su razón de ser, de hecho, la gente no se une a ellas para aprender tales virtudes. Pretender que estas organizaciones promuevan el ejercicio de la ciudadanía es ignorar su razón de ser.

 

Ciudadanía y democracia

 

Continuando con lo planteado en párrafos anteriores, el concepto de ciu­dadanía se rela­ciona fuertemente con la cons­trucción de la democracia, debido que se basa en el supuesto de una igualdad básica entre los ciudadanos. No obstante, son muchos los estudios y análisis que consideran que las actuales democracias no han sido capaces de satisfacer las necesidades y demandas cada de las sociedades, desde las más simples hasta las más complejas. Entre otras razones, porque los canales convencionales de participación -como el voto, las marchas, las manifestaciones o los mítines políticos- muestran importantes limitaciones para procesar las demandas e intereses de los diferentes grupos sociales, provocando preocupación por la calidad de la vida democrática (Nateras, 2012).

Por ello, existe gran tensión entre que lo muestra la realidad y lo que plantea el discurso ideológico, por eso los llamados gobiernos democráticos tienen dos retos fundamentales: el primero, superar las limitaciones del modelo libe­ral indivi­dualista, y el segundo, rescatar una de las ideas centrales del modelo marshalliano, que tiene que ver con el disfrute de los derechos sociales como prerrequisito para el verdadero ejercicio de los derechos civiles y sobre todo políticos. Desde este enfoque, con la ciudadanía social se garantizará mayor igualdad de oportunidades para la participación y con ello se consolida la democracia. Pero esto es sólo hipotético por dos razones: primero, porque no está probado que este tipo de ciudadanía asegure la igualdad, ya que tiene que ver con cuestiones estructurales. Segundo, porque su existencia no afianza necesariamente la participación ciudadana (Nateras, 2012).

El asunto es que ya se ha discutido mucho en torno al funcionamiento de la ciudadanía social, pues tiende a romper con el equilibrio entre derechos y obligaciones, ya que se inclina más por los derechos sociales de los ciudadanos en menoscabo de los deberes, provocando la construcción de un ciudadano pasivo, cuya preocupación principal es reclamar sus derechos al Estado como único responsable de su desarrollo. El problema se acrecienta cuando la ciudadanía genera cierto grado de dependencia hacia el Estado o sus instituciones y se empiezan a desdibujar los incentivos para la participación en los asuntos colectivos, creando clientelas en lugar de ciudadanos (Nateras, 2012).

Para O’Donnell (2004), en la democracia mo­derna, la libertad individual garantiza la práctica de la ciudadanía ejercida en la esfera pública, donde los individuos pueden actuar colectivamente e involucrarse en deliberaciones comunes sobre todos los asuntos que afectan a la comunidad política. Por tanto, considera que la demo­cracia política contemporánea se acompaña de una ciudadanía de doble faz: una potencialmente activa y participativa que emerge de los derechos que le otorga el régimen democrático, y otra ads­criptiva y pasiva, adquirida por el hecho de pertenecer a una nación determinada. No obstante, esta naturaleza combinada de la ciudadanía no la portan todos los ciudadanos, pues la historia de la ciudadanía contemporánea es el resultado de una serie de confrontaciones, disputas e intercambios entre las élites y diversos actores sociales, quienes han tenido que negociar sus espacios de poder e influencia. Por tanto, el carácter de los derechos ciudadanos en cada régimen depende de los mecanismos empleados para su obtención, es decir, si han sido el logro de las luchas sociales o devienen de la clase gobernante.

En este tenor, según O’Donnell (2004) América Latina se ha caracterizado por negar a muchos ciudadanos sus derechos, así como por otorgar privilegios y exención de obligaciones a otros. Este trato diferenciado, genera violencia estructural y termina por negar el derecho de ciuda­danía. En estos casos, es necesario extender homogéneamente la legalidad estatal, para que abarque no solo el conjunto del territorio, sino también a todas las categorías sociales. Se trata de implantar un estado democrático de derecho que enaltezca efectivamente los derechos de la ciudadanía.

Pero las limitaciones de la democracia no sólo se circunscriben a lo anterior: para Hindess (2002) los gobiernos de los Estados contemporáneos tienen importantes restricciones estructurales o sistémicas respecto al rol de los ciuda­danos, a pesar de que parezcan internamente lo suficientemente democráticos. Esto se debe en gran medida a que las instituciones de un gobierno representativo son diseñadas para garantizar que la función de los ciudadanos se ciña estrictamente al gobierno del Estado al que pertenecen. La democracia, según esta visión, asegura cierto grado de legitimidad para las actividades prácticas del Estado y sus instituciones, y es la forma más efectiva de asegurar que la población apoye las reformas políticas y económicas que sus go­biernos requieren implementar.

 

Identidad y ciudadanía

 

El tipo de ciudadano en el que piensa Marshall (2005) para hacer su ensayo, es el de un ciudadano que vive en una sociedad homogénea y el que efectivamente, como él señala, comparte el mismo sentido de pertenencia y una herencia común. Por ello, desde las últimas décadas del siglo pasado los debates en torno a la ciudadanía se han centrado en la ampliación de la noción clásica de ciudadanía de Marshall. Estas discusiones rompen con la hegemonía del discurso de las clases sociales, tomando su lugar el asunto de las identidades de los distintos grupos, siendo las más representativas el tema de las identidades étnicas y las identidades de género. Lo que se busca específicamente es la expansión de la ciudadanía, a partir del reconocimiento de los tipos de sujetos que pueden adquirir el estatus de ciudadano en las sociedades contemporáneas.

Respecto a lo anterior, la relación entre ciudadanía e identidad es fundamental, en la medida que el proceso de identificación favorece la edificación de la ciudadanía. La construcción de la identidad es un proceso muy complejo, que se elabora en los ámbitos social, del género, profesional, sexual, entre otros, a partir de identificaciones. La identidad de las personas no es algo que se defina en un momento concreto, es algo que se cimienta desde el pasado y se va forjando en el tiempo, a través de narraciones y elementos simbólicos que van expandiéndose, construyendo una cultura particular, esto es lo que le da significado y sentido a la vida.

En el caso del liberalismo, retomando la concepción clásica representada por Marshall (2005), la ciudadanía se basa en un conjunto de ideales, creencias y valores, en donde la construcción de la identidad juega un papel fundamental. Es esta idea para Rawls (1995) las identidades ciudadanas deben anteceder a las identidades personales, pues según él, nos pensamos primero como ciu­dadanos. Ser un ciudadano para Rawls es visua­lizarse como uno entre muchos individuos libres e iguales y reconocer que la sociedad política a la que se pertenece tiene que ser gobernada por principios consensuados.

Por otro lado, para Huntington (2004) la identidad es el sentimiento de yo, ya sea de un individuo o de una colectividad; es un producto de la autoconciencia de que el yo posee cualidades distintas que lo distinguen del otro. La identidad, como tal se refiere a la individualidad y personalidad propia que una persona posee y proyecta hacia fuera, las cuales se forman y modifican con el tiempo, a partir de las relaciones con otros. Las identidades influyen en la conducta de las personas por varias razones: se dan tanto a nivel individual como en grupo; en su mayoría son creadas; tanto los individuos como los grupos tienen múltiples identidades, y las identidades pueden ser limitadas o amplias, la preeminencia de una identidad sobre otra varía según la situación en la que se encuentre la persona.

Huntington considera que podemos elegir entre un sinnúmero de fuentes de identidad, pero una identidad nacional se va construyendo poco a poco, a través de una gran variedad de directrices sociales, económicas y políticas de largo plazo, casi siempre confrontadas entre sí. Las fuentes de identidad, según Huntington son:

 

Adscriptivas (edad, ascendencia, género, pa­rentesco, etnia -como parentesco ampliado- y la raza); Culturales (clan, la tribu, etnia -como modo de vida-, la lengua, la nacionalidad, la religión, la civilización); Territoriales (el barrio, el pueblo, la localidad, la ciudad, la provincia, el Estado, la región, el país); Po­líticas (facción, camarilla, el líder, grupo de interés, el partido, la ideología, el Estado), y Económicas (el empleo, la profesión, la empresa, el sector económico, el sindicato, la clase). (Huntington, 2004:51)

 

La identidad propuesta por Huntington, tiene que ver con un proceso de auto identificación, como un proceso dialéctico que implica la identificación del yo y de los otros, es decir, entre la identidad atribuida subjetivamente y la identidad apropiada también subjetivamente. Lo cual es totalmente congruente con el ciudadano abs­tracto que promueve el liberalismo, que participa libremente en un Estado abstracto, en condiciones de igualdad, en beneficio propio, pero también del colectivo, en la inteligencia de que la suma logros individuales genera bienestar social.

El liberalismo reconoce la existencia de dos tipos de identidades, las cuales coexisten, sin que una esté por encima una de la otra: una identidad privada, que se basa en la racionalidad y en la lógica de fines-medios (maximizar utilidad), y una identidad pública, que se vincula con la justicia, con el hecho de actuar con reciprocidad y construir una sociedad cooperativa y equitativa para vivir dentro de una sociedad bien ordenada. Pero si esa sociedad ya llegó a ese nivel de orden, los ciudadanos son libres de participar o no en la vida pública, en realidad, esto es más complejo que eso.

En lo referente a los actores sociales, Castells (2004) define la identidad como un proceso de construcción de sentido, a partir de un atributo o un conjunto de atributos culturales, que están por encima del resto de las fuentes de sentido. Desde la perspectiva de Castells, la búsqueda de identidad colectiva o individual, es la fuente fundamental de significado en un mundo suscrito por flujos globales de riqueza, poder e imáge­nes. Frente a la desorganización de las organizaciones, la fragmentación de las sociedades, la deslegitimación de las instituciones y la desaparición de importantes movimientos sociales, Castells propone la identidad como eje en torno al cual reagrupar a la gente, como principio organizativo y elemento decisivo para la definición de la política. Por ello concede preeminencia a las identidades primarias: de tipo religioso, étnico, territorial y nacional.

Sin embargo, la persistente desigualdad de la propia noción de ciudadanía ha tendido a complejizar el desarrollo y la existencia de ciertos grupos y poblaciones que han sido excluidos de la comunidad común de los ciudadanos -mujeres, afrodes­cendientes, homosexuales, jóvenes, minorías étnicas y religiosas, entre otras-, eso ha propiciado que en el debate sobre la ciudadanía se introduzca como parte fundamental el valor de la diferencia y sustituir el viejo valor de la igualdad.

 

Factores que impiden la universalización de la ciudadanía:

desigualdad, exclusión y diferencia

 

Rawls (1995) coincide con Marshall (2005) en el sentido de que la desigualdad producida en el terreno económico puede ser aceptable siempre y cuando se reconozca la igualdad de ciuda­danía, al señalar que en una sociedad justa la igualdad de ciudadanía se da por sentada, pues los derechos asegurados por la justicia no están a discusión. Por tanto, establece que independien­temente del concepto que se tenga de justicia, su papel principal es determinar los derechos y deberes fundamentales, así como establecer las oportunidades económicas y las condiciones sociales, es decir, definir la división correcta de las ventajas económicas y sociales. En este sentido, para garantizar la justicia, existen dos principios básicos que señalan que cada persona tiene igual derecho a las libertades básicas, las cuales tienen que ser compatibles con un sistema de iguales libertades para los demás y las desigualdades sociales y económicas se tienen que conformar de tal modo que sean razonablemente ventajosas para todos.

En términos generales, para Rawls (1995) los valores sociales, como la libertad, la oportunidad, el poder, el ingreso, la riqueza y el respeto a sí mismo se deben distribuir equitativamente, a menos que una distribución desigual produzca beneficios para todos. Es decir, la desigualdad es permisible siempre y cuando se creen las condiciones necesarias para que los individuos que se encuentran en situación de desventaja no permanezcan en esa condición, o sea que la desigualdad sea dinámica. Por tanto, para la visión rawlsiana la estructura básica de la sociedad debe ser evaluada desde la posición de igual ciudadanía, ya que cada persona tiene dos posiciones pertinentes: justamente la de igual ciudadanía y la definida por el lugar que ocupa en la distribución de ingresos y de riqueza.

La igualdad de ciudadanía se define por los derechos y libertades que requieren de los principios de igual libertad y el de justa igualdad de oportunidades. La propuesta rawlsoniana, combina en el estatus de ciudadano dos valores: la libertad y la igualdad, cuando estos dos principios se satisfacen, todos los ciudadanos son iguales. No obstante, considera que es necesario un velo de la ignorancia para poder plantear la razonabi­lidad de los principios de justicia, libertad e igual­dad, que permiten una ciudadanía autónoma, valores que el liberalismo no había defendido con igual intensidad.

Empero, el tema de discusión es que actualmente el debate se centra en la insuficiencia, tanto de igualdad formal para grupos marginados, como en la imposibilidad de que ciertos grupos asimilen la identidad abstracta del ciudadano. Esto implica reconocer un conjunto de prácticas, que más que definir al ciudadano, lo forman; dichas prácticas al institucionalizarse se pueden llegar convertir en arreglos sociales que determinen la membresía a la comunidad. Las nuevas formas que asume la relación Estado-sociedad está reconfigurando las identidades de los sujetos, ampliándolas o diversificándolas.

Pensar que la ciudadanía sigue actuando en un espacio público homogéneo no es posible, debido a la persistencia de desigualdades entre grupos y ante la afirmación de la diferencia. En ésta última, la cuestión económica es un elemento, pues como señala García Canclini (1995), el ejercicio de la ciudadanía se asocia a la capacidad de apropiarse de los bienes. No obstante, las diferencias provocadas por ello se suponía que estaban niveladas por la igualdad en derechos abstractos que se concretaban con votar o sentirse representado. La descomposición de la política y la desconfianza en sus instituciones provocan que otras formas de participación ganen fuerza. Por ello, los ciudadanos perciben que es más fácil que sus dudas y preocupaciones se resuelvan a través del consumo privado de bienes y de la información proveida por los medios masivos de comunica­ción, que por medio de las reglas abstractas de la democracia o de la participación colectiva en espacios públicos.

Usualmente el tema de la igualdad ensombre­ce el de la diferencia no sólo en el debate político, también en la construcción de consensos, pero principalmente en las respuestas del Estado a las presiones de reivindicación de algunos grupos, que buscan mejores salarios, contratos, prestaciones y servicios. Pues la mayor parte de los sistemas políticos manejan el lenguaje homologador de la igualdad y soslayan el lenguaje más complejo de la diferencia (Hopenhayn, 2001).

En nuestros días la ciudadanía se redefine a partir del descentramiento y la autoafirmación de la diferencia, como respuesta a las tendencias de la globalización, pero también al debilitamiento de los Estados nacionales. Por tanto, el tema de la ciudadanía se cruza cada vez más con el de la afirmación de la diferencia y el de la diversidad y esta realidad no se puede hacer a un lado, aún cuando se tenga la idea de que se vive una homogeneidad cultural. Esto, porque cuando se hable de ciudadanía además de referirse a la identidad y la diferencia, es importante considerar otros dos aspectos centrales, que si bien no son constitutivos de ésta, son inherentes a ella en la práctica: la desigualdad y la exclusión, elementos que nos acercan más a la realidad de Latinoamérica, por ejemplo.

La igualdad propuesta en el ensayo de Marshall (2005), a partir del estatus de ciudadano, provoca una interrogante fundamental ¿cómo en el contexto del capitalismo fue posible que se desarro­llara la ciudadanía, considerando que este modo de producción genera desigualdad, a partir de la propiedad de los medios de producción? Todo parece indicar que la respuesta de Marshall sería reducir las tensiones de la desigualdad social, provocada por el mercado, estimulando la igualdad de oportunidades y la movilidad social. No obstante, como señalan algunos autores (Held, 1997; Dahrendorf, 1997; Sartori, 2001; Schnapper, 2004) la ciudadanía es un supuesto, una hipótesis jurídico-política de igualdad, reconocida como necesaria en la sociedad, pero su materialización es el resultado de la tensión entre las diferentes clases y actores políticos.

La igualdad es un supuesto y una ficción, ante la presencia de las desigualdades que genera el propio modelo. Pues, aunque el liberalismo considera las desigualdades moralmente injustas, las justifica señalando que éstas son el resultado de las capacidades individuales y las circunstancias sociales y no de elecciones propias, por tanto, son permisibles.

Partiendo de esta idea, entonces se puede decir que la historia de la ciudadanía se presenta al mismo tiempo como la historia de la dialéctica de la inclusión y la exclusión por medio de la cual se va conformando a una determinada comunidad política. Esto pone en el centro del debate a los excluidos, demostrando la incapacidad del Estado para incorporar la diferencia y evidenciar las exclusiones que no pudo evitar el Estado social. Estos grupos que se vuelven cada vez más visibles se convierten en un elemento fundamental para apreciar los niveles, tipos y formas de exclusión, así como para ver la brecha creciente entre los que son parte y los que no lo son y que por lo tanto no alcanzan el estatus de ciudadano.

El problema de la inclusión/exclusión no es nuevo, pero en las últimos años ha cobrado importancia ante la incidencia de nuevas minorías que buscan emanciparse social, económica o políticamente. Una parte importante de esta población tiene desventajas socio-económicas, de género o de edad. Esta condición, minimiza tanto su poder económico, como político y termina por excluirlos de los beneficios de una ciudadanía plena, esto representa un gran desafío a los valores de la democracia liberal y a los fundamentos morales de la sociedad.

Como se ha planteado, una forma de inclusión a la ciudadanía ha consistido en ofrecer cierto “bienestar social”, a través de los denominados derechos sociales o bien con el reconocimiento de iguales derechos y oportunidades para todos los ciudadanos. Sin embargo, las distintas formas y mecanismos de exclusión desdibujan y ensombrecen a la ciudadanía, aún cuando se le asocia a definiciones de igualdad, justicia social, nacionalidad, comunidad y pertenencia. Para alcanzar un mayor nivel de inclusión, las luchas políticas y sociales han jugado un papel fundamental, sobre todo cuando el Estado no es capaz de garantizar y proteger esos derechos. Los problemas de inclusión/exclusión no se reducen únicamente a las fronteras nacionales, los límites que separan al ciudadano pleno del ciudadano con derechos limitados es mucho mayor a nivel interno o nacional, provocando el surgimiento de una especie de ciudadanía de segunda clase.

Siguiendo con esta argumentación, la ciuda­danía, en su acepción clásica y definida como un estatus, otorga a los individuos igualdad de derechos y obligaciones, así como libertades y prohibiciones, lo cual va acorde con la política democrática. No obstante, la exclusión, el aumento de la desigualdad y la falta de condiciones para el ejercicio de los derechos dejan ver una ciudadanía acotada. Esto termina siendo paradójico, pues revela la gran brecha que existe entre la ciudadanía como un ideal y como un ejercicio real, pero sobre todo la universalización de la misma.

Para poder entender el carácter de la ciudada­nía en el mundo moderno, es importante anali­zarlo más allá de los límites nacionales, pero también a partir de la desigualdad, la cual se ha agudizado en las últimas décadas, provocando pobreza extrema en amplios sectores de la población, que se han vuelto víctimas de la exclusión. En este marco cabe preguntarse ¿qué significado adquiere la ciudadanía para aquellos que no se encuentran en situación de igualdad económica, política, jurídica o social en sus pretensiones universalistas?.

Para Dahrendorf (1997), Marshall (2005) no entiende a la ciudadanía como un concepto eco­nómico, pues el estatus que le asigna a la ciudadanía está separado de la voluntad del mercado. Desde esta óptica, tanto las obligaciones como los derechos, se vuelven incondicionales. Sin embargo, para él es el mercado quien determina la posición del individuo con base en su contribución en el proceso económico; pues reconoce que con los cambios recientes en la economía mundial, la ciudadanía se ha convertido en una mercancía a la que acceden sólo los que pueden pagar por ella. El problema se agudiza con las personas en situación de pobreza, pues el lugar que éstas ocupan va más allá de una cuestión de estatus debido a que se ubican fuera del umbral de las oportunidades de acceso, incluso a cuestiones básicas. En realidad esto es un problema de derechos y, por consiguiente, de ciudadanía, que afecta los valores básicos de nuestras sociedades, debilitando sus anhelos de universalidad.

En la misma lógica de este argumento, para Schnapper (2004) y partiendo de la premisa libe­ral de que el ciudadano es un individuo abs­tracto, sin identificación y sin calificación particulares, todos los individuos están aptos para convertirse en ciudadanos. Las sociedades fundadas en la ciu­dadanía han sido hasta la fecha sociedades nacionales específicas que lucharon por fusionar la ciudadanía universal con la idea de nación. Para Schnapper en una sociedad orga­nizada en torno de la producción de la riqueza y de los valores derivados de ella, los estatus sociales se definen por el lugar que ocupan en el sistema de producción, es decir, a su forma de participación en la vida económica. Estos estatus y las identidades sociales están vinculados a los estatus jurídicos que les otorga la relación con el empleo y la protección social. Por tanto, las identidades sociales se construyen por medio de la legislación de protección social que es provista y reconocida por la sociedad. Empero, si uno se queda en la lógica de la igualdad formal, se corre el riesgo de que los beneficios de las transferencias económicas sigan siendo insuficientes para los más pobres.

A partir de esta argumentación, Schnapper considera fundamental reconocer una nueva ciudadanía instituida sobre los derechos de las personas y no sobre el vínculo a una colectividad nacional, renovando su contenido, en donde los verdaderos derechos del ciudadano sean econó­micos y sociales y no solamente políticos, rebasando el contexto nacional y ligado a la persona y no a la relación de los individuos con un Estado. Por ello, considera que la ciudadanía política “clásica” está devaluada.

Los problemas de inclusión del modelo de Marshall (2005) tienen su base en la desigualdad de estatus y su origen en dos limitantes que conlleva el propio modelo: el planteamiento evolucionista implícito en sus argumentos y su alcance regional. Porque como señala Somers (1999), Marshall establece un desarrollo cronológico bastante secuencial en la edificación de la ciudadanía y su visión del desarrollo político y social de la modernidad es bastante etnocéntrica. Asimismo, al centrarse en el análisis normativo del statu quo termina por minimizar los procesos de cambio social.

Held (1997) considera que si bien la ciudadanía conlleva un principio de igualdad, la clase social, por el contrario, es un sistema de desigualdad basado en la propiedad, la educación y la estructura económica. Por tanto, la clase y la ciudadanía son principios de organización contradictorios. Según Held no existe un principio universal que estipule cuáles son los derechos y deberes de un ciudadano, no obstante en las sociedades donde la ciudadanía es una fuerza en desarrollo es fundamental crear una ciudadanía ideal y por consiguiente una meta hacía la cual se pueden orientar las aspiraciones. Por ello, considera que la ciudadanía siempre ha implicado una reciprocidad de derechos frente a la comunidad y deberes hacía ella. En ello reside la esencia de la pertenencia a la comunidad en que cada individuo se desenvuelve, es decir, la pertenencia a un grupo social o una colectividad, es la que a fin de cuentas define la ciudadanía. El sentido de pertenencia involucra irremediablemente algún grado de participación en los asuntos de la comunidad.

Desde esta perspectiva, a pesar de que la esencia de la ciudadanía tienen que ver con la partici­pación en la comunidad en que vive la gente, a las personas se les ha negado la ciudadanía por cuestiones de género, raciales y de edad, entre otros criterios. Pues la historia está plagada de intentos de limitar la ciudadanía a ciertos grupos, lo cual tiene que ver inexorablemente con las distintas concepciones que se tienen del ciudadano y en particular de lo que implica la participación en la comunidad. Por tanto, para Held (1997), la ciudadanía se debe analizar más allá de la inclusión o exclusión de clases sociales. Se debe examinar a partir de un enfoque complejo y multidimensional, en donde se considere que la ciudadanía es el producto de luchas por la participación en la comunidad y por la inclusión en ella y a la clase se le vea como una de las barreras de acceso. De esta forma no se pierden de vista todas las dimensiones de la vida social que han sido fundamentales en el desarrollo de la ciudadanía.

Es por lo anterior, que el estudio de la ciudadanía debe ocuparse de todas las dimensiones que favorecen o restringen la participación de los individuos en su entorno inmediato y la compleja red de relaciones y procesos nacionales e internacionales que las atraviesan.

Tom Bottomore (2005), partiendo también de las complejidades que representa la globaliza­ción, distingue entre ciudadanía formal, definida a partir de la membresía a un Estado-Nación y ciudadanía sustantiva como la capacidad de te­ner y de ejercer los derechos, con cierto grado de participación en los ámbitos público y privado. De acuerdo con Bottomore la ciudadanía formal no es requisito previo para el ejercicio de la ciudadanía sustantiva, y, por tanto, no es condición suficiente, porque se puede pertenecer a una co­munidad nacional y al mismo tiempo estar excluido del derecho a disfrutar de algunos derechos sociales, civiles y hasta políticos. O bien se puede disfrutar de ciertos derechos sociales, civiles y políticos aun sin ser parte de una comunidad nacional.

Respecto a la exclusión en el disfrute de derechos, Bottomore (2005) señala que se deben exa­minar los derechos civiles, políticos y sociales en el marco de los derechos humanos a escala glo­bal, antes que de la ciudadanía, sobre todo considerando las grandes desigualdades generadas por el capitalismo. Estas desigualdades se pueden observar entre países ricos y pobres, pero también entre las etnias y el género, sin perder de vista que estas dos últimas coexisten con las de clase.

Finalmente, destaca la postura de Sartori (2001) quien analizando la división tripartita entre derechos políticos, civiles y sociales considera que no es una clasificación convincente, debido a que desde la Revolución Francesa los derechos se han dicotomizado entre los derechos del hombre -universales, de base iusnaturalista- y derechos del ciudadano, que son precisamente exclusivos del ciudadano. Si se considera que la integración que le interesaba a Marshall (2005) era entre el estatus “igual” del ciudadano y la desigualdad se manifiesta en el sistema de clases sociales, su propuesta era completar la igualdad jurídico-política con la igualdad social producida por los derechos económico-sociales. Por ello, para Sartori la condición fundante de la ciudadanía que instituye el “ciudadano libre” es la igual inclusividad, pero en la que no caben todo, solo los que son integrables.

 

Puntos concluyentes

 

El derecho de ciudadanía hoy en día se encuentra en muchos países en una situación compleja, la exclusión de ciertas categorías de ciudadanos de los derechos políticos y sociales básicos, las crecientes desigualdades y el incremento de la desconfianza de la sociedad respecto a las instituciones políticas son síntoma de graves problemas en los modelos contemporáneos de ciudadanía. Por ello, si se quiere analizar la ciudadanía como algo más que un conjunto de derechos y obligaciones frente al Estado y la comunidad, es necesario reconocer que el conjunto de prácticas (sociales, políticas y culturales) también contribuyen a la construcción de ciudadanos.

De la tipificación del ciudadano, en la noción liberal, del hombre blanco, productor y proveedor históricamente han quedado excluidos los que no son productivos, es decir, los que son económica y socialmente dependientes, los que no han logrado su autonomía como ciudadanos. Por tanto, la lucha de ciertos grupos por alcanzar la condición de ciudadanos, a partir de la identificación de sus carencias y de la incapacidad del Estado para atenderlas, ha sido un factor fundamental de la transformación política y social.

El modelo liberal otorga mayor importancia a los derechos que a las obligaciones; esto de­muestra que las garantías individuales son más importantes que los derechos sociales. Esto tiene que ver con el origen de los derechos, que al ser de origen contractual le otorgan estatus al individuo; este planteamiento es esencial para deducir qué tipo de ciudadanía se está construyendo. Asimismo, para entender cómo perciben los individuos sus derechos y los de los demás, así como sus obligaciones, bajo la premisa fundamental de que los ciudadanos son libres e iguales.

La idea de universalización de este concepto político lo que finalmente demuestra es que con­llevaba una serie de contradicciones, pues la sociedad guiada por los preceptos del libera­lismo terminó por establecer cuántos y quiénes disponían del derecho a ejercer la ciudadanía, a pesar de haberse proclamado su universalidad. Por tanto, la sociedad moderna se funda en un principio de posible inclusión universal, aún cuando en el discurso se establecía que la ciudadanía era factible para todos los individuos, independientemente de sus características históricas, sociales, biológicas o religiosas.

 

 

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