TRAZOS - AÑO IV – VOL.II – DICIEMBRE 2020 - ISSN 2591-3050
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Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires.
Contacto: oliveriogioffre@yahoo.com.ar
Resumen: La división entre naturaleza y cultura, típica del pensamiento moderno
occidental, se ha constituido como el fundamento ontológico de la violencia
racista, machista y especista. Con la conquista de América en el año 1492, nace
para Europa la posibilidad de autoafirmarse frente a una nueva alteridad. Por un
lado, surge el concepto de raza, con la finalidad de delimitar el orden de lo
humano frente al orden de lo subhumano y de lo no humano. Por otro lado, se
globaliza el patriarcado cristiano: la quema de brujas, por un lado, y la distinción
entre mujer y hembra por el otro, aparecen como dos de las consecuencias más
notables. Finalmente, la filosofía cartesiana del siglo XVII pone en tela de juicio
la cosmovisión aristotélica, vigente hasta el momento, según la cual los animales
poseen alma: un alma nutritiva y sensitiva. El animal se torna en máquina.
Palabras clave: RACISMO SEXISMO ESPECISMO.
ANIMALES Y ANIBUENES:
LO HUMANO, LO SUBHU-
MANO Y LO NO HUMANO
Oliverio Gioffré1
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Aunque cueste admitirlo, vivimos en crisis: menos mal. La crisis no es una
situación anómala, una situación que se diera de vez en cuando: cada instante
es un instante de crisis. La aspiración a lo normal proviene de un cierto miedo,
un miedo a la intemperie, al desamparo, a lo abismal. Ese sentimiento de estar
al borde de una montaña, a centímetros de una caída fatal: ese sentimiento
inolvidable. Pero, sobre todo, un miedo a la naturaleza, a la oscuridad de la
noche, a la enfermedad, a la vejez, y a la muerte. Hemos inventado una palabra
delirante para enfrentar ese miedo: cultura. Hemos creado una falsa rivalidad,
un pseudo antagonismo. ¿Qué dosis innita de soberbia ha sido necesario que
alberguemos en nosotrxs para pretender distinguirnos de la naturaleza y hablar
entonces de la cultura? ¿Acaso no hay naturaleza en la cultura? ¿Acaso no hay
cultura en la naturaleza?
En esa palabrita, naturaleza, cabe todo lo que detestamos: la monotonía,
lo cíclico, lo inexplicable, lo inerte. Creamos un gran articio que se oponga al
vacío: pero la naturaleza siempre gana, haciendo de nuestros grandes monu-
mentos no mucho más que un contundente olvido. Cuando miramos para atrás,
y observamos al bebé que fuimos, nos damos cuenta de que nuestra innitud
originaria se particularizó mediante un proceso de socialización, hasta llegar a
nuestro ser actual. Ese proceso nos llenó de corazas, de ropajes, de barnices.
Hoy, ya no sabemos distinguir esos barnices de lo barnizado: sólo accedemos a
la innitud a través de sus máscaras. Ellas nos protegen frente a lo desconocido.
Pero vayamos de lleno a algunas de las consecuencias políticas de todas
estas consideraciones. Observemos algunos de estos ropajes y barnices: el ra-
cismo, el sexismo y el especismo. El racismo considera que existen razas su-
periores a otras; el sexismo considera que existe un sexo superior a otros; y el
especismo sostiene que hay una especie superior a otras. El racismo, el sexismo
y el especismo tienen algo en común: la idea de que existen jerarquías, jerar-
quías rígidas e inmodicables. Esta forma de dominación se fundamenta en la
oposición entre la naturaleza y la cultura. Del lado de la cultura, se encuentra el
hombre, blanco, humano; del lado de la naturaleza, las mujeres, lxs negrxs y lxs
indígenas, lo animal. Del lado de la cultura, la razón y la conciencia; del lado de
la naturaleza, lo instintivo y lo automático. Una domina y la otra es dominada,
una conquista y la otra es conquistada.
Racismo
Racismo, sin duda, es un término confuso. Generalmente, asociamos el ra-
cismo a los prejuicios o estereotipos de sujetos particulares, y no tendemos a
pensarlo como algo estructural: la sociedad en sí no sería racista, y el tema no
sería tan grave. Pero este modo de pensar es sospechosamente conveniente
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para preservar el statu quo. El Ku Klux Klan, lxs neonazis, y grupos extremistas en
general, serían así un mero aglutinamiento de gente rara con prejuicios racistas.
Pero el racismo es institucional, sistémico y estructural, y culmina en políticas
concretas de inferiorización y subalternización en el marco del trabajo, de la
vivienda, de los derechos, etc.
Por otra parte, se suele asociar el racismo con el color de piel. Es interesan-
te, en ese sentido, considerar que los europeos conocían a los africanos desde
antes de la conquista de América, y, sin embargo, nunca los pensaron desde la
categoría de raza. Como marca A. Quijano (2002), la cuestión del color, en ese
sentido, sería secundaria. De hecho, los europeos no se concibieron a sí mismos
como blancos sino a partir de la conquista: ¡la misma idea de Europa no existía
antes de 1492!
Por este motivo, más que hablar de raza, debemos hablar de racialización.
Pensemos, por ejemplo, en la célebre historia de El niño con el pijama de rayas,
ese niño judío que hace amistad con un niño alemán en los alrededores de
un campo de concentración nazi. Cuando el niño alemán ingresa en el campo
de concentración, inmediatamente se modica su status: pasa de estar en una
zona de derecho a estar en una zona de excepción. No importa que no sea judío,
no importa que sea alemán. Lo mismo ocurre en el caso del racismo: hoy en día,
es posible ser negrx y no estar racializadx, pero es posible ser blancx y estar
racializadx. ¿Qué es, entonces, al racismo?
El racismo es una estructura de superioridad/inferioridad, que traza una
línea divisoria relativa a la posesión de humanidad. Por debajo de esa línea está
lo subhumano (indígenas americanxs, por ejemplo) y, más abajo, lo no humano
(africanxs esclavizadxs, por ejemplo). Lo subhumano está más cerca de lo hu-
mano europeo: esto legitima la práctica evangelizadora. Hoy en día, geopolítica-
mente hablando, esta lógica no sólo se reproduce mundialmente en las relacio-
nes entre el norte y el sur global, sino incluso al interior del norte y al interior
del sur. Pensemos en las favelas de Rio al lado de las riquezas de Copacabana,
o en los countrys argentinos ubicados al lado de las villas de emergencia, o en
los hiperguetos afroamericanos ubicados en EEUU, uno de los países más ricos
del mundo. Por otra parte, la distinción entre países desarrollados, países en
vías de desarrollo y países subdesarrollados, no es sino la distinción geopolítica
entre lo que a nivel ontológico se considera la humanidad plena, lo subhumano
y lo no humano.
En 1492, hay todavía en el mundo un panorama de diversidad: diversidad de
civilizaciones, diversidad de cosmovisiones, diversidad de sistemas económicos,
de relaciones de género, etc. Con la expansión colonial europea, esa diversidad
empieza a verse cada vez más aniquilada y domesticada en pos de la creación
de una civilización planetaria.
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Con la nalidad de naturalizar el racismo, se dice que racismo hubo siem-
pre. Sin embargo, la esclavitud griega, por ejemplo, no era una esclavitud racial,
en la medida en que el ser humano era considerado como un zoon politikon,
un animal político. Esto diere de lo que ocurre en la losofía política moderna,
en la que la política, y la cultura en general, son pensadas como un articio que
se crea para salir del estado de naturaleza (estado en el cual, desde la mirada
europea, se encontraban lxs indígenas y negrxs en América y África). En ese sen-
tido, los griegos (a pesar de la diversidad que incluye la categoría los griegos)
pensaban en un cosmos, y hablar de cosmos no es hablar de un objeto inerte,
la naturaleza, frente al cual se ubica el sujeto moderno: es hablar de un orden
del que somos parte.
A esta altura, podemos armar que en 1492 nace el racismo, y es a partir del
surgimiento del concepto de raza en el siglo XVI. Antes de esa fecha, la raza no
era un elemento a partir del cual ejercer una dominación. A partir de 1492, los
pobladores de América serán indios, los africanos serán negros, y los europeos
serán blancos: estas son categorías coloniales, y son las tres razas reconocidas
por la monarquía española. Cuando advertimos que actualmente en África se
ubican la mayoría de los países subdesarrollados, en Latinoamérica los países
en vías de desarrollo, y en Europa los países desarrollados, entendemos que el
racismo está más vigente que nunca.
Según Karina Ochoa (2018), a partir de la conquista de América se dan dos
procesos fundamentales: la bestialización del negrx y la feminización del indix.
Lxs negrxs africanxs son condenadxs a la esclavitud, y lxs indixs americanxs son
condenadxs a la servidumbre (una servidumbre no-asalariada), pues tienen la
condición de humanidad (aunque no es plena, sino subhumana). Se trata de
una feminización en la medida en que la mujer y el indix son concebidos como
infantes. Sin embargo, el infante es aquel que puede salir de la minoría de edad,
pero la infancia de la mujer y la del indix son, desde esta perspectiva, irrepara-
bles, en la medida en que la tutela del padre es reemplazada por la tutela del
marido, en un caso, y la tutela del padre es reemplazada por la tutela de Europa,
en el otro. Enfatizaremos más en esto cuando hablemos del patriarcado colonial.
Sin embargo, esto genera un debate en Europa, que se consuma en la Junta
de Valladolid en 1550: ¿Lxs indixs tienen alma o no tienen alma? El célebre de-
bate entre Sepulveda y Las Casas da cuenta de este problema. Sepulveda creía
que lxs indixs no tienen alma, pues carecían de propiedad; Las Casas creía que
lxs indixs tienen alma, pero son infantes que deben ser cristianizados. La cruz es
representada por Las Casas, y la espada por Sepulveda: la conquista de América,
como suele decirse, se hizo con la cruz y con la espada.
Como dice R. Grosfoguel (2013), la secularización cientíca de este debate
se da en el siglo XIX, fundamentalmente a partir de los ensayos del Conde Artur
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de Gobineau: de pueblos sin alma a pueblos sin adn (racismo biológico) y de
pueblos con alma, pero infantiles y a evangelizar, a pueblos primitivos a civilizar
(racismo culturalista). En la segunda guerra mundial, el nazismo queda asociado
al racismo biológico. La posguerra condena este tipo de racismo, y culmina en el
reconocimiento de los derechos civiles de lxs negrxs en los años 60: pero conti-
núa vigente el racismo cultural. Pensemos que la descolonización de los países
africanos implicó una independencia, y una conformación de Estados-nación,
dos conceptos típicos de la modernidad europea. Una descolonización que se
da en los términos de lo que Europa entiende que es descolonizarse, ¿es acaso
una descolonización?
El racismo, en la medida en que implica el no reconocimiento de la humani-
dad del otro, se distingue del sexismo, de la homofobia o de la explotación ca-
pitalista. La mujer blanca puede reclamar derechos frente al hombre, el homo-
sexual o la lesbiana con privilegios raciales pueden reclamar sus derechos, el
proletario blanco puede organizar sindicatos frente al burgués. Quien no tiene
estos privilegios raciales, no puede reclamar nada, salvo que se juegue la vida:
pues allí no hay derecho, sino zonas de excepción, en las que la violencia y la
crueldad están completamente legitimadas.
Sexismo
Con la división cartesiana entre un sujeto racional y un cuerpo objetivable,
el viejo dualismo cristiano entre el cuerpo y el alma se seculariza, pero se radi-
caliza: la separación entre los dos ámbitos se torna fatal. Nunca antes se había
pensado al cuerpo como un mero objeto de conocimiento: he allí la novedad
cartesiana. Lxs negrxs, lxs indixs, las mujeres y los animales, forman parte de lxs
excluidxs de la gnoseología moderna, y pasan a representar el ámbito del cuer-
po: no son sujetos, sino objetos. Sin embargo, no lo son en la misma medida o
en el mismo grado.
Dentro de la corriente feminista decolonial, se plantea que la dominación
de género puede ser pensada como un privilegio de la mujer blanca. A partir de
la conquista de América, como señala María Lugones, la mujer negra y la mujer
indígena fueron dominadas como hembras, y no como mujeres. No se trata de
una dominación de género, sino de una dominación racial y de género, que es
mucho peor: sobre todo en el caso de las negras esclavizadas.
La percepción de las mujeres como hembras justicaba el hecho de tra-
tarlas como se trata a los animales (este tipo de expresiones, evidentemente,
patentizan la naturalización del lugar subalterno que se asigna a lo animal). La
mujer del hogar y de la maternidad, dentro de este marco, parecería ser un su-
jeto un poco más privilegiado, aunque parezca incrble. Para las mujeres negras
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e indias, no hubo solamente división sexual del trabajo: hubo también división
racial del trabajo. Proclamar que la mujer tiene que salir del hogar y conquistar
el mundo público, no tenía sentido para las mujeres racializadas, para las hem-
bras, así como sigue sin tener sentido para las mujeres que actualmente viven
del trabajo informal, y que usualmente son doblemente explotadas, en la medi-
da en que se ocupan tanto del trabajo doméstico como del trabajo remunerado.
A diferencia de lo que sucedió en África, lxs indígenas americanxs fueron
feminizadxs, en la medida en que fueron tratadxs como infantes. Sin embargo,
como dije anteriormente, no son infantes que pueden salir de la minoría de
edad: la mujer nunca sale de la minoría de edad, pues pasa de la tutela del pa-
dre a la tutela del marido, y el indígena nunca sale de la minoría de edad, sino
que está condenado a estar, como se dice hoy en términos geopolíticos, en vías
de desarrollo. Podemos decir, entonces, que las mujeres africanas se hallan en
una condición no humana, pero las mujeres indígenas se hallan en una condi-
ción subhumana frente a la promesa de la humanidad futura que, por supuesto,
nunca llega. Pero ¿y la mujer blanca?
Silvia Federici (2004) nos propone pensar el concepto de división sexual del
trabajo a partir del trabajo doméstico. Así como la teoría marxista de la acumu-
lación originaria del capital supone el saqueo europeo de los países periféricos,
para Federici la acumulación originaria del capital supone el saqueo masculino
de la fuerza de trabajo femenina. Así como los esclavos negros nunca recibieron
un salario por su trabajo, las mujeres europeas nunca recibieron un salario por
su trabajo doméstico.
La acumulación originaria condujo a separar a los campesinos de sus tie-
rras, es decir, de sus medios de producción, con la nalidad de dirigirlos hacia
las ciudades. Pero para Federici, también llevó a separar la producción de mer-
cancías de la reproducción de la vida, que se feminiza y se invisibiliza. Se pasa
de una economía de subsistencia preindustrial (usualmente familiar) y cam-
pesina (donde uno produce lo que le permite reproducirse) a una economía
capitalista (en la que lo que uno produce no le permite reproducirse), pues la
producción se destina a venderse en el mercado: nace así una división sexual
del trabajo, en la que el trabajo productivo del hombre es asalariado y el trabajo
reproductivo de la mujer es no asalariado. La mayoría de los lugares de trabajo
que encontró la mujer en este marco estuvieron ligados a la reproducción, y no
a la producción, exceptuando los trabajos sumamente desventajosos que reali-
zaban en minas y fábricas, donde también se explotaba a niñxs en condiciones
de salubridad absolutamente pésimas.
Hemos asociado a las brujas a Halloween, o a un cuento de leyenda: pero
nunca a un genocidio. Este genocidio fue central para el desarrollo del capita-
lismo, en la medida en que posibilitó que el Estado adquiriera un control sobre
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el cuerpo de las mujeres. Una de las acusaciones que se hacía a las brujas era,
en efecto, que mataban, cocinaban o comían niñxs: no respondían a la lógica de
la procreación como un factor económico. La quema de brujas es la búsqueda
de disciplinar el cuerpo femenino y disponerlo a la procreación: mientras más
trabajadores, más riqueza; mientras más población, más recursos. El útero se
torna una máquina de reproducción de fuerza de trabajo. La quema de brujas es
la condición de posibilidad del gran salto demográco que se registra en Europa
en el siglo XIX, y de lo que M. Foucault entiende como biopolítica.
Si bien la división sexual del trabajo puede pensarse desde la biblia, con el
mandato para la mujer de parir con dolor y el mandato al hombre de ganarse
el pan con el sudor de su propia frente, en la época feudal no hay una división
entre la esfera de la reproducción para las mujeres y la esfera de la producción
para los hombres: la división sexual del trabajo se desarrolla con la quema de
brujas y se consolida con la revolución industrial.
Nos hallamos ante una enorme complejidad frente al problema de los gra-
dos de lo humano. El proletariado del siglo XIX, estudiado por Marx, dispone de
una enorme desventaja frente al burgués, quien representaría aquí el máximo
exponente de lo humano. Pero dispone de un privilegio racial y de género: reci-
be un salario por su trabajo, que la mujer (salvo en el caso de las mujeres prole-
tarias que, dicho sea de paso, eran peor pagadas que los hombres proletarios),
el siervo indio y el negro esclavizado no reciben. Sin embargo, esa misma mujer
tiene un privilegio racial: a diferencia de las mujeres negras, y en cierta medida
también de las mujeres indoamericanas, que son consideradas hembras, el gra-
do de humanidad de estas mujeres europeas es mayor (cabe matizar, sin em-
bargo, teniendo en cuenta la existencia, en el siglo XIX, de la prostitución masiva
forzada en Europa para muchas mujeres desempleadas).
En 1492 no se globaliza el patriarcado: se globaliza el patriarcado cristiano,
que es un patriarcado con unas lógicas muy propias. Plantear que el patriarcado
tiene miles de años, es hacer pasar la historia europea por la historia global,
en la medida en que había civilizaciones y pueblos muy diversos antes de 1492,
y muchos de ellos no eran patriarcales (por ejemplo, lxs cheroquis en América
según Paula Gunn Allen, lxs yorubas en África según Oyeronké Oyewumi), así
como otros eran matriarcales; en muchos pueblos primaban las diosas mujeres,
y hasta en muchos casos se reconocían la homosexualidad y el hermafroditis-
mo. Nos resulta muy difícil imaginar que antes de 1492 hubiera pueblos en los
que hubiera relaciones de género igualitarias, precisamente porque estamos
acostumbrados a la narrativa moderna del progreso.
En la medida en que hoy, en el siglo XXI, podemos armar que existen mu-
jeres blancas capaces de concentrar poder y riqueza, y que existen miles de
hombres racializados sumergidos en la subalternidad, debemos pensar la lu-
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cha antipatriarcal como una lucha inescindible de la lucha antirracista. De otro
modo, podremos lograr avances en términos jurídicos, pero no modicaremos
la cosmovisión dualista que fundamenta a la cultura occidental y que nos está
llevando a la destrucción del planeta.
Especismo
En el siglo XIX, era común que en la comunidad cientíca se armaran tales
cosas como que lxs negrxs eran genéticamente inferiores. Lo hemos denomi-
nado racismo biológico. A su vez, hace no muchos años, los zoológicos no solo
eran para los animales, sino también para lxs negrxs e indígenas, a lxs que las
familias pudientes iban a observar, con sus bellxs hijxs, para entretenerse: se
trata de los zoológicos humanos, que evidencian la imbricación entre racismo y
especismo. Esto que hoy parece inconcebible, no parece sin embargo inconce-
bible en relación al animal.
Por otro lado, y como lo ha señalado lúcidamente C. Adams, al animal y a la
mujer se los somete a través de una misma lógica: la segmentación del cuerpo.
No pensamos a la mujer o al animal como un todo, sino que solo registramos
las diferentes partes de sus cuerpos. De este modo, el útero se convierte, como
dijimos, en una máquina de reproducir fuerza de trabajo, y las distintas partes
del cuerpo femenino se convierten en un objeto de consumo pornográco para
los hombres heterosexuales; paralelamente, el muslo, la pata o el ojo del animal
se convierten en objetos de consumo para la cultura carnista.
La etología, una rama de la ciencia contemporánea que estudia el compor-
tamiento de los animales, ha dejado al descubierto que muchos de nuestros
prejuicios son falsos. No sólo se ha puesto énfasis en el complejo mundo emo-
cional de muchas especies animales, sino que se ha planteado que los animales
no son seres irracionales, y que algunas especies poseen códigos éticos pare-
cidos a los nuestros. Esto nos lleva inevitablemente a repensar nuestro modo
de concebir al animal como un ser puramente instintivo, que se mueve por el
mundo como una máquina, víctima de un automatismo fatal. Pero también nos
lleva a repensar a la libertad y a la espontaneidad como algo presuntamente
propio de lo humano.
En efecto, la reacción es una de nuestras costumbres más arraigadas. A
todo reaccionamos, impulsivamente, sin siquiera darnos cuenta: vivimos dando
tumbos. Estamos acostumbradxs al automatismo. Delegamos innitas tareas al
ámbito de la inconciencia, y así, no tenemos ni la menor idea de lo que nos
pasa: nos ignoramos completamente. Vivimos en una dictadura de la reacción...
¡Pero nos creemos libres!
El ser humano podría denirse como un animal que reacciona. Esta deni-
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ción, sin embargo, es ofensiva para el orgullo de la especie: por un lado, porque
detestamos asumir nuestra semejanza con lo que imaginamos que es lo animal,
pero, por otro lado, porque detestamos sentir que no somos libres. Si bien la
palabra animal proviene de anima, es decir, alma en latín, desde el siglo XVII,
la losofía cartesiana considera al animal como un ser carente de alma. Sólo el
humano tendría alma: pero no cualquier humano, como ya se demostró. Esto
es novedoso, en la medida en que Aristóteles había planteado que el animal
posee un alma nutritiva y sensitiva, y era lo que se pensaba hasta el momento
en Europa.
Pero la etología produjo una nueva herida narcisista en nuestra especie,
demostrando que múltiples especies diferentes a la nuestra poseen vida moral;
en otros términos, demostrando que los animales no son meras máquinas, sino
que toman decisiones, eligen.
Si Copérnico nos inigió una primera herida narcisista al plantear que la
tierra no es un centro alrededor del cual gira el sol; si Darwin nos inigió una
segunda herida narcisista al postular que el ser humano procede del mono;
si Freud, en su texto de 1917 (Una dicultad del psicoanálisis) nos inigió una
tercera herida narcisista al desconar de la existencia de un sujeto con pleno
autodominio y postular la presencia de un inconciente; entonces la idea de que
el ser humano no es la única especie con códigos éticos puede ser pensada
como una cuarta herida narcisista. Resulta fundamental que las conclusiones
de la etología se popularicen, con la nalidad de que nuestros prejuicios antro-
pocéntricos se vean cada vez más cuestionados.
Pero resulta todavía más fundamental que esos lugares llamados matade-
ros (el nombre lo dice todo) dejen de existir de modo urgente e inmediato. Una
sociedad que se enorgullece de haber consolidado los derechos humanos debe
ahora plantearse la cuestión de los derechos de los animales. Los mataderos
son los campos de concentración del siglo XXI. Un prisionerx de la ESMA o de
Auschwitz, y una vaca en un matadero tienen algo en común: la sintiencia. Cual-
quier humano y cualquier animal tienen algo en común: la sintiencia. En este
sentido, no somos tan diferentes como nuestro orgullo quisiera.
Conclusión
Actualmente, pocas personas armarían explícitamente su racismo y su se-
xismo; pero la mayoría se enorgullece de su especismo. La emancipación racial
y sexual ha puesto el foco en devolverle la humanidad a mujeres y negrxs. Pero
no ha subvertido la visión de lo animal, y de la naturaleza en general, como ex-
plotable, ni ha modicado la idea de lo humano como soberano. De este modo,
la base no ha cambiado. Puede haber presidentes negros, o mujeres poderosas,
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pero sólo en la medida en que actúan como hombres blancos. Si seguimos en-
tendiendo al animal de este modo, seguiremos animalizando como modo de
dominación. Entonces, además de ampliar el horizonte de lo humano, ¿no será
hora de reconocernos animales, o quizás, anibuenes?
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Bibliografía
Quijano, A. (2002), Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina.
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Federici, S. (2004), Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria.
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