TRAZOS

AÑO I - VOL II

DICIEMBRE 2017

ISSN 2591-3050

PRÁCTICA ESTÉTICA,

VANGUARDISMO Y

HEGEMONÍA EN

RICARDO PIGLIA

Ignacio Joaquín Davies

Resumen: La reflexión estética correspondiente a la producción crítico-teórica de Ricardo Piglia, se inscribe en los debates al interior del campo de discusión marxista, desde los años ’60 hasta la actualidad, en la Argentina. El aporte de

Piglia a las discusiones en torno al vínculo entre literatura y condiciones de05 producción, práctica estética y capitalismo, va de su original lectura de Walter

Benjamín, Mao Tse-tung, Yuri Tinianov y el Formalismo Ruso, a los estudios culturales y el Estructuralismo Althusseriano. A partir de esta compleja trama de lecturas, y en tensión permanente con las diversas corrientes de la intelec- tualidad de izquierda(s) de su época, Piglia desarrolla algunas hipótesis de lectura que continuaría re-elaborando hasta sus últimas intervenciones y con- ferencias. Desarrollaré en este sentido, algunos vínculos entre las categorías de práctica estética, hegemonía y vanguardia, que se desprenden de la reflexión estética pigliana, en relación a las condiciones del campo cultural argentino del siglo pasado.

Palabras clave: RICARDO PIGLIA - MARXISMO - VANGUARDIA - HEGEMONÍA

Facultad de Filosofía y

Humanidades, Universidad

Nacional de Córdoba.

Contacto: nachod-21@hotmail.com

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El objetivo de este artículo es el abordaje de algunas vinculaciones posibles entre las nociones de práctica estética, vanguardia y hegemonía que se des- prenden de ciertas hipótesis de lectura que, en diversos momentos de su obra crítica, ha postulado Ricardo Piglia. Estas vinculaciones, constituyen en el corpus teórico-critico de Piglia un abordaje del sistema literario argentino en su composición y dinámica interna. Esto constituye también una lectura de cierta tradición de la literatura nacional que comprende a Macedonio Fernán- dez, Roberto Arlt, Witold Gombrowicz y Jorge Luis Borges, entre otros.

La apuesta de Piglia a partir de sus ensayos más tempranos en los años ’60, apunta a rever de un modo innovador los vínculos entre producción literaria y capitalismo. Desde sus primeras publicaciones en revistas literarias como Lite- ratura y Sociedad (‘65) y Los libros (‘69-‘76), llegando hasta Critica y ficción, del año ‘86, o su ciclo de conferencias editadas recientemente con el título de Las tres vanguardias, de los años ’90, Piglia inscribe su posición teórica como críti- co, en el marco de un marxismo heterodoxo, cercano a Walter Benjamín, los

estudios culturales británicos de los años ’60-’70 y cierta lectura del Estructu-06 ralismo Althusseriano. A partir de esta reconstrucción peculiar, compleja y

disidente en el marco de los debates filosófico-marxistas sobre la praxis esté- tica, Piglia va a criticar algunas corrientes de la izquierda intelectual (caras a la URSS y la línea oficial del Partido Comunista), en la relación mecanicista o individualista que habrían construido en torno al binomio literatura/capitalis- mo. En este sentido, Piglia comienza por pensar las relaciones existentes entre práctica política y práctica literaria, el lugar y composición del sistema literario en cuanto estructura de relaciones de fuerza, y la especificidad de lo que denominará como función estética.

Práctica estética, condiciones de producción y vanguardia

En sus escritos temprano, retomando a Benjamín, Brecht, Tinianov y el formalis- mo ruso como insumos para discutir posiciones reduccionistas de lo cultural a la economía, Piglia trabaja la idea de práctica estética como práctica específica, en su vínculo con las condiciones de producción. En este planteo se encuentran elementos de lo que Jameson (1989) denominaría como mediación, en tanto

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categoría dialéctica elemental para hablar de “Las relaciones entre el análisis formal de la obra y su base social” (Jameson, 1989, 33). En esta dirección, en el marco de los debates sobre el vínculo literatura y revolución que atravesaron los años ’60 en la Argentina, aquello que rectifica Piglia, es la necesidad de estudiar, en primera instancia, el sistema de relaciones que enmarcan todo espacio literario: aquellos “vínculos que ordenan la estructura de significación dentro de la cual la obra tiene su lugar que la condiciona y la descifra” (Piglia, 1972, 120). Tal como afirma en Mao Tse-tung, práctica estética y lucha de clases (1974), se trata de pensar la historia de la literatura, no tanto como historia de las obras, sino como “Historia de una cierta relación entre práctica estética y sus condiciones de producción” (Piglia, 1972, 121). Por ello se trata más de fijar la atención en las condiciones de producción que en el producto final: lo fun- damental del proceso de producción (como ya Marx hizo notar a los economis- tas ingleses) no es tanto crear productos, sino producir un sistema de relacio- nes, aquellos vínculos sociales que codifican la estructura en formas de pro-

ducción, circulación, distribución y consumo.07 ¿Pero cómo hablar de práctica estética y condiciones productivas sin caer en

las dificultades propias del reduccionismo materialista? Haciendo foco en lo que podríamos denominar “métodos propios de la lucha cultural” - frente a la estricta (y pragmática) praxis política - Piglia toma distancia de todo “volunta- rismo del sujeto”, según caracteriza a las posiciones sartreanas del “intelectual comprometido”1 planteando que, por el contrario, en el ámbito artístico “la eficacia estética es lo único que puede garantizar el efecto social” (Piglia, 1972, 124).

Encontramos también en este punto, una fuerte problematización del realismo social (“estética revolucionaria” oficial según la dirección del Partido Comunista, por entonces), en tanto poética y técnica narrativa. La línea de “escritura compro- metida”, muchas veces ligada a la alternativa realista, en sus múltiples matices, plantearía contenidos sociales explícitos en sus textos a fines de visibilizar la opresión de la clase obrera y subalterna, aspirando así a una politización del material literario: concretando el salto del plano cultural al plano político. El pro- blema residirá, para Piglia (y para Sanguinetti [1972] o Libertella [1977] en un mismo sentido), en que la propuesta realista (en todas sus variantes) presenta un esquema que da lugar a la “instrumentalidad política” de lo literario: resultado de

1Aquel que declara públicamente su posicionamiento político como un eje de su “praxis revolucionaria”: figura muy discutida desde los años ’50 por la generación de la revista Contorno (Avaro- Capdevilla, 2004, 289).

ciencias interpretando a su manera el teorema (Bunge, 1960, p.7).

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partir de una concepción (todavía cara al prejuicio liberal-burgués clásico) de las esferas política y cultural como instancias separadas. Lo que va a decir Piglia, apoyado en cierta lectura estructuralista, es que la ligazón entre cultura y política resulta aún más íntima, desde que la producción cultural “mantiene con la ideología y la política lazos propios al interior de la estructura social” (Piglia, 1972, 23). El arte renuncia a toda idea de autonomía (desde las vanguar- dias clásicas) pero adquiere un sentido político inmanente.”2

El intelectual de izquierda puede ocuparse, entonces, específicamente de la producción literaria, sin caer en falsas antinomias como las de artista compro- metido-militante versus artista de la “torre de marfil”. Además, esta perspecti- va permite (como ya ha señalado José Luis Basualdo [2015]), pensar la comple- ja articulación entre literatura, ideología y producción social del sentido. Per- mite, sobre todo, pensar la autonomía relativa del campo artístico, muy en línea con otras lecturas de Althusser en los ’70 argentinos.3

En contra de todo “realismo superficial y fotográfico, a medio camino entre el

folklore y el panfleto social” (Piglia, 1967, 9), la escritura revolucionaria no se08 encuentra tanto en las producciones relacionadas con un contenido semántico “revolucionario”, temáticas historizables, como en aquellas que trasgreden los materiales ya codificados y los usos convenidos. Escritores como Borges en este

sentido, conocidos por sus declaraciones conservadoras, presentan formas de trabajo del material literario novedosas y disruptivas: la idea de literatura como copia o plagio (Pierre Menard autor del Quijote, 1939), el uso de las atribuciones erróneas y la ficcionalizacion de los saberes (como la filosofía, en Tlon Uqbar Orbis Tertius, 1940). Macedonio Fernández por su lado y la teoría de la novela con infinitos prólogos que retardan el comienzo clásico (Museo de la Novela de la Eterna, 1967), su parodia de la trama narrativa lineal y realista: un cuestionamiento directo a la novela moderna consagrada.

Por otra parte, reconocer los métodos propios de la práctica estética impli- caría aquella objetivación del escritor en su oficio, que ya Benjamín había trabajado en El autor como productor (1934): la asunción de cierta posición en un campo de la producción específico, y la disputa por los regímenes de valo- ración y legitimación al interior del mismo. Piglia destacará en textos y confe- rencias posteriores (1990, 2001) que este reconocimiento de la especificidad de la praxis estética, en un marco de relaciones de fuerza, es precisamente lo

2“(El arte)… a la vez que renuncia a una autonomía entendida como independencia del proceso productivo, puede reivindicar una eficacia específica, en la esfera de la producción estética o cultural” (García, 2013, 62).

3(Schmucler, 1972, 17-18).

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que caracteriza a la vanguardia (pensando más bien en las “segundas van- guardias” de los años ’60-‘70), como posicionamiento táctico y lectura estraté- gica. Se trataría, además, de una interpretación de los problemas del valor artístico, la legitimidad y la consagración como cuestiones definidas por códi- gos y convenciones previas, (resultados de la disputa cultural incesante), que la vanguardia busca alterar posteriormente, en su compleja y ambivalente relación con el mercado.

Para finalizar este apartado, resulta ilustrativo retomar la lectura que Piglia

 

hace de Roberto Arlt como caso paradigmático de este “hacerse cargo de las

 

condiciones de producción” de la escritura. A decir de Piglia, Arlt llegaría a

 

cuestionar nada menos que “…los códigos de clase que deciden la circulación

 

y la apropiación literarias” (Piglia, 1973, 2). Habría invertido los valores de

 

cierta “moral aristocrática” que, desde siempre, “se niega a reconocer las

 

determinaciones económicas que rigen toda lectura” (Piglia, 1973, 2). Para Arlt,

 

al contrario, escribir bien es “hacerse pagar, un cierto “bien” que alguien es

 

 

capaz de comprar.” (Piglia, 1973, 2).

09

 

Todos nosotros los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el

 

 

puchero, y para ganarnos el puchero no vacilamos en afirmar que lo blanco es

 

negro y viceversa. La gente busca la verdad y nosotros le damos moneda falsa. Es el

 

oficio, el “metier” (…) apenas se trata de una falsificación burda, de otras falsifica-

 

ciones que también se inspiraron en falsificaciones (Arlt, 1933, 121).

 

Por este tipo de afirmaciones, y toda una serie de elementos trabajados en El

 

Juguete Rabioso, y Los siete locos, dirá Piglia que Arlt “desmiente las ilusiones

 

de una ideología que enmascara y sublima, en el mito de la riqueza espiritual,

 

la lógica implacable de la producción capitalista” (Piglia, 1973, 3). En Artl la legi-

 

bilidad no es transparente (como cierta lectura liberal sostiene) y la literatura

 

“solo existe como bien simbólico (aparte de su carácter de bien material) para

 

quien posee los medios de apropiársela.”5 (…) “Esta propiedad se trata de ocul-

 

tar, disimulando la coacción que las clases dominantes ejercen para imponer

 

como “naturales” las condiciones sociales que definen la lectura.” (Piglia, 1973,

 

4). Por último, cabe decir que en el autor de Aguafuertes… el “gusto literario” no es

 

4“…En este sentido en el Juguete Rabioso el intento de quemar la librería es homologo al robo de la biblioteca: al robar Astier lleva el precio a donde el valor literario dice reinar fuera de la economía” (Piglia, 1973, 6).

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gratuito: cada vez, “se paga por él y el interés por la literatura es un interés de clase.” (Piglia, 1973, 5). Arlt habría leído la situación del sistema literario, aquel entramado de relaciones en que el mismo se hallaba inserto, como un artista de vanguardia.

Vanguardia, cultura de masas y hegemonía

Ya en el contexto de Las tres vanguardias (conferencias del año 1990), nos encontramos, con una definición benjaminiana de la vanguardia en tanto “res- puesta literaria a una situación social”, en vistas a plantear los términos de “la relación entre sociedad y literatura de un modo nítido”, contra toda “idea de una historia autónoma de los procedimientos y técnicas literarias” (Piglia, 2016). En este sentido, para la vanguardia el interrogante central pasa a ser “¿qué lugar tiene la obra en la sociedad?”, y no ya “¿qué lugar tiene la sociedad en la obra?”

(Piglia, 2016, 26). No se trata, para esta lectura, de rastrear aquello que la obra10 dice de las relaciones sociales o condiciones de producción de una época, sino

de preguntarse cómo ésta se coloca la obra al interior de esas relaciones. Piglia también vuelve a las hipótesis benjaminianas que vinculan la noción de

vanguardia a la aparición de las grandes poblaciones en la sociedad industrial del S. XIX, el desarrollo de la industria cultural y la técnica modernas (Benjamín, 1936). “Es la aparición de las masas (y de los medios de masas) dice Benjamín, lo que complica la tradición lineal del liberalismo y pone en cuestión todos los modelos parlamentarios y democráticos” (Piglia, 2016, 35) a la hora de definir los consensos y valoraciones estéticas (en los mercados ampliados por estos suje- tos emergentes y el desarrollo exponencial de la técnica), cabe agregar. En esta misma dirección, Piglia se ocupa del caso argentino:

La aparición en la Argentina de las revistas semanales –modelo Time- que incluyen una amplia sección dedicada a la vida cultural, y la aparición posterior del diario La Opinión (…) empiezan a cambiar los sistemas de legitimidad de la literatura nacio- nal. Ya no son las revistas Sur o el diario La Nación los árbitros del gusto, son los nuevos medios de masas los que gravitan en el mundo cultural (Piglia, 2016,32).

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Consolidado el rol de la industria cultural en el contexto de la sociedad de masas moderna, Piglia postula que la estrategia de vanguardia consiste en cierta lectura del problema del valor artístico, y el hecho estético, como cues- tiones definidas por los usos y consensos establecidos (hegemonía) en una comunidad especifica: lo literario (aquellas cualidades poéticas que se le otor- gan a un texto, viene definido de manera primordial y, en cada caso, por su atendimiento a cierto código, convenciones o “saberes previos” que hacen funcionar al texto de ese modo. En ningún caso es una cualidad intrínseca o virtud particular, lo que imprime al escrito su carácter artístico y valor en cuanto obra de arte. El texto es literario por su uso literario, de modo análogo en que el billete es depositario de un valor específico por su uso específico convenido. Entonces, dirá Piglia, “si lo que decide la cualidad poética o el valor de un texto son el saber previo y la expectativa, la lucha está en la construc- ción de esa expectativa y de ese saber previo” (Piglia, 2016, 38) (estos que defi- nen los sistemas de consagración, los autores clásicos y “grandes escritores”

de una época). En este sentido es que el escritor de vanguardia busca “ser11 leído (como el primer Baudelaire o Macedonio) como un desconocido para los

criterios establecidos, y los modos de leer que se amparan en lo ya clasificado y en el nombre del autor como marca de un producto en serie.” (Piglia, 2016, 38).

Esta manera contra-hegemónica de pensar lo artístico/literario, el valor, y la legitimación cultural estaría “Disputando la creencia liberal” (la tradición oficial-civilizatoria que va de Sarmiento a Groussac y Sur en nuestro país, para Piglia), de que todo aquello “Se define por un consenso, más o menos demo- crático, por el equilibrio natural del mercado, y una visibilidad extrema de lo público” (Piglia, 2016, 38), el genio y la figura creadora del autor. La vanguardia en cambio, insiste en la necesidad de realizar un corte entre cultura y demo- cracia liberal.

Para finalizar este apartado, en relación al problema de la tradición, hay que pensar aquello que para Piglia aparece como lucha entre poéticas: “escribir es posicionarse en torno a una tradición, y establecer redes, parentescos y cortes en función de una poética que define la poética personal” (Piglia, 2016, 34). Los juicios de valor son juicios de posición y la acumulación de capital cultural se da en el contexto de una guerra de posición: el gusto y la consagración se

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define en una determinada correlación de fuerzas. El escritor de vanguardia, en contra del canon de toda cultura oficial/dominante, construiría (no sin arbitrariedad en este punto) sus propias tradiciones negando aquellas que no “correspondan” a su poética personal, ya que la lectura no es otra cosa que “Ruptura, enfrentamiento y anulación de otras lecturas y posiciones.”(Piglia, 2016, 35). En este sentido, Piglia explica con humor en diversas ocasiones, aquel desdén por parte de Borges respecto de algunos novelistas modernos consagrados como Proust o Kafka, y su insistencia en tradiciones “secunda- rias” como cierta línea anglosajona: Chesterton, Wells, Stevenson (por mencio- nar algunos). Son aquellos materiales literarios, y no los de la tradición euro- pea central, los que para Borges darían el contexto preciso al interior del cual le interesa ser leído. Por ello, insiste constantemente (en toda conferencia o entrevista) con la revalorización de estas poéticas: para definir la poética propia, fijar estrategias y un contexto específico de lecturas.

Hegemonía, ficción y política

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En torno a las relaciones entre literatura y hegemonía hay otro punto importan- te que piensa Piglia, a partir de la tensión entre “discursos del poder” y “narra- ciones sociales alternativas”. El autor destaca, en diversas ocasiones5 , toda una serie de cruces, relaciones de apropiación y disputa posibles entre las “narrati- vas hegemónicas” ligadas a una discursividad estatal, frente a cierto tipo de “na- rrativa social alternativa”, como aquella que llega a ser invisibilizada, resulta antagónica a los discursos oficiales, y que pudiera llegar a constituir una forma de “contra-poder”. Una forma de contra-hegemonía, en el sentido gramsciano, o en el sentido en que ha sido formulado, también, por Raymond Williams, como aquel “vivido sistema de significados y valores – fundamentales y constitutivos- que en la medida en que son experimentados como prácticas parecen confir- marse recíprocamente”6. Resulta clave en este sentido, la recuperación de la idea de “Estado como narrador”, constructor de ficciones y narrativas sobre lo social, fundamentales en la dirección cultural-política de la sociedad civil (inte- lectual y moral), que el propio Piglia realiza. En Una trama de relatos (entrevista de realizada por Clarín [1984]) explica al respecto:

5 (Piglia, 1986, 34, 117, 118).

6 (Williams, 1977, 131).

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Valery decía, la era del orden es el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden con la sola represión de los cuerpos con los cuerpos, se necesitan fuerzas ficticias. ¿Qué estructura tienen esas fuerzas ficticias? Quizá ese sea el centro de la reflexión política de un escritor. (…) A estos relatos del Estado se le contraponen otros relatos que circulan en la sociedad, ficciones anónimas, micro-relatos, testimonios que se intercambian y circulan. A menudo he pensado que esos relatos sociales son el contexto mayor de la literatura. La novela fija esas pequeñas tramas, las reproduce y las transforma. El escritor es el que sabe oír, el que está atento a esa narración social y también el que las imagina y las escribe.

(…)En este sentido, (…) hay una tensión entre la novela argentina (…) que construye historias antagónicas, y contradictorias, en tensión, con ese sistema de construc- ción de historias generado desde el Estado (Piglia, 1986, 34).

Nuevamente disputando con las perspectivas realistas, aclara que “No se trata solamente del contenido de esas ficciones, ni del material que elabora, sino de la forma que tienen esos relatos del Estado” (Piglia, 1986, 118). En esta

dirección, habría que entender la dinámica de disputas y apropiaciones entre13 los “discursos del poder” y aquellos relatos que provienen de sectores invisibili-

zados, “derrotados” por el relato oficial, a partir de un cierto trabajo/experimen- tación con la forma del material escritural. En este punto, el autor de Respira- ción artificial menciona (entre otros escritores importantes) a Rodolfo Walsh, como un exponente de este tipo de estrategias y experimentaciones narrativas, en su escritura de no-ficción configurada (entre sus elementos centrales) por la persistente figura del “testigo”, como aquel “…que ve pasar la historia y es negado por el aparato Estatal y mediático” (Piglia, 2000, 87). Se trata, a su vez, del “doble movimiento” (característico de Operación Masacre), que consiste en “mostrar cómo el relato estatal oculta, manipula, falsifica, haciendo jugar la verdad en la versión del testigo que ha visto y ha sobrevivido” (Piglia, 2000, 87).

A su vez, y para finalizar, Piglia inscribe a Walsh en la tradición literaria que se abriría en nuestro país con la escritura de Macedonio Fernández (a quien segui- rán Arlt, Marechal, Borges), precursor de cierta narrativa que llega a caracterizar (no tan cerca de su acepción usual) como “utopista”. Respecto de esta tradición narrativa, Piglia pretende no solo fijar una hipótesis de lectura, sino además inscribirse a su interior como continuador de la misma. Como fundador de esta corriente nacional vanguardista, Macedonio Fernández:

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Invierte los presupuestos que definen la narrativa argentina desde su origen. Une política y ficción, y (a diferencia de las tradiciones previas) no las enfrenta como dos prácticas irreductibles. (…) “la novela mantiene relaciones cifradas con las maqui- naciones del poder, las reproduce, usa sus formas, construye su contrafigura utópi- ca. (…) La utopía del Estado futuro se funda ahora en la ficción y no contra ella (Piglia, 1986, 117).

En este punto Piglia menciona a El Facundo (1845) y Amalia (1851), como textos que trabajan la lengua de la “real-politik”, escindiendo ambos planos, el ficcio- nal y el político, marcando una disyuntiva y optando por posiciones políti- cas/“realistas”. Si bien Sarmiento escribe El Facundo, porque “la ficción conden- sa la poética (seductora) de la barbarie” (…) él mismo “expresa mejor que nadie la concepción de una escritura verdadera que sujeta la ficción a las necesidades de la política práctica.” (Piglia, 1986, 116). En Macedonio, en cambio…

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La teoría de la novela forma parte de la teoría del Estado, fueron elaboradas simul- táneamente, son intercambiables.” (…) “Muchos de nosotros vemos ahí nuestra verdadera tradición. Pensamos también que en esos textos se abre una manera distinta de ver las relaciones entre política y literatura. (…) Si la política es el arte de lo posible, el arte del punto final, la literatura es su antítesis. Nada de pactos ni transacciones, la única verdad no es la realidad (Piglia, 1986, p. 117).

Llegamos entonces a la conclusión de que la hipótesis pigliana sobre la exis- tencia de una tradición narrativa “utopista”, “anti-realista”, no parte de rastrear en la escritura “como la realidad aparece en la ficción” (como la sociedad es representada), sino más bien, “como la ficción opera en la construcción de esa realidad” (Piglia, 1986, 116). Hegemonía y utopía. La problematización en torno a las dos líneas centrales de la escritura argentina mencionadas, recae finalmen- te, en el complejo, enrevesado y no pocas veces ambiguo vínculo entre política y ficción, o ficción y política.

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