La recepción de los testimonios en el Chile de la postdictadura

El caso de las traidoras y sus críticas

 

The reception of testimonies in post-dictatorship Chile

The case of the traitors and their critics

 

Carolina Pizarro | ORCID: orcid.orc/0000-0001-7645-922X

pizarrocortes@gmail.com

Universidad de Santiago de Chile (USACH)

 

Chile

 

Recibido: 18/8/2022

Aprobado: 18/10/2022

 

Resumen

Este trabajo se concentra en la compleja recepción inicial que hacen las críticas de los testimonios de las traidoras producidos en postdictadura: El infierno de Luz Arce (1993) y Mi verdad de Marcia Merino (1993). Sostengo la existencia de un conflicto latente que atraviesa los modelos de feminidad en juego, que se centra en el cuerpo y el género. El objetivo es hacer un análisis hermenéutico de segundo grado, que se concentra en las interpretaciones iniciales de El infierno y Mi verdad escritas por mujeres, para observar desde allí cómo el juicio hacia las quebradas tiene ribetes de género y da señas de una posición heteronormativa. El análisis asume la óptica de la estética de la recepción, en tanto lo que interesa son las formas en que las intelectuales leen estos testimonios, las categorías que utilizan y los aspectos que ponen de relieve.

 

 

Palabras clave: Testimonio, Género, Traición, Recepción Crítica.

 

Abstract

This paper focuses on the complex initial reception by critics of the testimonies of the traitors produced in post-dictatorship: El infierno by Luz Arce (1993) and Mi verdad by Marcia Merino (1993). I argue the existence of a latent conflict that runs through the models of femininity at stake, which is centered on the body and gender. The article aims to make a second-degree hermeneutic analysis, which concentrates on the initial interpretations of El infierno and Mi verdad written by women, to observe from there how the judgment towards the quebradas is gendered and signals a heteronormative position. The analysis assumes the perspective of the aesthetics of reception, insofar as what interests are the ways in which intellectuals read these testimonies, the categories they use and the aspects they highlight.

 

 

Key words: Testimony, Gender, Betrayal, Critical Reception.

 

 

 

Introducción

 

 

 

En el año 1993 aparecen en Chile dos testimonios de prisión política y tortura escritos por mujeres1: Mi verdad: más allá de horror, yo acuso de Marcia Merino y El Infierno de Luz Arce. Su redacción está motivada por el llamado que se hizo en el marco de la Comisión Rettig2 para que die­ran su testimonio quienes habían sufrido directa o indirectamente la violencia estatal durante la dictadura de Pinochet. La aparición de estos textos causó gran revuelo en Chile, puesto que no se trataba del testimonio de cualquier víctima, sino de dos mujeres que luego de haber sido torturadas terminaron trabajando para los servicios secretos de la dictadura. Marcía Merino, alias la Flaca Alejandra, había sido militante y parte de la alta dirigencia del MIR. Luz Arce, por su parte, pertenecía al Partido Socialista y había sido miembro del GAP. Ambas relatan su detención, tortura, quiebre y posterior colaboración con los servicios de inteligencia del régimen dictatorial (primero la DINA y más tarde la CNI). A Marcia Merino la volvemos a encontrar un año más tarde en el documental titulado La Flaca Alejandra: vidas y muertes de una mujer chilena, realizado por Carmen Castillo y Guy Girard en 1994. Luz Arce desaparece de escena hasta 2008, año en que se publican las entrevistas que le hiciera Michael Lazzara bajo el título Luz Arce, después del infierno3.

Marcia Merino y Luz Arce pertenecen a que aquel pequeño grupo de personajes históricos de la dictadura chilena que, como dice Hevia, condensan el significado de la “traición” y que se constituyen en íconos que permiten hablar de ella, fijándola como una actitud excepcional, que se explica muchas veces por las características sicológicas o biográficas de quienes las encarnan (2010:15).
Ellas son, en el contexto sociopolítico chileno, las traidoras. Gloria Elgueta profundiza aún más en el fenómeno al señalar que en Chile la figura del traidor o colaborador, considerado individualmente, suele concentrar toda la responsabilidad social: la propia y la colectiva, encarnando así la imagen del chivo expiatorio (2008:2). Efectivamente, la publicación de ambos testimonios permitió elevar las traiciones de Arce y Merino a la categoría de caso paradigmático, eclipsando convenientemente a otras víctimas que no testimonian de manera pública acerca de su traición.

Merino y Arce han tenido presencia en los medios, tanto en el tiempo de sus testimonios ante la Comisión Rettig como en momentos posteriores. Su presencia atraviesa también el campo de la creación artística. Hay obras de teatro con ellas como protagonistas, como Medusa de la dramaturga Ximena Carrera (2010) y Mina Antipersonal de Claudia Di Girolamo (2013), así como novelas inspiradas en ellas, entre las que destacan Carne de perra de Fátima Sime (2009) y La vida doble de Arturo Fontaine (2010).

En lo que toca a la crítica, es posible distinguir al menos dos momentos en la recepción de los testimonios de Arce y Merino. En primer lugar, cercanos en el tiempo, están los trabajos de Diamela Eltit (1995 y 1996) y Nelly Richard (1998), al que se suma un par de años más tarde el de María Eugenia Escobar (2000). Este ciclo, caracterizado por la posición escéptica de las autoras frente a los relatos testimoniales, comienza a declinar a partir de 2002, momento en que aparece el trabajo de Ana Forcinito. Con ella surge una tendencia distinta, que asume una posición mayormente comprensiva y por lo mismo se distancia del juicio moral. El conjunto de entrevistas publicadas por Michael Lazzara en 2008 sigue una línea similar y, por su ubicación temporal, podría pensarse como un texto bisagra. A partir de 2014 se produce una segunda oleada de comentarios críticos, en un contexto de recepción diferente: el reconocimiento cada vez mayor, incluso jurídico, de la violencia político-sexual como una forma específica de victimización, ejercida preferentemente sobre las mujeres. El ciclo se inaugura con las observaciones generales sobre la traición que propone María Olga Ruiz (2014). A esta tendencia se suman más tarde los artículos de Cynthia Shuffer (2016), Sandra Navarrete (2016), Jaume Peris (2019), Ruth Solarte (2020) y Emily Frankel (2021), entre muchos otros.

El punto de partida de este trabajo es la compleja recepción inicial que hacen las críticas de los testimonios de las traidoras producidos en postdictadura. Veo un conflicto latente que atraviesa los modelos de feminidad en juego, tanto en los relatos de Luz Arce y Marcia Merino, como en el discurso de las mujeres que los interpretan. El punto central de convergencia, como señala el título del ensayo de Diamela Eltit, Cuerpos nómadas, es precisamente el cuerpo, y de modo específico el femenino, que aparece representado con distintas valoraciones: es alternativamente una zona de castigo y una tabla de salvación. Soste­nemos que en ninguno de estos casos -ni en los testimonios ni en sus recepciones- se trata de cuerpos físicos, sino de cuerpos simbólicos, que encarnan, como señala Ana Forcinito (2002), sentidos que se encuentran más allá de su materialidad. El factor cuerpo se une al problema del género: la discusión que las críticas establecen con los testimonios de Arce y Merino pone en juego distintas valoraciones de la feminidad. Lo interesante es que no hay perdón ni olvido para las traidoras, y la razón de esta actitud generalizada hacia sus personas y sus voces pasa de una u otra forma por su ser mujeres. A pesar de que la mayor parte de las lectoras expertas del pri­mero ciclo crítico dan cuenta de una posición de vanguardia en temas políticos y sociales femeninos, al momento de levantar un juicio hacia sus congéneres en falta dejan entrever una posición heteronormativa que se vincula al hecho de que Merino y Arce son las traidoras y no los traidores. El objetivo de este trabajo es hacer un análisis hermenéutico de segundo grado, que se concentra en las interpretaciones iniciales de El infierno y Mi verdad escritas por mujeres, para observar desde allí cómo el juicio hacia las militantes quebradas tiene ribetes de género que lo endurecen.

Asumo una óptica que se vincula con la estética de la recepción, en tanto lo que interesa son las formas en que las intelectuales leen estos testimonios, las categorías que utilizan y los aspectos que ponen de relieve. El siguiente recorrido es una suerte de microhistoria con perspectiva de género de las interpretaciones femeninas del primer ciclo crítico y de la fase de transición. Abarcaremos el periodo que va desde Eltit hasta Forcinito, para mostrar los cambios que se producen en el horizonte interpretativo. Terminaremos con una breve referencia a la propuesta de Ruiz, con el objetivo de acentuar la consolidación de una segunda oleada crítica.

 

 

 

Modulaciones interpretativas en perspectiva diacrónica:

lecturas en el cambio de siglo

 

 

 

Diamela Eltit inaugura la recepción crítica de los textos de Merino y Arce en 1995. Su primera aproximación aparece bajo el titulo Perder el sentido en el periódico La Época. La segunda se codifica en el ensayo titulado Cuerpos nómadas, publicado en diversas revistas en 19964. En ambos textos Eltit interpreta los relatos de Arce y Merino sin hacer mayores distinciones entre una y otra; es decir, se aproxima a las voces de las traidoras como si constituyeran un conjunto indiferenciado, sin matices. En este sentido, sigue la misma lógica de los militares represores, quienes identificaban a las tres prisioneras que colaboraron con ellos -Arce, Merino y Uribe- con el mote peyorativo de el paquete. Eltit tampoco reconoce a las testimoniantes como individuos, sino como un conglomerado informe que recuerda el tratamiento genérico de la mujer. Este rasgo es más débil en Perder el sentido, lo que coincide con una presencia menor de la perspectiva crítica desde el punto de vista del género. En vistas a su mayor densidad, comentaremos Cuerpos nómadas.

Eltit interpreta los textos no como testimonios, sino como autobiografías, poniendo el énfasis en su carácter de relato atravesado por la ficcionalidad. Señala la autora en Cuerpos Nómadas (1996):

 

toda autobiografía está inserta en un proceso de escritura de la memoria y por ello no puede ser leída literalmente como verdad, sino más bien como una teatralización del yo, como puesta en escena biográfica, donde el yo activado en el texto es, especialmente, ficcional. (p.103)

 

Ambos libros, en la interpretación de la escritora, abren el problema en torno al dilema del cuerpo y la identidad, que aparecen como instancias móviles y readecuables, precisamente por su vulnerabilidad femenina. El yo que enuncia, como ella señala, aparece espectacularizado, y en ese proceso su escorzo físico, el cuerpo, pasa por una resignificación permanente. En esta clave, Eltit hace un recorrido por los distintos momentos de las historias de vida de las traidoras: su militancia política en la UP, el presidio y la tortura, la colaboración con los organismos de inteligencia y la reinserción en el espacio público del Chile postdictatorial. Pone el énfasis en las formas en que sus cuerpos y sus identidades se trasmutan, pasando del poder masculino a la vulnerabilidad femenina según implícita conveniencia. Las marcas de las adecuaciones estarían en el mismo texto (1996):

 

la lectura de los inicios de las autobiografías va a dar cuenta de una lucha de proporciones tendiente a construir una identidad desde el cuestionamiento de sus roles tradicionales, lo que las obliga a poner sus cuerpos biológicos en las claves culturales de los cuerpos masculinos y, de esa manera, participar épicamente en la historia desde el lugar del poder dominante al cual aspiran acercarse cada vez más para alcanzar una identidad posible. (p. 106)

 

Eltit juzga desde la pretendida heteronormatividad a la que tanto Arce como Merino obedecen. Al comienzo de sus carreras políticas las presenta pseudotravestidas, intentando copiar los moldes de comportamiento masculino para acceder al poder. En la fase siguiente, el presidio, suaviza levemente su crítica, en tanto reconoce que no hay juicio posible a la delación después de la brutal experiencia de la tortura. Sin embargo, señala que desde ese punto en adelante los testimonios adquieren ribetes extraordinariamente densos. El mundo narrado se vuelca hasta quedar invertido, se cierra y luego reordena en un nuevo principio (1996:109). Con ello sugiere que hay también una ficcionalización del tormento y un uso instrumental del lugar de la víctima.

En el año que las traidoras pasan a prueba como colaboradoras de la DINA habrían reaparecido los rasgos contradictorios de sus identidades genéricas, que se asocian a la adquisición de nuevos saberes, esta vez vinculados al escalafón militar. Surge una segunda oportunidad de acceder al poder, pero la estrategia es diversa. Supuestamente, Merino y Arce se amparan entonces en su condición femenil para subsistir, estableciendo un vínculo sexual y afectivo con un oficial mayor, que puede protegerlas y ayudarlas a ingresar al ejército. Eltit diagnostica que, a pesar de presentarse como prisioneras, temerosas tanto de sus captores como de sus ex-compañeros políticos, muestran orgullo frente a sus logros en un ámbito masculino, una recuperación de la identidad a partir del roce con el poder dominante (1996:110). Esta lectura del quiebre y el posterior modo de subsistencia de las traidoras lleva implícita un juicio moral: en el nivel de la superficie, tiene que ver con adecuarse camaleónicamente al modelo de relación masculino/femenino tradicional, del cual antes habrían renegado; en un segundo nivel, sin embargo, aparece una condena a la prostitución de estas mujeres, que se entregan en cuerpo y en afectos a sus captores para obtener beneficios (en primer término, la vida; en segundo, casa, comida y protección). Eltit pareciera no perdonar su simulacro del rol de la mujercita, pero hay en su reproche ecos de un rechazo hacia una entrega del cuerpo femenino que replica el rol de la prostituta. La escritora declara (1996):

 

no puedo dejar de pensar que a lo largo de 15 años, Luz Arce y Marcia Alejandra Merino se abocaron a alcanzar un escalafón social y económico en el interior de un sector de las fuerzas armadas, que las hacía partícipes nuevamente del poder central. (p. 111)

 

Ello implica no reconocer las presiones coercitivas a las que fueron sometidas durante todos esos años y asumir que su estatus de víctimas cesó cuando supuestamente se adecuaron a su rol de colaboradoras.

Una vez recuperada la democracia, la política de los consensos se impone y Arce y Merino deciden dar a luz sus biografías. La escritora (1996)sospecha que se trata de una nueva estrategia para congraciarse con los poderes de turno, que enarbolan la bandera de la reconciliación:

 

¿no intentan conformarse como los discursos más pertinentes de este lema nacional? Detrás de la aparente valentía de estas narraciones ¿no yace acaso una asombrosa vocación por habitar los espacios de poder por parte de sus más fieles lectoras y seguidoras? (p. 112)

 

El rechazo por los discursos de transición que experimenta Eltit se traslada a los testimonios de las traidoras, quienes encarnan, más allá de los horrores de la dictadura, las anomalías monstruosas del relato transicional (en cierto modo también prostituido).

No es pues la traición el drama que atraviesa estas biografías, es más bien una neurosis política adscrita a la tradición masculina lo que hace imposible el cumplimiento del deseo inscrito en un cuerpo incorrecto (1996:114). La lectura de Eltit, en extremo psicoanalítica, sugiere que tanto Arce como Merino tienen una estructura de personalidad que trasciende con mucho la experiencia de la prisión y la tortura. Desde siempre quieren ser hombres, traicionar a su género y ocupar un lugar de poder, y es a través de esta óptica que su periplo vital completo adquiere sentido. La lectura minimiza dos aspectos centrales: primero, que necesariamente hay un antes y un después del sujeto que ha sido sometido a la tortura brutal, física y psicológica; segundo, que al menos en el caso de Luz Arce, la masculinización de su figura, que por lo demás es ambigua, no anula en ningún momento de su relato la condición de mujer deseada por el hombre. En realidad, más gravitante que cualquier masculinización, es la feminización extrema de la posición del sujeto enunciante que se vuelve objeto del deseo de otro, lo que articula su discurso en torno a las parejas sentimentales que la acompañan en este periplo. La maternidad es sin duda un punto central de su autoconstrucción, pero es más aguda aún la insistencia en su condición de pareja de alguien.

El modelo melodramático es, en este sentido, uno de los esquemas mínimos de la narración5. Eltit no comenta en ningún momento esta forma de construcción de lo femenino, cuyo centro es el cuerpo deseado y amado. Evita cualquier comentario sobre este aspecto, quizás porque pone en duda su interpretación de las traidoras como hombres frustrados. Es más potente juzgar al sujeto activo y en esto hay, nuevamente, trazas de heteronormatividad.

Las palabras finales de Eltit (1996) son lapidarias:

 

Luz Arce y Marcia Alejandra Merino elaboran sus discursos nuevamente en un terreno tan equívoco y manipulador como sus historias vitales, ponen en circulación sus historias que no pueden ser decodificadas, en el marco del proyecto neoliberal chileno, sino en la misma forma reductora que ellas las presentan; quiero decir que sólo pueden ser leídas como la historia y la histeria de dos traidoras.

Y, más allá de cualquier relativización posible, la traición -ya lo sabemos- genera el silencio y genera, especialmente, la aversión. (p. 115)

 

La crítica de Nelly Richard, publicada como capítulo del libro Residuos y metáforas bajo el título Tormentos y obscenidades (1998), comparte varios puntos con Eltit. También ve a Merino y Arce como un conjunto y califica sus textos como autobiografías, despojándolos de su carga histórico-testimonial, de la posibilidad de ser la manifestación de la víctima, y remitiéndolos a un modelo de escritura que se caracteriza principalmente por la autoconformación del yo. Me permito en este punto una cita extensa, pero ilustrativa:

 

Ambos relatos autobiográficos se abren con un texto preliminar firmado por sus autoras, que anuncia y resume el contenido del relato confesional, superponiendo el punto de llegada -el fin cronológico del trayecto de vida que el libro recrea- con el punto de partida: el comienzo de nuestra lectura. Esta superposición de comienzo y final -propia de la redacción autobiográfica- hace que la recapitulación de los hechos contenida en el libro aparezca firmada por un sujeto-autor coincidente consigo mismo que termina de reintegrarse a su matriz. Dicho efecto de reintegración identitaria se vale de la circularidad de un relato que da la vuelta narrativa del “yo” para rellenar sus baches de inconsistencia con una línea de continuidad como si la palabra sobreviviente que narra la tortura requiriese de este cierre editorial para suturar las heridas de la memoria y del sentido. (1998:61)

 

Richard ve en la forma narrativa circular de ambas obras (reforzada por sus paratextos iniciales) un esfuerzo por dotar de sentido un periplo vital que en realidad está lleno de baches. Implícitamente opone estos relatos a otros testimonios, que no requieren de cierre editorial ninguno para constituir su sentido. Desde esta óptica, las estrategias retóricas de Merino y Arce son puestas bajo sospecha, pues sus textos estarían demasiado armados como para constituir relatos sinceros. Asociado a ello está el tono confesional de ambas obras, que se adecuan a una forma de organización de la experiencia con fines muy específicos. La confesión no es solo un modo de relatar el paso del error a la luz, del mal al bien, sino que tiene un sesgo pragmático claro: la reinserción del pecador/la pecadora en la comunidad.

El punto que más molesta a la crítica, y al cual vuelve insistentemente en su análisis, es que los relatos sientan las bases de la reinserción de sus autoras en el hecho de que se adecuan a los principios heteronormativos. Richard (1998) señala que

 

la reiteración de la figura de la obediencia a un sistema de doctrinas y mandatos que va de lo político a lo religioso a lo largo de los libros de ambas mujeres, no hace sino reforzar la convención ideológica de una feminidad sometida, fiel y dócil. Esta convención se formaliza en la readecuación del signo ‘mujer’ a los roles tradicionales programados por la moral social. (p. 62)

 

Al contrario de Eltit, Richard pone el énfasis en el sometimiento de las traidoras, quienes serían plenamente obedientes del orden patriarcal, primero en el ámbito de lo político (se someten tanto a las estructuras partidarias de izquierda como luego a los militares) y después en el ámbito religioso (se convierten a la fe católica y, en consonancia con ella, asumen los roles sociales que les corresponden). Su crítica se concentra en el hecho de que estas mujeres se adecuan a la perfección a los roles de lo femenino; no pasa tanto por el cuerpo sino por el problema cultural del género. La heteronormatividad, sin embargo, sigue presente. Veo en la posición de Richard un velado rechazo a determinadas funciones sociales tradicionalmente asociadas a lo femenino, y por lo mismo una actitud contradependiente hacia ciertos esquemas patriarcales. En Arce y Merino constituye una falta o una debilidad -quizás estratégica- el presentarse a sí mismas como mujeres no excepcionales. Richard (1998) insiste en este punto:

 

La reintegración de las traidoras a la convención de identidad sellada por sus relatos autobiográficos es conducida aquí por una reprogramación familiar y doméstica de la condición femenina que las lleva ambas de vuelta a la primordialidad de sus roles de madre y esposa. (p. 63)

 

Más allá de la traición al ideario de la izquierda, lo que molesta es la traición a los principios de un determinado feminismo, que pone en cuestión las funciones microsociales que han ejercido históricamente las mujeres.

 

María Eugenia Escobar, en El infierno de Luz Arce: un tramado de unidades discursivas (2000) también pone énfasis en el carácter confesional de uno de los testimonios, específicamente el de Arce. Deshace “el paquete” al concentrarse en uno solo de los textos, pero su interpretación incluye sesgos que opacan la comprensión de la experiencia vivencial de la sujeto enunciante. Según su tesis, en vez de una autoconstrucción del yo, en el relato de Arce asistimos a su disolución, lo que se corrobora en las relaciones que establece el libro con otras instancias, como su presentación y los textos de prensa que la refieren, formando un complejo entramado de sentidos.

La crítica analiza el prólogo del sacerdote José Luis de Miguel, que inscribe el testimonio en la clave cristiana. Según él, se trata de una confesión, que tiene una dimensión social y que sirve como acceso a una verdad. Es, en este sentido, un texto pedagógico. Más adelante Escobar explicará que se trata de la donación de su discurso, y con ello de una de sus más importantes facultades. Luz Arce es vista como una mujer que se afirma en su inteligencia y que logra sobrevivir gracias a su habilidad con la palabra. Al inicio de su colaboración formal con la DINA habría aparecido con fuerza este rasgo:

 

Ella se da cuenta que tiene un poder, que es el que le otorgan las palabras. De la totalidad de su cuerpo, lo único con “valor” es su cabeza, su capacidad de pensar, recordar o simplemente inventar; que el capitán hubiese sido un “ignorante” en materias de política nacional, fue indudablemente un hecho fortuito que la favoreció en su inicio como “cerebro en materias de marxismo” (p. 155).

 

Ella sabe que al igual que Scheherazade, en Las Mil y Una Noches, deberá ir contando nuevas cosas cada vez, que el día que no tenga nada más que contar, ése será el día de su muerte.

Distanciándose de las lecturas de Eltit y Ri­chard -quienes insisten en las dimensiones corporal y de género-, Escobar privilegia una sola parte del sujeto: su habilidad intelectual. Dice expresamente que es la única parte de su cuerpo que le sirve. Arce no sobrevive, entonces, porque transe sexo por protección o porque se adecue a los roles femeniles tradicionalmente asignados. Gracias a su inteligencia y su labia deja de ser una prisionera para transformarse en una funcionaria, lugar que conserva mientras su saber es necesitado.

Es en el proceso de alejamiento del servicio de inteligencia, según Escobar, que Luz Arce descubre a Dios y comienza a transar, a morigerar su propia palabra para dejar que se oiga otra voz. Esto, sin embargo, no se relata así directamente en el testimonio. La crítica oblitera el hecho de que Arce refiere un encuentro con la figura de Jesús desde el momento en que es torturada6. En efecto, el discurso religioso de la conversión es una de las estructuras fundamentales que organizan el recuerdo: es desde la libertad que le habría otorgado el sacramento que puede recuperar el pasado; por lo tanto, esta perspectiva impregna todo el relato, aun el de la Luz no creyente. En este punto, sin embargo, coincidimos con Escobar:

 

[A] partir de la confesión se producirá la transformación de sí misma, una modificación tal que le permitirá alcanzar [...] un cierto estado de felicidad y de perfección. El cristianismo, nos dice Foucault, pertenece a las religiones de salvación. Para conseguirla, impone una serie de condiciones y de reglas de conducta con el fin de obtener cierta transformación del yo. Se trata de una hermenéutica de sí, vale decir, la exigencia de descubrir y decir la verdad acerca de sí, cuya finalidad última es la renuncia de uno mismo.

 

Los dolores y afecciones que aquejan a Luz Arce hasta su primera confesión desaparecen. Como dice Escobar, Dios ha entrado en su cuerpo. El cristianismo disciplina el cuerpo y el espíritu de la quebrada, los restituye al camino correcto y les devuelve la paz. El doblez de este proceso, sin embargo, es una pérdida. Luz Arce le regala a un sacerdote las primeras páginas que escribe. Dona, así, su discurso; se desprende de él y junto con ello pierde o entrega su saber. Este es reemplazado por la palabra de Dios, lo que condena a la mujer que ha sido un sujeto poderoso directamente al silencio: Luz Arce podrá ser “absuelta”, pero ha perdido el único poder que la había ayudado a mantenerse con vida durante el período pasado en prisión y centros de tortura: sus palabras, su discurso personal.

Si bien Escobar ilumina un escorzo importante del texto de Arce, reconociendo la pérdida de su autonomía de pensamiento y su libertad de expresión, cae luego en la crítica heteronormativa al comentar el episodio del lanzamiento del libro, que interpreta como un ritual del penitente. Más allá de los elementos objetivos de su descripción, es posible apreciar en su tono un dejo irónico, que nuevamente hace ostensible el juicio moral a la traidora amparado en su condición de mujer. Escobar insiste en los detalles de la indumentaria de Arce, en su pose corporal y en la manifestación de sus emociones. Aparece como una señora de clase media, que no busca llamar la atención, adecuada a los roles femeninos tradicionales. La amparan, además, el poder eclesiástico (uno de los presentadores es un jesuita), el jurídico (a través de la participación del abogado Correa Sutil) y los valores tradicionales de la sociedad chilena (en tanto la acompañan su marido y uno de sus hijos). La ceremonia del lanzamiento daría cuenta entonces de que Arce ha vuelto a la “normalidad”. Como en el análisis de Richard, veo aquí un reproche velado al ejercicio, por parte de la traidora, de los roles femeninos tradicionales, como si teatralizara una condición de mujer a la que ya no es posible apelar.

 

Ana Forcinito inicia un giro en la interpretación de los testimonios de las traidoras en 2002, cuando aparece publicado el artículo Cuerpos y traiciones: violencia doméstica, violencia estatal y derechos humanos. La crítica, con agudeza, busca explorar en el problemático caso de las delatoras y traidoras y en las tramas y trampas que el género tiende alrededor de estas figuras. Parte por constatar la importancia de la corporalidad en los testimonios de los sobrevivientes, lo que conecta la experiencia de la dictadura con la vida cotidiana de sus víctimas. Sale, así, del plano estrictamente político y supera con mucho la tentación del reproche ético. Es más, reconoce en este punto una deuda. Constata Forcinito (2002) que

 

la desaparición de los cuerpos y la violencia contra los cuerpos que acompañó la representación de la patria como cuerpo femenino virginal a ser protegido, es seguida de políticas de desapariciones de la instancia corporal en relación con la memoria en los países del Cono Sur. (p. 55)

En el caso de Luz Arce, Forcinito no interpreta su testimonio ni como autobiografía ni como confesión intencionada. Lee El infierno como un intento de la autora por resignificar el pasado y sus horrores a través de su propia experiencia. En este proceso se imbrican significativamente discurso y corporalidad:

 

El lenguaje del cuerpo reprimido y aterrorizado cede así a la posibilidad de articular lo no simbolizable en palabras [...] A través del lenguaje, Arce intenta restituirse los fragmentos de esa representación destrozada para narrar los lazos y los cortes entre ella misma y su experiencia de la dictadura. (2002:56).

 

El relato de Arce se estructuraría en parte siguiendo un eje corporal, pero no para narrar el cuerpo desde una óptica feminista sino para restablecer su derecho de constituirse como sujeto, después de la cancelación de su subjetividad, después de la abyección (2002:57). A través del lenguaje del cuerpo, según Forcinito, Arce reflexiona acerca de la violencia ejercida sobre ella. En la tortura y el vejamen ha perdido el dominio sobre su cuerpo, hecho que tiene un correlato directo con la traición. Para sobrevivir, la quebrada efectúa una ruptura entre su condición de sujeto y su cuerpo.

Forcinito (2002) se ocupa de entregar detalles que las demás lectoras pasan por alto en sus análisis.

 

A Arce la capturan dos veces: la primera, es torturada y luego liberada. La segunda, después de sufrir nuevas torturas y violaciones, de la tortura de su hermano y las amenazas de no volver a ver a su hijo, comienza a colaborar con la DINA. (p. 57)

 

Al reconocer todos estos matices, que intervienen decisivamente en el quiebre de la traidora, Forcinito la saca de su lugar abyecto y nos permite observarla desde una perspectiva más amplia. El hecho de la tortura, como señalábamos antes, es apenas comentado por Eltit. Richard y Escobar, por su parte, sólo lo mencionan. Estas omisiones son altamente sintomáticas, por cuanto indican que no se puede ver y menos reconocer el cuerpo femenino torturado.

El aspecto más innovador de la interpretación de Forcinito, sin embargo, no es el del reconocimiento, sino la lectura de la violencia estatal que se ejerce sobre Arce como una suerte de réplica de la violencia doméstica (de la violencia de género que roza el feminicidio, agregamos). Desde esta perspectiva, es comprensible la relación ambigua que las traidoras sostienen con sus captores, quienes son representantes de las fuerzas represivas, pero al mismo tiempo sus parejas (de allí el cierto cariño y gratitud que Arce reconoce sentir). Extremando las conclusiones de Forcinito, podríamos decir que se produce, como en la violencia intrafamiliar, un doble vínculo con el hombre: por un lado es el protector, pero por otro es el verdugo. Veo en esta interpretación una salida al callejón de la maldad y el cinismo en que se ha encerrado tanto a Arce como Merino. Se las comprende atrapadas en una de las formas más oscuras del dominio patriarcal, en el que el cuerpo de la mujer es una propiedad que puede ser sometida a uso y abuso, más allá de la pseudoprostitución de sus cuerpos o el apego a los roles tradicionales de género.

 

Los cruces entre lo doméstico y lo público, lo íntimo y lo político, en relación con la violencia, adquieren en el testimonio de Arce una visibilidad que implica una zona de pasaje por la violencia contra la mujer y el tabú que todavía existe en relación con la misma,

 

anota Forcinito con extremada precisión (2002:58). Luego remarca el vínculo entre criminalización y victimización de las mujeres al que apunta Ludmer: al acto de matarlas o de abusar de ellas lo antecede la acusación de delitos de sexo-cuerpo: aborto, prostitución, adulterio (2002:58). Dentro de este esquema, Arce no solo es acusada por las fuerzas represoras de subversiva sino también de traidora y de puta: su cuerpo mismo se vuelve delictivo para justificar la violencia ejercida contra el mismo (2002:58). Hay que agregar que Eltit, Richard y Escobar vuelven a criminalizarlas, de formas alternativas. En sus textos ejercen otra vez la violencia, expresa o velada, sobre los cuerpos simbólicos, poniendo en el énfasis en que la traidora, en tanto ha roto de una u otra forma un pacto de feminidad honorable, merece el desprecio. Rescatamos las agudas preguntas de Forcinito (2002):

 

¿Hasta qué punto nos hacemos cómplices de la violencia al no escuchar los gritos de El infierno y proponer a Arce como la nueva traidora (la traidora conosureña), como una figura reciclada de la mujer-traición? ¿Hasta qué punto no estamos repitiendo la violencia simbólica autoritaria al interpretarla (e interpelarla) como espacio de traición, como figura residual de la conquista, como la nueva Malinche? (p. 61)

 

 

 

 

Proyecciones

 

 

 

Las nuevas lecturas sobre los sujetos quebrados, los traidores, dan cuenta de una perspectiva temporal más amplia y una mayor distancia afectiva respecto de los hechos que favorece el reconocimiento de nuevas aristas. Es el caso del análisis de María Olga Ruiz en La palabra arrebatada. Aproximaciones a la experiencia de la traición política en el cuartel Terranova, publicado en 2014. En este trabajo la autora analiza varios casos de traición, tanto de hombres como de mujeres, lo que le permite desfeminizar la figura e introducir matices importantes. Sale de la lectura estigmatizante de la que nos advierte Forcinito y observa el contexto en que se produjeron las delaciones. Distingue así algunas constantes del proceso de quiebre: además de sufrir tormentos físicos repetidas veces, quienes traicionaron estuvieron presos por un tiempo mayor al promedio y fueron torturados psicológicamente con amenazas y apremios a sus familiares. Ruiz es enfática al señalar que en la mayor parte de los casos no se trata de actos voluntarios, sino forzados. De allí que la palabra de estos traidores y traidoras sea una palabra arrebatada.

Ruiz nos recuerda que el acto de la traición es transversal, que es ejecutado por hombres y mujeres indistintamente y que tiene siempre las mismas terribles consecuencias. Nos pone en antecedentes de colaboracionismos análogos a los de Arce, Merino y Uribe, desdibujando la historia de la represión dictatorial que se ha construido a partir de una dicotomía maniquea insalvable, que divide a buenos y malos como si fuesen dos bandos perfectamente identificables. Se trata, en realidad, de una tríada (héroe-víctima-traidor) en la que el quebrado concentra -como un chivo expiatorio- las contradicciones, los fracasos y las derrotas de la izquierda chilena (2014:185).

En las lecturas de los testimonios elaboradas por Eltit, Richard y Escobar es posible encontrar trazas de discriminación de género ejercida por mujeres hacia mujeres. Como intuye Forcinito (2002), el castigo continúa en esas interpretaciones, perpetuándose una lectura más bien lisa de una realidad tan compleja como la tortura. El largo proceso de transición política por el que ha pasado Chile dificultó la emergencia de una crítica que incluyera la perspectiva de género, y que aislara la violencia sexual como un delito específico, como propone tempranamente Elizabeth Jelin (2002). A partir de las reflexiones de Ruiz, no obstante, se abre un nuevo horizonte interpretativo, que integra matices antes ignorados. La recepción de ambos testimonios se complejiza y se multiplica, como si hubiese sido necesario el paso de dos décadas para que el sentido otorgado a los textos decantara. La lucha sostenida incansablemente por el colectivo Mujeres Sobrevivientes, Siempre Resistentes, víctimas del centro de tortura llamado con sarcasmo La venda sexy, ha sido sin duda un factor importante en la movilización de la forma en que se ha entendido en Chile la represión política y la tortura. El ensañamiento contra el cuerpo femenino y el vejamen sexual como componente infaltable del proceso de tormento adquieren un reconocimiento social y jurídico que antes no tenían. Ello permite entender el fenómeno de la delación sacándolo del marco de un conveniente cambio de bando, y reconocer que las traidoras son víctimas preferentes de la violencia político-sexual. Es un asunto del cuerpo, pero además del género. De allí que sea relevante revistar las lecturas tempranas de los testimonios de Arce y Merino y poner sobre el tapete los principios heteronormativos que rigieron su interpretación.

 

 

 

Referencias bibliográficas

 

 

 

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1 Hasta entonces sólo se había publicado el testimonio de Nubia Becker, quien escribe en 1987, bajo el seudónimo de Carmen Rojas, un libro acerca de sus vivencias en Villa Grimaldi.

2 El Decreto Supremo N° 355 de 25 de abril de 1990 creó la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, cuyo objetivo fue contribuir al esclarecimiento global de la verdad sobre las más graves violaciones a los derechos humanos cometidas entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990, ya fuera en el país o en el extranjero, si estas últimas tuvieron relación con el Estado de Chile o con la vida política nacional.

(https://pdh.minjusticia.gob.cl/comisiones/).

3 Este texto aparece luego en inglés bajo el título Luz Arce and Pinochet’s Chile. Testimony in the Aftermath of State Violence (Palgrave Macmillan, 2011).

4 Hasta donde he podido pesquisar, este texto aparece en Feminaria literaria (1996, Nº 17/18, pp. 54-60), Hispamérica (1996, Nº 75, pp.3-16) y Debate Feminista (1996, Vol. 14, pp.101-117). En este artículo se utiliza la última versión referida.

5 Confróntese, por ejemplo, el capítulo inicial del testimonio, en que ordena su vida política asociándola a sus parejas. En el subcapítulo titulado GEA (Grupos Especiales de Apoyo), la autora relata en clave romántica el comienzo de su relación con un militante socialista llamado Alejandro, acentuando su condición de receptora pasiva: En la puerta de Morandé, en medio de un montón de gente, me abrazó y me besó. Traté de desprenderme, no pude. Fui absolutamente incapaz de decir algo, todos mis argumentos parecían haberse perdido en algún lugar. Nuevamente me tomó de la mano, detuvo un taxi y sin decir absolutamente nada, pero sin dejar de besarnos, nos fuimos a un hotel (1993:33).

6 Seguí rezando, sentí el ruido de la camioneta de nuevo. El motor rugía. Bendita eres entre todas las mujeres. La camioneta aceleró. Y bendito es el fruto de tu vientre. Sentí como un enorme pellizco en la pierna izquierda, ¡Jesús!... Un grito: “¡Alto!”, y yo ajena, pensando... qué dulce suena ¡Jesús!, mezcla de amor suave y tierno, como miel ¡Jesús!, sentí que me arrastraban (1993:98).

Este trabajo forma parte de la investigación titulada Formas de la traición en el Cono Sur: hacia una taxonomía crítica (Fondecyt regular Nº 1.210.232).