Multiculturalidad de inclusión política en México

 

Multiculturalism and political inclusion in Mexico

 

Justino Lozano Alvarado | ORCID: orcid.org/0000-0003-4603-8189

tinoloz@hotmail.com 

Universidad Autónoma de Guerrero

 

México

 

Recibido: 31/03/21

Aceptado: 30/08/21

 

Resumen

A nivel conceptual, la categoría ciudadanía cultural, referida a las identidades colectivas en tanto derecho a la diferencia, la identidad y el autogobierno de pueblos indígenas cobra cada vez más fuerza y terrenidad, gracias al movimiento indígena y en cierta medida, desde otro ángulo, al debate entre liberales y multiculturalistas, que han abierto una visión democrática de las sociedades, más plural y de justicia.

El reconocimiento internacional de los derechos culturales, y las reformas legislativas en cada nación, muestran la construcción de esta dimensión ciudadana, a partir de los movimientos sociales -entre ellos indígenas-, que están reivindicando los derechos políticos, como derechos culturales y derechos colectivos. Con lo cual se dice que en buena medida la democracia sociocultural es sobre todo un proyecto que se viene haciendo realidad, logrando avances en el debate del concepto de ciudadanía concomitante a los problemas derivados de las identidades y diferencias culturales, en contextos multiculturales. Esta tendencia plantea un horizonte de posibilidades al concepto de ciudadanía cultural que potencia la construcción democrática más global de la sociedad.

 

Palabras clave: Multiculturalismo, Diversidad Cultural, Igualdad, Ciudadanía, Ciudadanía Cultural.

 

Summary

At a conceptual level, the category of cultural citizenship, referring to collective identities as the right to difference, identity and self-govern­ment of indigenous peoples; it is gaining more and more strength and earthiness, thanks to the indigenous movement and to some extent, from another angle, to the debate between liberals and multiculturalists, who have opened a democratic vision of societies, more plural and of justice.
The international recognition of cultural rights, and the legislative reforms in each nation, show the construction of this civic dimension, based on social movements -among them indigenous-, which are claiming political rights, such as cultural rights and collective rights. With which it could be said that, to a large extent, sociocultural democracy is above all a project that has been becoming a reality, making progress in the debate of the concept of citizenship concomitant to the problems derived from cultural identities and differences, in multicultural contexts. This trend raises a horizon of possibilities for the concept of cultural citizenship that enhances the more global democratic construction of society.

 

 

 

Keywords: Multiculturalism, Cultural Diversity, Equality, Citizenship, Cultural Citizenship.

 

 

 

Introducción

 

 

 

En el presente trabajo nos propusimos analizar la multiculturalidad de nuestra nación y cómo la democracia representativa en una sociedad plural y diversa como la mexicana da cabida a los pueblos indígenas. Se trató de conocer cómo el régimen democrático considera la integración en el espacio legal y político de los indígenas, que en tanto identidades étnicas diferenciadas del resto mayoritario de la nación han sido históricamente marginados, discriminados y excluidos por el Estado.

El aspecto que se destaca en referencia a la inclusión es cómo la democracia, a través de sus instituciones, mecanismos y procedimientos, puede hacer posible (no solo teórica sino prácticamente) el reconocimiento de la diversidad y pluralidad de su sociedad, sobre la base de la creación de condiciones para la tolerancia, la igualdad y la justicia hacia los grupos étnicos que forman parte de un Estado-nación y que con legitimidad exigen derechos y participación en la toma de decisiones que históricamente les han sido negados.

La integración de los “diferentes” culturalmente (en este caso, los indígenas de una sociedad plural como la nuestra) presenta desafíos a la democracia: para mejorar su calidad, la diversidad es el desafío que una sociedad heterogénea como la mexicana le plantea, mientras que la inclusión podría ser la respuesta del sistema político a dicho desafío. La pregunta es si la democracia como la conocemos ofrece los principios, instituciones y actores necesarios para incluir la nueva, y en nuestro caso, la vieja, diversidad (los indígenas) de nuestra sociedad y de nuestra ciudadanía.

 

 

 

Perspectiva teórica

 

 

 

El punto de partida fue considerar distintas tradiciones o perspectivas teóricas (Liberalismo/Multiculturalismo) sobre la relación democracia y sociedades plurales, para destacar el estado que guarda la teoría democrática en el tratamiento de la inclusión de la diversidad cultural étnica en los regímenes y sistemas democráticos.

Así, desde esta revisión, podemos contar con un enfoque conceptual con qué mirar la democracia existente y posible, donde quepan los arreglos de inclusión para identidades sociales como la indígena, demandante de incorporación participativa en la democracia. El objetivo fue lograr referentes conceptuales con los cuales visualizar un México multicultural, algo con qué mirarnos.

Es una aproximación a la teoría del liberalismo democrático, en la cual las democracias modernas son fundamentalmente el resultado de la articulación de dos tradiciones: la liberal (defensora de la libertad individual, el imperio de la ley y los derechos humanos individuales) y la democrática (caracterizada por el principio de igualdad, la identidad entre gobernantes y gobernados y la soberanía popular). Norberto Bobbio defiende la interdependencia entre el estado liberal y el estado democrático: se necesitan ciertas libertades para el correcto ejercicio del poder democrático; y el poder democrático es necesario para garantizar las libertades fundamentales. De esta forma, el principio universal tratar a todos como seres libres e iguales se convierte en eje central del pensamiento liberal que rige las democracias modernas.

Es una aproximación a la teoría del liberalismo democrático desde la perspectiva de uno de los fenómenos principales del pluralismo cultural: el pluralismo nacional existente en algunas democracias (democracias plurinacionales). Se trata del debate teórico sobre qué significa una democracia liberal en sociedades en las que conviven diversas colectividades nacionales de carácter histórico y territorial.

 

 

 

El concepto diversidad cultural

 

 

Para abordar el análisis que plantean la multiculturalidad de las naciones, el pluralismo cultural, las democracias plurinacionales o las democracias en sociedades plurales, resulta necesario distinguir entre las distintas formas de diversidad cultural que existen.

Will Kymlicka las resume en dos: las minorías nacionales y los grupos de inmigrantes (1996:26-46). El primer caso se refiere a la coexistencia dentro de un mismo Estado de más de una nación, entendiendo por nación una comunidad histórica, más o menos completa institucionalmente, que ocupa un territorio o tierra ancestral determinada y que comparte una lengua y cultura diferenciadas. Tal diversidad es el resultado de la incorporación de culturas que anteriormente poseían autogobierno y estaban concentradas territorialmente (por ejemplo, minorías nacionales, pueblos indígenas). Esta unión puede ser involuntaria (a causa de una invasión o conquista, como ocurrió en Canadá, EEUU, América Latina, Finlandia o Australia) o voluntaria (mediante la formación de una federación por beneficio, por ejemplo Bélgica o Suiza). Esta forma de diversidad conforma lo que Kymlicka llama Estados multinacionales. En el segundo caso, la diversidad cultural surge de la inmigración individual y familiar, y constituyen los Estados poliétnicos, de acuerdo a la terminología utilizada por el autor canadiense.

Esta caracterización no es excluyente: hoy en día la mayoría de los estados son una combinación de ambos (EEUU, Canadá, España...). Hacer esta distinción es importante porque es la mejor para que ningún grupo quede invisibilizado, y porque las demandas de cada grupo pueden ser diferentes y, por tanto, la respuesta también debe ser distinta. En general, las minorías nacionales desean seguir siendo sociedades distintas respecto de la sociedad mayoritaria de la que forman parte y exigen formas de autonomía y autogobierno para asegurar su supervivencia como culturas diferentes. Por su parte, los grupos étnicos (derivados de los procesos migratorios) desean integrarse a la sociedad de acogida y que se les acepte como miembros de pleno derecho de la misma. Pretenden que las instituciones y las leyes de dicha sociedad sean más receptivas a las diferencias culturales, pero no piden poderes de auto gobierno.

 

 

 

El principio de igualdad

 

 

Otro hilo conductor que particularmente orienta nuestra revisión es el principio de igualdad que está en el centro del debate teórico entre las distintas tradiciones. La igualdad (igualdad como idéntico) es base fundamental de la tradición liberal democrática y ha servido como eje ordenador de nuestras sociedades, que en los hechos han seguido una línea de igualdad uniformadora y asimilacionista, igualdad con base en la cual se ha articulado la construcción de la esfera pública, el demos y la ciudadanía. Todo ello al interior de una misma cultura, como si en realidad fuese una sola cultura y no muchas las que coexisten en nuestras sociedades multiculturales, lo que significa un debate entre quienes conciben una sociedad con una misma cultura y quienes la conciben culturalmente diversa.

Lo que plantean otras tradiciones es que la igualdad como diferencia o lo que diferencia a las personas en términos de cultura importa tanto como lo que las iguala, por lo cual dejan entrever preguntas relacionadas con la igualdad de las culturas en términos de ser sujetos de este principio de igualdad, de cómo aplicar el principio de igualdad no solo a los valores sino a la diversidad cultural, o también de cómo incluir la diferencia cultural en la categoría de la igualdad.

 

 

 

El liberalismo democrático

 

 

Actualmente, las democracias liberales gozan de buena salud teórica e innegable éxito práctico, sin embargo, tal situación no oculta algunos límites conceptuales e institucionales ante la conflictividad que presenta el panorama político del siglo XXI. Se trata de una tradición práctica y constitucional que en la actualidad no tiene rivales dentro de los sistemas políticos comparados.

Cuestiones como la protección y garantía de derechos y libertades, las elecciones competitivas, el pluralismo político efectivo, la concreción de los principios de constitucionalidad y legalidad, la división y separación de poderes y la articulación de una economía de mercado con algún grado de intervencionismo público, han llegado a convertirse en metavalores aceptados por la mayoría de las sociedades contemporáneas. Esto no quiere decir que toda esa consistencia teórica y constitucional no posea lados oscuros, debilidades contrarias a la integración de la diversidad social a la vida democrática y que, por lo tanto, el sistema se debería considerar injusto e incapaz, sin cambios, con su bagaje organizativo y constitucional tradicional, de hacer frente a los nuevos fenómenos de las sociedades contemporáneas: la globalización, el pluralismo cultural o las nuevas relaciones internacionales.

Frente a dichos fenómenos, el lenguaje, las instituciones, o incluso la interpretación habitual de los valores liberales y democráticos fundamentales (libertad, igualdad, pluralismo, dignidad) parece requerir una revisión teórica y, sobre todo, una serie de reformas prácticas y constitucionales que permitan una mejora moral, además de una mayor adaptabilidad a las condiciones políticas, culturales y tecnológicas de este nuevo siglo.

 

 

 

Los pluralistas liberales

 

 

En la línea liberal democrática destacamos tres autores contemporáneos: Habermas (2024), Sartori (2001) y Lijphart (2000), para quienes en sus propuestas venidas del pluralismo la diversidad cultural encuentra cabida en estructuras de participación pública, el sistema de partidos y la democracia consensual respectivamente. Ellos ofrecen sus argumentos para la inclusión política en la vida democrática de la diversidad cultural en las distintas conformaciones de las sociedades multiculturales.

En este marco de dificultades que representa la existencia de la diversidad, de nacionalismos y su obstáculos para la democracia, cabe destacar la propuesta de Jürgen Habermas, quien con base en la consideración de algunos fenómenos y acontecimientos sociales, cuestiona el concepto de nacionalismo e introduce otro concepto como su sustituto y nos habla de patriotismo constitucional, que considera como el único patriotismo legítimo que encuentra sus límites en los postulados de universalización de la democracia y de los derechos del hombre. Sostiene que

 

el nacionalismo quedó extremado entre nosotros en términos de darwinismo social y culminó en un delirio racial que sirvió de justificación a la aniquilación masiva de los judíos. De ahí que el nacionalismo quedara drásticamente devaluado entre nosotros como fundamento de una identidad colectiva. (Habermas, 2002:116)

 

Y señala en su enfoque alternativo que el patriotismo constitucional consiste en la lealtad a la Constitución y a la comunidad política democrática y, en consecuencia, es ajeno a todo elemento o contaminación ética o étnica. En Habermas el pluralismo de las cosmovisiones de la sociedad actual es un pluralismo ético y étnico, que requiere de una neutralización de lo político si queremos conservar y mantener dicho pluralismo. De este modo, el patriotismo constitucional se opone al nacionalismo, que toma el concepto de Nación como categoría política fundamental.

 

La ciudadanía democrática no ha de menester quedar enraizada en la identidad nacional de un pueblo [...] y con independencia de y, por encima de la pluralidad de formas de vida culturales diversas, exige la socialización de todos los ciudadanos en una cultura política común. (Habermas, 1998:629)

 

En este aspecto, Estados Unidos y Suiza son los ejemplos de esta ciudadanía democrática.

El concepto de patriotismo constitucional representa, sin embargo, un modelo de afirmación de los principios políticos liberales y democráticos y su supremacía sobre la cultura y la propia historia. De alguna forma, que el amor a la patria expresado como amor al Estado de derecho y sus valores constitucionales, prima sobre o se superpone a los elementos étnicos o socioculturales de una determinada comunidad.

En La Inclusión del otro (2004) Habermas defiende que muchas de las intervenciones normalizadoras para compensar daños o desigualdades tienen como resultado la creación de nuevas discriminaciones y la privación de la libertad. Para ilustrar esta afirmación utiliza el ejemplo de las medidas para el tratamiento igualitario entre hombres y mujeres, que no ha logrado su objetivo: la causa de ello es que esas normas compensatorias se diseñan desde generalizaciones de las situaciones de desventaja (que se alejan de la realidad) y según modelos de interpretación tradicionales, que contribuyen a la consolidación de estereotipos (2004:196).

Complementa su postura con una propuesta de cómo integrar al otro a la comunidad política, esto es, por medio de estructuras de participación en la vida pública. Considera que antes de las normas compensatorias es necesario establecer un debate político público que permita la correcta interpretación de las necesidades. Los propios afectados de las situaciones de desventaja deben poder debatir públicamente, articular y fundamentar los aspectos indispensables para el tratamiento de la desigualdad. Esto significa que la autonomía privada de los ciudadanos que disfrutan de iguales derechos sólo puede ser asegurada activando al mismo tiempo su autonomía pública. Sólo con la participación pública es posible asegurar la autonomía individual.

Así plantea Habermas la inclusión del otro: a través del acceso a la comunidad política, con independencia de la procedencia cultural de cada uno. En este sentido, defiende el derecho de mantener la propia cultura (la identidad del individuo se entreteje con identidades colectivas y puede estabilizarse dentro de una cultura) pero también la obligación de aceptar el marco político de convivencia definido por los principios constitucionales y los derechos humanos (en cuyo diseño han participado todos).

Defiende la coexistencia de las culturas en igualdad de derechos, pero no la protección especial de culturas o grupos. Si en una sociedad existe una esfera pública que funcione con estructuras abiertas que permitan y promuevan discursos de autocomprensión que incluyan a todos, no es necesario ningún principio especial de protección.

De ello se deduce que la importancia de no perder una cultura es porque es un derecho (vinculado a los demás) no por el valor propio de la cultura. Por tanto, las obligaciones jurídicas con respecto a los individuos no dependen en absoluto de la estimación del valor universal de la cultura sino que resultan de derechos jurídicos.

 

En su libro La Sociedad Multiétnica, Giovanni Sartori desarrolla su concepción de pluralismo y presenta su perspectiva de inclusión de la diversidad en las democracias liberales. Su propuesta es que mientras los multiculturalistas nos invitan a “repensar la pluralidad [...] yo invito en cambio pensar el pluralismo y, partiendo de ahí (no de la pluralidad), repensar la pluralidad pluralista (Sartori, 2001:61-62). Es claro el punto de partida de este autor, pues hace una revisión de los principios del pluralismo para el estudio de la multiculturalidad, es decir, de las sociedades plurales pero al revés, o mejor dicho, primero revisa la teoría pluralista y en seguida, o consecuentemente, su referente multicultural.

El concepto de pluralismo político lo define en los siguientes términos:

 

En una primera aproximación podemos decir que en el terreno político el término “pluralismo” indica una diversificación del poder (en términos de Robert Dahl una “poliarquía abierta”) basada en una pluralidad de grupos que son, a la vez, independientes y no exclusivos. Ya he señalado como este pluralismo político convierte las “partes” en partidos. (Sartori, 2001:39)

 

Sartori refiere, además, muchos aspectos y elementos esenciales que conforman la teoría mencionada. Entre ellos encontramos que, para el pluralismo, la diversidad y el disenso son valores que enriquecen al individuo y también a su comunidad política (Sartori, 2001:23). Y que es la democracia liberal [...] la que se funda sobre el disenso y sobre la diversidad [...] un sistema político de concordia discors, de consenso enriquecido y alimentado por el disenso, por la discrepancia (2001:25).

Veamos primero sus argumentos sobre la diversidad para ver cómo es que esta encaja en la teoría pluralista:

 

En teoría, o en principio, está claro que el pluralismo está obligado a respetar una multiplicidad cultural con la que se encuentra. Pero no está obligado a fabricarla [...] el intento primario del pluralismo es asegurar la paz intercultural, no fomentar una hostilidad entre culturas. (2001:36-37)

 

Pero en dicho contexto pluralista, donde el pluralismo es hijo de la tolerancia, se postula un reconocimiento recíproco. Y como lo señala nuestro autor: en cualquier caso, la cuestión es que el pluralismo trata cualquier “identidad” (voluntaria o involuntaria) de la misma manera y por ello, decía en términos de respeto y reconocimiento recíproco. Si no es así, entonces no hay pluralismo (Sartori, 2001:38).

En lo que respecta al disenso como componente también central del pluralismo Sartori (2001) plantea:

 

Por tanto, debe quedar claro que el elemento central de la weltanschauung pluralista no es ni el consenso ni el conflicto, sino, en cambio, la dialéctica del disentir, y a través de ella un debatir que en parte presupone consenso y en parte adquiere intensidad de conflicto, pero que no se resuelve en ninguno de estos dos términos. (p. 40)

 

Es entonces cuando se destaca la importancia que tiene el consenso como una construcción constante que tiene sustento en el disentir, y es a partir de tal cómo el consenso pluralista se basa en un proceso de ajuste entre mentes e intereses discrepantes. Podremos decir así: consenso es un proceso de compromisos y convergencias en continuo cambio entre convicciones divergentes (Sartori, 2001:41).

El aspecto en el que se concretan los principios del pluralismo es el sistema de partidos:

 

Sólo con el pluralismo cabe concebir el dividirse como “bueno”, y así los partidos aparecen como partes de un todo, como componentes positivos de un todo [...] Los partidos ven la luz sólo cuando se afirma la creencia de que es mejor un mundo variado y múltiple que un mundo monocromático. Por lo tanto pluralismo y partidos, idealmente, han nacido en un mismo parto. Y la expresión “pluralismo de partidos” está preñada de significados. Diríamos que los partidos en plural son un producto “real” del pluralismo como “ideal”. (Sartori, 2001:29)

 

Así también, el pluralismo se plantea como la mejor defensa y legitimación del principio mayoritario limitado, del principio de que la mayoría debe respetar los derechos de la minoría y, por consiguiente, del principio de que la mayoría debe de ejercer su poder con moderación en los límites planteados por el respeto del principio pluralista (Sartori, 2001:41-42).

En relación a la sociedad plural, Sartori considera que una sociedad abierta es una sociedad pluralista, y que se puede abrir tanto como lo permita la noción de sociedad pluralista

 

y a través de ella la de una comunidad en la cual los diferentes y sus diversidades se respetan con reciprocidad y se hacen concesiones recíprocas. Es verdad que el concepto de pluralismo es elástico y adaptable a las circunstancias. De ello no se deduce, sin embargo, que la elasticidad del pluralismo no tenga ningún fin. Si se estiran demasiado, los elásticos también se rompen. (2001:61).

 

Pluralidad como noción básica, acompañada de reciprocidad de reconocimiento, concesiones reciprocas, y limitación de grupos, hacen del pluralismo una perspectiva integradora.

 

Si una determinada sociedad es culturalmente heterogénea, el pluralismo la incorpora como tal. Pero si una sociedad no lo es, el pluralismo no se siente obligado a multicultural izarla: El pluralismo aprecia la diversidad y la considera fecunda. Pero no supone que la diversidad tenga que multiplicarse, y tampoco sostiene, por cierto, que el mejor de los mundos posibles sea un mundo diversificado en una diversificación eternamente creciente. El pluralismo -no se olvide- nace en un mismo parto con la tolerancia y la tolerancia no ensalza tanto al otro y a la alteridad: los acepta. Lo que equivale a decir que el pluralismo defiende, pero también frena la diversidad. (Sartori, 2001:66)

 

Asimismo, plantea la asimilación/integración contraria a la homogeneización que es contraria a los principios pluralistas.

 

Y, por consiguiente, el pluralismo asegura ese grado de asimilación que es necesario para crear integración. Para el pluralismo, la homogeneización es un mal y la asimilación es un bien. Además, el pluralismo, como es tolerante, no es agresivo, no es belicoso. Pero, aunque sea de manera pacífica, combate la desintegración. (Sartori, 2001:66)

 

Es indiscutible que la postura de pluralismo de Sartori aterriza en el sistema de partidos, que hace desde éste una extensión al reconocimiento de la diversidad de las sociedades democráticas.

Que el pluralismo no se reconozca en una diversificación creciente está confirmado en los hechos por el pluralismo de partidos. Un partido único es “malo”, pero dos partidos ya son “buenos”, y tanto la teoría como la praxis del multipartidismo condenan la fragmentación de partidos y recomiendan sistemas que no sobrepasen los cinco o seis partidos. Porque en el pluralismo de partidos se deben equilibrar dos exigencias, la representación y la gobernabilidad; y si multiplicar los partidos aumenta su capacidad de representar las diversidades de los electorados, su multiplicación va en menoscabo de la gobernabilidad, de la eficiencia de los gobiernos. Y por lo tanto el pluralismo se reconoce en una diversidad contenida. Y la misma lógica se aplica, mutatis mutandis, a la sociedad pluralista, que también debe compensar y equilibrar multiplicidad con cohesión, impulsos desgarradores con Mantenimiento del conjunto (Sartori, 2001:67).

Finalmente, este autor considera que si el multiculturalismo es benigno y sólo se refiere a multiplicidad de culturas y

 

si el multiculturalismo se entiende como una situación de hecho, como una expresión que simplemente registra la existencia de una multiplicidad de culturas [...] en tal caso un multiculturalismo no plantea problemas a una concepción pluralista del mundo. En ese caso, el multiculturalismo es sólo una de las posibles configuraciones históricas del pluralismo. Pero si el multiculturalismo, en cambio, se considera como un valor, y un valor prioritario, entonces el discurso cambia y surgen problemas. Porque en este caso pluralismo y multiculturalismo de pronto entran en colisión. (Sartori, 2001:65)

 

De acuerdo con Sartori, en efecto, las perspectivas que aquí contemplamos son aquellas que tratan de acercarse desde el liberalismo democrático, desde el liberalismo y pluralismo cultural a la posible integración de la diversidad a las democracias liberales, no fomentando identidades o multiculturalidad en crecimiento interminable, sino postulan su reconocimiento constitucional y su acomodación práctica en los sistemas y regímenes democráticos.

El debate entonces está en qué tanto las democracias actuales abren la posibilidad real y efectiva de incorporación de sus sociedades plurales a identidades movilizadas y presentes en exigencia de reconocimiento e integración política y constitucional y cómo se crea el conjunto de mecanismos e instituciones para el ejercicio de las diferencias y la ciudadanización de grupos con identidades diferenciadas que reclaman efectivamente autonomía que no es separación sino su inclusión en el contexto democrático de cada país.

 

Otro autor importante por su aporte al estudio de los sistemas democráticos y en particular a las democracias plurales es Arend Lijphart. En su libro Modelos de democracia (2000), con base en el análisis comparativo de los sistemas democráticos que hay en el mundo, plantea que hay dos modelos de democracia: la democracia mayoritaria y la democracia consensual.

La democracia consensual es un concepto que trata de un tipo de sistema político que persigue la anuencia de todo el conjunto social y no solo el de la mayoría. El supuesto es que

 

Especialmente en sociedades plurales -sociedades que se hallan profundamente divididas por motivos religiosos, ideológicos, lingüísticos, culturales, étnicos o raciales en auténticas sub-sociedades separadas que cuentan con partidos políticos, grupos de interés y medios de comunicación propios- es probable que la flexibilidad necesaria para conseguir una democracia mayoritaria no exista. Bajo estas condiciones el gobierno de la mayoritaria no sólo es antidemocrático, sino también peligroso, puesto que a las minorías a quienes constantemente se les niega el acceso al poder se sienten excluidas y discriminadas y son susceptibles de perder su lealtad al régimen. (Lijphart, 2000:44)

 

Para ello, entonces, propone su modelo de democracia:

 

Lo que estas sociedades necesitan es un régimen democrático que haga hincapié en el consenso en lugar de la oposición, que incluya más que excluya y que intente maximizar el tamaño de la mayoría gobernante en lugar de contentarse con una mayoría escasa: la democracia consensual. (Lijphart, 2000:44-45)

 

En lugar de concentrar el poder en manos de la mayoría, el modelo consensual intenta, dividir, dispersar, y restringir el poder de varias formas. (Lijphart, 2000:45-46).

El concepto de democracia consensual es uno de los aportes más importantes de Lijphart. Lo había trabajado en un libro anterior, Las democracias contemporáneas (1986) y se ubica como un texto que antecede al de Las Democracias en las Sociedades Plurales (1990) donde explica ampliamente el concepto de democracia consociacional, del cual evoluciona el que ahora se encuentra en Modelos de Democracia. Aunque en el fondo se trata del mismo concepto, la nueva denominación (democracia consensual) es un sistema político más abarcador e intenta incluir a la pluralidad social.

En Democracias en las Sociedades Plurales Lijp­hart ubica la concepción clásica de democracia como un sistema político donde el gobierno representaba al pueblo o, cuando menos, a su mayoría, pero no se tomaba en cuenta que la composición plural de muchas sociedades podía dificultar el funcionamiento de la democracia, ya que existían minorías sociales diferenciadas del resto de la población, por lengua, religión o raza, que se verían sistemáticamente excluidas tanto de la representación como de la atención gubernamental. En estas condiciones era necesario que el sistema democrático adoptara una serie de instituciones y prácticas que garantizaran la representación de todas las minorías, es decir, se reconociera y asumiera la pluralidad de la sociedad.

Del análisis de los sistemas democráticos que tenían incorporadas este tipo instituciones, Lijp­hart distinguía que cuatro de ellas resultaban básicas:

 

 

De acuerdo con su análisis estos eran los cuatro elementos básicos de la democracia consociacional. En Las Democracias en las Sociedades Plurales, Lijphart intentaba demostrar que dentro del conjunto de sistemas democráticos había uno que se distinguía por estos cuatro rasgos y que bien podía llamarse democracia consociacional, cuya particularidad general radicaba en que era la mejor manera de adaptar la democracia a las sociedades plurales. Él mismo reconocía que este sistema podría tener algunos defectos y desventajas, pero también insistía en que corregía y superaba las debilidades de otros sistemas. Además, señalaba que el mérito más importante de la democracia consociacional era que representaba la única manera de poner en práctica las instituciones y prácticas democráticas en las sociedades plurales, pues de otro modo se incurriría en desigualdades e injusticias contrarias al espíritu democrático. Más de 20 años después, en Modelos de Democracia, con mayor certidumbre su estudio comparativo precisará que sólo existen dos modelos de democracia: el mayoritario y el consensual, que se distinguen porque mientras el modelo de democracia mayoritaria coincide con la concepción tradicional de democracia, es decir, con la concepción de que este es un régimen político en el cual un partido ostenta la titularidad del gobierno y la representación mayoritaria para que los otros desempeñen las funciones de oposición política, la democracia consensual interpreta a la democracia como un sistema que incluye a todos los partidos políticos representativos en las tareas ejecutivas y legislativas del gobierno.

Luego de la revisión comparativa de los países con sistema democrático, Lijphard distingue diez rasgos del modelo autoritario de democracia:

 

 

De igual manera definió que la democracia consensual se distingue por las mismas diez características contrarias:

 

 

Los treinta y seis países en estudio encajan en uno u otro modelo de una manera más o menos clara, pero aunque no todos cubren completamente las diez características típicas de cada modelo, en la mayor parte de los casos tienen ciertas características atípicas, por ejemplo, sólo se acercan mucho al modelo ideal mayoritario Reino Unido, Nueva Zelanda y Barbados, mientras que Suiza y Bélgica, más al modelo de democracia consensual.

Dos de las conclusiones más importantes de su análisis son las siguientes. La primera de ellas es que a partir de la información empírica que ha reunido se puede desmentir la concepción tradicional acerca de la mayor efectividad del gubernamental de la democracia mayoritaria. El planteamiento clásico indica que la demo­cracia mayoritaria propicia mayor estabilidad y consistencia al gobierno, esto es, que sus políticas públicas son más efectivas, sobre todo para generar crecimiento y desarrollo económico. No obstante, Lijphart postula que no es así, que ambos modelos tienen una gestión económica de igual calidad. Además, señala que los indicadores que aporta permiten ir más allá, pues si en el plano de la gestión económica hay un desempeño similar de ambos modelos, en lo que se refiere a la benevolencia y benignidad de las políticas públicas, la democracia consensual es claramente superior. Este modelo se caracteriza por promover más abiertamente el bienestar social, la protección del medio ambiente, el humanismo de la justicia penal y la ayuda exterior a los países subdesarrollados.

Otra conclusión importante: a pesar de que el planteamiento original de Lijphart era que la democracia podía manifestarse a través de distintos modelos de organización institucional, ninguno de los cuales era mejor o peor que otro, puesto que su virtud radicaba únicamente en que se adaptara al tipo de sociedad donde existía, esto es, la democracia mayoritaria a los sociedades homogéneas y la democracia consensual a las plurales en Modelos de Democracia se observa un cambio notable en esa formulación inicial y lo dice en estos términos: Obviamente el modelo consensual, es también apropiado para países menos divididos pero heterogéneos y es una alternativa razonable y viable al modelo westminster aun en el caso de países homogéneos (Lijphart, 2001:45).

El corolario de esta conclusión es que no solo los países que experimentan procesos de transición democrática harían bien en elegir este modelo, sino que aún en aquellos donde ya existe la democracia mayoritaria deberían apuntar a transformarse en ese sentido.

Como lo hemos destacado, la inclusión, para estas propuestas, es desde la igualdad de derechos individuales, no desde derechos diferenciales colectivos o de grupo, y según el modelo o propuesta de cualquiera de los tres autores, la diversidad cultural (y en este caso, las minorías en cualquiera de sus expresiones específicas) es incluida no en términos de igualdad cultural sino en términos de igualdad individual, propia de una democracia uninacional y homogénea e incluso heterogénea, con un solo tipo de ciudadanía, lo que sustenta las características de libertad e igualdad que tiene como base el régimen y sistema político liberal democrático. Se reconoce la existencia de las culturas diferentes pero no se otorgan derechos grupales o colectivos: a todos los integrantes de las minorías o grupos cultura­les se les trata como a todos los demás, ciudadanos, libres e iguales, aun siendo diferentes, es así como consideran la inclusión política de la diversidad cultural desde los principios y valores e instituciones establecidos por el liberalismo democrático.

Algo importante a observar de estas perspectivas pluralistas es que, tanto en teoría como en la realidad, los principios liberales se presentan como lo naturalmente bueno para toda sociedad democrática, negando con ello la posibilidad de darles una riqueza que refleje las diferencias y pluralidad o, cuando menos, ampliar su connotación para que posibilite reflejar la realidad de sociedades plurales y su inclusión democrática.

 

 

 

Los multiculturalistas

 

 

Charles Taylor (1993) y Will Kimlicka (1986, 1996, 2003) plantean que las demandas de las minorías no son inherentemente opuestas a los principios liberales y sugieren el reconocimiento de las diferentes culturas, derechos colectivos y derechos específicos de representación.

Para Taylor, el reconocimiento del valor de las culturas requiere la fusión de horizontes normativos que permita ponerlas en igualdad de condiciones, no sin antes, claro, considerar una idea de autorreflexión que supere nuestros propios códigos, teniendo presente a los otros o diferentes, para reflexionar también sobre los principios de libertad e igualdad del liberalismo democrático, afincados en el individuo y no en connotaciones colectivas que permitan igualdad de las otras culturas sometidas a condiciones de opresión y desigualdad.

Es relevante destacar que su propuesta de fusión de horizontes normativos para el reconocimiento de la diversidad cultural, en tanto que supone un principio de entendimiento de nuestra realidad como naciones heterogéneas, desde la perspectiva o mirada intercultural, adquiere importancia en el sentido de pensar nuestro propio autoconocimiento como cultura predominante, pero también el conocimiento del otro u otras culturas, agregaríamos, subalternas. Su aporte, de gran trascendencia en la construcción de un modelo o medio para el diálogo y el entendimiento entre las culturas diferentes, parte del reconocimiento hasta llegar a la inclusión de la diversidad cultural.

La teoría de los derechos colectivos de Will Kim­licka (1986), que en su papel de propuestas de reconocimiento de las culturas diferentes y sus derechos colectivos en el caso de las minorías y pueblos indígenas, ha sido de gran importancia, sobre todo lo que tiene que ver con las protecciones externas a minorías y derechos de representación, que han encontrado aceptación no solo entre distintos liberales, sino que tuvo una acogida práctica por los sistemas de democracia liberal (Quebec, Bélgica, España) pero sobre todo en los pactos y tratados internacionales suscritos por muchos países europeos y latinoamericanos, México incluido.

 

 

 

México

 

 

 

En este nivel de análisis se consideraron dos aspectos: el marco legal (constituciones políticas), y el sistema democrático, para valorar los niveles de inclusión de los pueblos indígenas en la vida democrática de nuestro país.

 

 

 

Espacio legal

 

 

Es importante considerar las distintas formas de integración/asimilación de los pueblos en los períodos colonial, independiente y posrevolucionario, donde el dominio colonizador, con su sistema de castas, Leyes de Indias y su régimen de sometimiento y segregación, no logra asimilarlos, y el estado liberal independiente, que desarrolla formas y estrategias de integración por medio de la asimilación, régimen en el cual se expropian grandes extensiones de tierras indígenas, los derechos no solo fueron negados sino prácticamente ignorados por las pretensiones de homogeneización nacional con base a una libertad e igualdad abstracta, y con ello la ciudadanía de los pueblos fue prácticamente negada.

Es muy importante señalar que la Constitución Política (1917) del nuevo Estado surgido de la revolución mexicana ignora a los indígenas, cuestión que perdurará hasta la reforma la constitución política en 1992 y 2001, donde se modifican los artículos 4º y 2º respectivamente, en los cuales México se reconoce como pluriétnico y se otorgan algunos derechos de autonomía.

Nos referimos también al indigenismo, es decir, el proyecto de integración de los indígenas al Estado mexicano y que, como visión estatal y fuente de la política pública de los gobiernos postrevolucionarios, jugó un papel relevante en el proceso de mestizaje cultural de la población indígena, para señalar uno de los periodos más significativos de la evolución del comportamiento del Estado homogeneizador mexicano en el tratamiento del llamado problema indígena.

México ha producido lentos cambios en esa dirección: en 1992 se declara como una nación pluriétnica y se reconocen en el 2001 una serie de derechos para los pueblos indígenas. Sin embargo, en estas dos reformas no quedan reflejadas las demandas centrales de las organizaciones y movimientos indígenas, que ven sus reclamos de autonomía y derechos colectivos considerados a un nivel general y relegados a futuras modificaciones en las legislaturas locales.

 

 

La reforma constitucional de 1992 (Artículo 4º)

 

Pasaron casi dos siglos desde que nuestro país se constituyera como república para que el Estado mexicano se reconociera como una nación pluricultural:

 

La nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La Ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos y costumbre, recursos y formas específicas de organización social, garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que aquellos sean parte se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley. (Art. 4°)

 

El vacío jurídico constitucional se empezó a cubrir con la ratificación en 1990 del convenio 169 de la OIT y con la reforma ya citada al párrafo primero del cuarto constitucional.

El proceso para lograr la adición duró tres años, durante los cuales se realizaron diversas reformas legales y constituciones locales. Destacan entre ellas las que se promovieron al Código Federal de Procedimientos Penales para el Distrito Federal el 8 de enero de 1991 y que establecieron la obligatoriedad del traductor cuando el indígena sea monolingüe o no entienda suficientemente el castellano, la facultad de solicitar reposición de procedimiento en caso de incumplimiento a este requisito y la de ofrecer dictámenes periciales sobre los factores culturales que inciden en los hechos constitutivos del presunto delito.

Con esta reforma se abrió la posibilidad de terminar con la práctica de procesar a los indígenas en un idioma que no entienden y sobre hechos que en su comunidad suelen tener otra valoración. Asimismo, se reformaron las constituciones locales de Chiapas, Oaxaca e Hidalgo, en el espíritu de lo que después resultó la reforma constitucional del artículo 4°.

Entre las grandes limitaciones de este reconocimiento está el que no se señala quién es el sujeto de derecho, cuáles son estos derechos: por ejemplo, cuando se señala que en los juicios en que sean parte se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas, únicamente se refieren a la materia agraria.

Se señala así mismo que la ley protegerá la integridad de las tierras de los grupos indígenas. Sin embargo, tres semanas antes se había modificado el artículo 27°, referido a los derechos agrarios, y en la fracción VII quedó asentado en el caso de la comunidad que las tierras que corresponden a los grupos indígenas deberán ser protegidas por las autoridades, en los términos que reglamente el artículo 4°”, sin embargo, dicha reglamentación nunca se llevó a cabo.

 

 

La Reforma Constitucional de 2001

 

Según el artículo 2º, la Nación Mexicana es única e indivisible, tiene una composición pluricultural que se sustenta en sus pueblos indígenas, que descienden de las poblaciones establecidas en el territorio nacional cuando se inició la colonización, pueblos que conservan instituciones sociales, económicas, culturales, sociales y políticas indígenas.

Y agrega: la conciencia de su identidad indígena deberá ser criterio fundamental para determinar a quiénes se aplican las disposiciones sobre los pueblos indígenas. Esta exigencia implica, para efectos prácticos, que los miembros del pueblo, en caso de pretender que se apliquen a ellos las disposiciones sobre los pueblos indígenas, deben “probar” que poseen conciencia de su identidad indígena.

En lo que hace al derecho a la libre determinación, el artículo indica que el marco constitucional de autonomía debe asegurar la unidad nacional y que el reconocimiento de los pueblos y comunidades indígenas deberá registrarse en las constituciones y leyes de las entidades federativas; esto es, mientras la Constitución Política reconoce de manera individual el derecho a pertenecer a un pueblo indígena -siempre y cuando no se fracture a la nación, se demuestre tener conciencia de ello, se forme parte de una comunidad que a su vez forme parte de un pueblo indígena-, queda en manos de los estados el reconocimiento de los pueblos indígenas. Dicho reconocimiento deberá tener en cuenta criterios etnolingüísticos y de asentamiento físico.

La libre determinación tiene como consecuencia la autonomía para:

 

 

Las características de la autonomía serán definidas en cada caso,

 

las constituciones y leyes de las entidades federativas establecerán las características de libre determinación y autonomía que mejor expresen las situaciones y aspiraciones de los pueblos indígenas en cada entidad, así como las normas para el reconocimiento de las comunidades indígenas como entidades de interés público.

 

El artículo 2º señala que para promover la igualdad de oportunidades de los indígenas y eliminar las prácticas discriminatorias se establecerán las instituciones y las políticas necesarias de manera conjunta.

Para abatir las carencias y rezagos, las autoridades tienen la obligación de:

 

 

El cumplimiento de las obligaciones expuestas queda en manos de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, de la Legislatura de las entidades federativas y de los ayuntamientos que para ello establecerán partidas específicas.

La discontinuidad e inconmensurabilidad de las premisas se hace patente en un artículo que, pretendiendo legislar sobre los derechos de los pueblos indígenas se ubica en el capítulo de las garantías individuales.

Los principales derechos de los pueblos indígenas son: al reconocimiento como sujetos de derecho, a la autoadscripción (que ellos asuman y declaren que son indígenas para que sean tomados en cuenta así), a la autonomía, a la libre determinación, a aplicar sus propios sistemas jurídicos, a la preservación de su identidad cultural, a la consulta y a otorgar su consentimiento previo, libre e informado; a la participación; a la tierra, el territorio y los recursos naturales; al acceso a la justicia; al acceso a los medios de comunicación y al acceso al desarrollo. Los derechos indígenas son para todo mexicano que se reconozca como indígena. No son derechos especiales sino específicos, es decir no implican fueros a los indígenas, sino derechos que reconocen la diversidad cultural existente.

La reforma otorga a los Congresos locales el reconocimiento de las características y especificidades de los pueblos indígenas, para que los incluya en sus Constituciones, leyes y reglamentos. En estas redacciones, los derechos indígenas suelen no estar explicados como tales, sino como obligaciones de las instituciones, respecto a la salud, la educación, etcétera.

No se reconoce a los pueblos indígenas como sujetos de derecho público, sino de “interés público”, en esta reforma constitucional, y en ocasiones se les podrá equiparar a “personas morales” del derecho civil, por lo cual se les puede someter al derecho que regula esas entidades ficticias formadas por la asociación de personas físicas, lo que significa que los pueblos indígenas no tienen autonomía porque el Estado no ha reconocido a los pueblos como sujetos de derecho.

Aunque en la práctica esa autonomía existe, falta su reconocimiento en la relación jurídica entre los pueblos indígenas y el Estado. Se les reconoce como entidades de interés público, por lo que los indios vuelven a ser menores de edad como objetos de asistencia social, es decir, sujetos a una política por y desde el Estado.

Un aspecto central en los cambios introducidos en esas reformas constitucionales es que los indígenas de México permanecen como objetos, no como sujetos de derechos. Quedan bajo la protección del Estado, por lo que no hubo cambios sustanciales que permitieran otorgarles derechos colectivos, no solo derechos individuales, sino como pueblos, y en consecuencia reconocimiento como los otros, como una ciudadanía a la que se le extienden en el espacio constitucional personalidad jurídica, como grupo, con la facultad de decidir, exigir e intervenir de manera independiente en la vida pública. Derechos como nacionales también, que forman parte de la constitución jurídico política de un Estado y una nación, y no solo reconocer su presencia como pueblos en el mosaico pluriétnico sino su incorporación como parte activa de un todo diverso y heterogéneo llamado México. Por el contrario, en vez de ser integrados como sujetos de derecho al espacio jurídico, en la práctica siguen siendo considerados menores de edad para quienes hay otro (el Estado-nación) que decide lo que necesitan y deben hacer para salir de su situación de marginación y pobreza e incorporarse al desarrollo, negando su capacidad para que con su autonomía e independencia, su cultura y formas de organización, participen y también decidan junto al Estado cómo resolver los problemas que les atañen.

Actualmente, lo que hay de reconocimiento constitucional de los pueblos originarios incorpora derechos parcialmente, permitiría hablar de un umbral de cambio después de más de 500 años de negación e invisibilidad legal de los pueblos. Sin embargo, pese a los convenios y pactos internacionales suscritos por gobiernos del país, que agregan reconocimiento en términos de derechos de los pueblos originarios, se dista mucho de una puesta al día de una ley en materia de derechos y cultura indígena en México, que incorpore derechos colectivos reconocidos internacionalmente y permita avances en la solución de las demandas como las legítimamente planteadas por esas identidades étnicas organizadas y movilizadas del país (las del EZLN, por ejemplo).

 

 

 

Marco democrático

 

 

En la democracia del país existe un trato desi­gual para los indígenas como ciudadanía con plenos derechos políticos individuales en los procesos convencionales de nivel federal, estatal y municipal. Sólo se eligen candidatos a puestos de representación y de gobierno a través de la competencia entre partidos políticos: el sistema electoral y sus órganos sólo contemplan y procesan las condiciones de participación ciudadana individual, no colectiva y por usos y costumbres, como nombran tradicionalmente a sus representantes y autoridades los pueblos indígenas.

Hablamos de dos sistemas electorales, es decir, dos procedimientos democráticos diferentes, con leyes y reglas para la competencia política partidaria uno, con reglas basadas en usos y costumbres el otro (los miembros de la comunidad, en asamblea y a través de votación directa u otra forma de elección previamente consensuada, deciden quién los gobierna y representa); de democracia indirecta el primero y directa el segundo, y de dimensiones nacionales y comunitarias respectivamente.

Desde esta consideración, merece especial atención el tipo de ciudadanía que corresponde a los pueblos indígenas porque implica repensar, en la perspectiva de la inclusión política democrática, el modelo tradicional de participación política indígena, expresado en la forma de mucha participación (hacia dentro) en sus comunidades y baja participación (hacia fuera) en procesos convencionales. Ello debido a que plantea un doble problema: el primero tiene que ver con las condiciones de igualdad en elecciones convencionales y el segundo con la demanda de elecciones por sus usos y costumbres en distritos y municipios donde alcanzan índices significativos o son población mayoritaria.

Varios elementos son constitutivos de una explicación de este tema tan importante en la convivencia plural en la vida democrática, especialmente que debería integrar nuevos actores, especialmente la ciudadanía indígena. Pasan por el reconocimiento, la representación política indígena, el modelo de democracia, reconstrucción del Estado-nación por un lado y la participación intercultural de los distintos actores ciudadanos, el Estado y sus instituciones, en el otro.

Surgen preguntas tales que pueden tomar cuerpo tal vez no en sus condiciones de pobreza y marginación, sino en el fondo de la discriminación y exclusión política de los espacios que han impedido su integración con sus identidades y como ciudadanía diferente.

En el espacio político, la inclusión desde la perspectiva del México pluriétnico es aún mucho más limitada y deficiente: en sentido estricto, y desde una perspectiva indígena, es inexistente, y desde la perspectiva incluyente sustentada en el pluralismo que sostiene el liberalismo, requiere mayores elementos legales e institucionales, mecanismos, diálogo y acuerdos entre las partes estratégicas que conforman el sistema político. Pero sobre todo, cambios a niveles más sustanciales: la transformación de un Estado-nación monoétnico a otro Estado-nacional más abierto a la pluralidad de su nación y a la apertura propia de su composición estructural, para incluir en su interior la representatividad de la diversidad social y, entre esas, a los pueblos indios.

Esto significa un Estado efectivamente pluriétnico y democrático, no un Estado y una sola nación concebidos sobre cimientos autoritarios, estáticos, cerrados y monoculturales. Un solo Estado democrático y pluricultural, con una unidad nacional compuesta de las muchas identidades nacionales e incluyente de la representación política de su diversidad social y étnica que lo compone.

 

 

 

Conclusiones

 

 

 

Se trataron como marco conceptual el liberalismo democrático y el multiculturalismo, que ofrecen caminos teóricos para integrar la diversidad cultural al Estado nación y la democracia.

En el contexto de nuestro análisis podemos sostener que en la vertiente de las teorías liberales se reivindican los principios de libertad e igualdad desde perspectivas en efecto plurales, pero en esencia concebidas individualmente y que consideran la inclusión política de la diversidad cultural desde los principios, valores e instituciones establecidas por el liberalismo democrático.

La interculturalidad y el diálogo democrático se presentan como el sistema adecuado, tanto para la participación de las diferentes culturas de una sociedad en la configuración de un sistema normativo y de derechos compartido, como para la resolución de las controversias referidas a la tensión entre derechos colectivos e individuales y en la relación de ese grupo con el resto de la sociedad.

A nivel conceptual, la categoría ciudadanía cultural, referida a las identidades colectivas en tanto derecho a la diferencia, la identidad y el autogobierno de pueblos indígenas; cobra cada vez más fuerza y terrenidad, gracias al movimiento indígena y en cierta medida, desde otro ángulo, a la incidencia que tiene el debate entre liberales y multiculturalistas, que han abierto una visión democrática de las sociedades, más plural y de justicia.

El reconocimiento internacional de los derechos culturales y las reformas legislativas en cada nación muestran la construcción de esta dimensión ciudadana a partir de los diversos movimientos sociales (entre ellos indígenas) que están reivindicando los derechos políticos, como derechos culturales y derechos colectivos. Con lo cual se pude decir que, en buena medida, la democracia sociocultural es sobre todo un proyecto que se viene haciendo realidad, logrando avances en el debate del concepto de ciudadanía concomitante a los problemas derivados de las identidades y diferencias culturales, en contextos multiculturales. Esta tendencia plantea un horizonte de posibilidades al concepto de ciudadanía cultural que potencia la construcción democrática más global de la sociedad.

En otra escala de nuestro análisis, se consideraron dos aspectos: el marco legal (constituciones políticas) y el sistema democrático, para, de la conjunción de estas variables (el espacio jurídico y el espacio democrático) valorar los niveles de inclusión de los pueblos indígenas, y por ende el tipo de calidad democrática.

La revisión realizada sobre los aspectos legal y político y del largo proceso asimilacionista permite, en parte, argumentar que si bien se reconocen derechos de autonomía a un nivel muy general, que de cierta manera permite elecciones por usos y costumbres en muy pocos municipios del país, no se abre al sistema a nivel estatal y federal a la integración plural de cámaras legislativas y gobiernos, más que desde su concepción individualista, como ciudadaos: no permite el acceso de la representación de culturas diferentes. En esta medida, la participación y representación indígena queda constreñida a algunos municipios y excluida otros niveles de representación y de gobierno.

Asimismo, la democracia mexicana, que se pre­cia plural e incluyente, requiere de cambios sus­tanciales tanto en el régimen legal como en el sistema político, para integrar a la ciudadanía in­dígena o cultural a la vida pública nacional en condiciones de igualdad de derechos y participación. Y la solución parece encontrase en la incidencia y movilización indígena, la negociación, el diálogo intercultural, la gestión sobre las vías de acceso al poder político en condiciones de igualdad.

 

 

 

Referencias

 

 

 

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