TRAZOS AÑO II - VOL I JULIO 2018 ISSN 2591-3050

UNA TEODICEA ARTÍSTICA:

REFLEXIONES EN TORNO A LA SENTENCIA NIETZSCHEANA SOBRE “LA JUSTIFICACIÓN ESTÉTICA DEL MUNDO”

Jorge Díaz Gallardo

Resumen: En 1872, Friedrich Nietzsche publica su primera gran obra, el Naci- miento de la tragedia en el espíritu de la música, donde anuncia una tesis que se mantendrá, aunque matizada, a lo largo de su filosofía: la justificación esté - tica del mundo y la existencia. Dicha tesis tiene un anclaje metafísico que lleva a comprender al cosmos como una creación artística que encuentra su reden - ción en su obrar; mientras que en la vida humana, esta justificación sólo es posible por medio del arte, por medio de una actividad que dote de sentido a un mundo frío e indiferente. Sin embargo, esto sólo será mantenido por Nietzs - che en su primeros años, pues el sentido de una algodicea es modificado, incluso, en cierto sentido, rechazado por considerarlo un escalafón más dentro del despliegue de un pensamiento que ha escindido el mundo y despreciado la vida: la metafísica.

Palabras clave: JUSTIFICACIÓN – SUFRIMIENTO – ARTE – METAFÍSICA – TRAGEDIA.

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Facultad de Filosofía y Letras, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

Contacto:

jaensisfo@gmail.com

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Introducción

En su primera gran obra, el Nacimiento de la tragedia (1872), el filósofo Friedrich Nietzsche proclama una sentencia escandalosa: “sólo como fenómeno estético están eternamente justificados el mundo y la existencia” (Nietzsche, 2012, 81). Pero, ¿qué quiere decir Nietzsche con esto?, ¿acaso que el mundo y la existencia son una obra de arte?, ¿un espectáculo?, ¿una banalidad que debe ser apreciada como las exageradas producciones artísticas del rococó? Lo que nos propone - mos a continuación es ofrecer tres interpretaciones que permitan disipar la neblina provocada por dicha tesis. Nuestro análisis considera que las tres inter - pretaciones a realizar gravitan alrededor de tres ámbitos: el metafísico, el post-metafísico y la teoría cultural.

Desde el ámbito metafísico

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Nietzsche obtiene a la edad de veinticuatro años una cátedra en la Universidad de Basilea sin haber antes realizado una tesis doctoral y un proceso de habilita - ción, lo cual es indispensable para obtener una cátedra y por tal todo un hito en el ámbito académico alemán (Frey, 2013, 34-36). El primer tema que Nietzsche abordó en la realización de un libro completo, y que mostraría que su ascenso a la cátedra no se trataba de mera arbitrariedad, fue el Nacimiento de la trage- dia en el espíritu de la música (1872). Y, a pesar de que el contenido de este libro le costará su prestigio como investigador, en él expondría sus primeros atisbos filosóficos, así como el inicio de su confrontación contra los valores de la tradi - ción occidental.

Nietzsche habla en su primer libro de dos fuerzas, dos impulsos artísticos [Kunsttrieb]: lo apolíneo y lo dionisíaco. Él considera que su principal aportación para la ciencia estética de su época, así como para la re-interpretación de la Antigüedad clásica, reside en esta dupla de conceptos (Nietzsche, 2012, 49). Por medio de la figura de Apolo, Nietzsche se refiere, en un primer momento, a las artes plásticas, figurativas; mientras que con la figura de Dionisos, se refiere a las

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artes no figurativas como la danza y la música. Entonces lo apolíneo y lo dioni - síaco son categorías de clasificación de las artes, pero ¿en qué reside esta clasi - ficación?

La creación artística en Nietzsche tiene como causa eficiente dos estados fisiológicos análogos a lo apolíneo y lo dionisíaco: el sueño y la embriaguez. Dice Nietzsche: “[…] esos dos instintos imaginémoslos […] como mundos artísticos separados del sueño y la embriaguez; entre los cuales fenómenos fisiológicos puede advertirse una antítesis correspondiente a la que se da entre lo apolíneo y lo dionisíaco” (Nietszche, 2012, 50). Por tanto, lo apolíneo y lo dionisíaco no son sólo categorías de clasificación de las artes, sino también clasificación de los impulsos o fuerzas artísticas desde los que se crea una obra de arte. Pero pre - guntemos nuevamente, ¿en qué reside dicha analogía?

En el sueño Nietzsche encuentra un estado de relajamiento, de alegría y pro - fundo placer, donde el durmiente se sabe soñando, es decir, sabe que lo experi - mentado en el sueño no es más que mera apariencia, pero goza con su contem - plación:

En la vida suprema de esa realidad onírica tenemos, sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia […] La relación que el filósofo mantiene con la realidad de la existencia es la que el hombre sensible al arte mantiene con la realidad del sueño; la contempla con minuciosidad y gusto: pues de esas imágenes saca él su interpretación de la vida, mediante esos sucesos se ejercita para la vida. (Nietzsche 2012, 51).

El parentesco entre la relación que mantiene el filósofo con la existencia, y la que mantiene el hombre sensible al arte con la realidad del sueño, nos dice que lo apolíneo abandona el ámbito estético para ascender al metafísico, considera - do en sus caracteres hasta ahora vistos en lo que la tradición ha llamado la apa- riencia.

En cambio, Nietzsche ve en la embriaguez el resquebrajamiento de la bella apariencia, del sueño perteneciente únicamente al durmiente, pues por medio del consumo de licores el hombre cae en un olvido de sí, de su individuación:

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“[…] despiértense aquellas emociones dionisíacas en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí” (Nietszche, 2012, 54). Eliminada la subjetividad se traspasa la apariencia, es decir, se pasa de la expe- riencia del aparecer a la “experiencia del ser”: lo dionisíaco. Entonces, lo apolí- neo y lo dionisíaco poseen tres rangos referenciales: 1) en las artes, éstas se muestran respectivamente en las plásticas y en la música; 2) en el artista, en el estado de sueño o embriaguez; y, 3) en el mundo, como el aparecer y el ser. En este sentido, la música expresa el ser del mundo; más bien, expresa al Ser mismo:

La música verdaderamente dionisíaca se nos presenta como tal espejo universal de la voluntad del mundo: el acontecimiento intuitivo que en ese espejo se refracta amplíase enseguida para nuestro sentimiento hasta convertirse en reflejo de una verdad eterna (Nietzsche, 2012, 172-173).

La verdad eterna que se expresa en la cita anterior no es otra que la verdad implícita en la sabiduría del Sileno. Dicha sabiduría es encontrada por Nietzsche en una vieja leyenda, donde se cuenta que el rey Midas trataba de atrapar al Sileno, acompañante del dios Dionisos, para interrogarlo sobre lo que es mejor para el hombre. Habla el Sileno: “Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti – morir pronto” (Nietzsche, 2012, 63). En estas palabras se esconde la verdad eterna, la cual podría expresarse tam- bién del siguiente modo: la vida carece de sentido, y peor aún, dura sólo un fugaz momento.

Influenciado por este descubrimiento, el mundo y la existencia se le presen - tan al joven Nietzsche como carentes de sentido, pero no por ello menos dignos de ser experimentados, de ser vividos. No porque la vida carezca ahora de senti- do o justificación equivale a que no valga la pena ser vivida, pues incluso ella encuentra el modo para redimirse constantemente, redención que logra por medio del arte, tal y como para Nietzsche hicieron los griegos con sus dioses:

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¿de qué otro modo habría podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no se le hubiera mostrado circundada por una aureola superior? El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la existencia destina- dos a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir el mundo olímpico, en el cual la ‹‹voluntad›› helénica se puso delante un espejo transfigurador. Viviéndola ellos mismos es como los dioses justifican la vida humana – ¡única teodicea satisfactoria! [el énfasis es nuestro]. (Nietzsche, 2012, 64).

Si los Olímpicos eran un espejo transfigurador, aquello transfigurado eran los Titanes, quienes para los griegos, según Nietzsche, representaban las fuerzas de la naturaleza, su injusticia, su crueldad e indiferencia, todo un horror que debía ser superado para lograr la vida, superación que se da en el arte. Pero el arte aquí entendido no es una pieza de museo, arte también lo es la religión, la moral, la ciencia, en suma, es lo apolíneo enmascarando el núcleo dionisíaco de la existencia para lograr la generación y propagación de la vida: “[…] lo apolíneo de la máscara, son productos necesarios de una mirada que penetra en lo íntimo y horroroso de la naturaleza, son, por así decirlo, manchas luminosas para curar la vista lastimada por la noche horripilante” (Nietzsche, 2012, 107). En este sentido, el mundo y la existencia sólo están justificados como fenómeno estético, como fuerza transfigurada desde la horripilante noche dionisíaca al placentero mediodía apolíneo. Todo arte, toda ciencia, toda moral, en suma, toda construcción humana no es más que una máscara para encubrir el fondo caótico, sinsentido e irracional de la existencia.

Desde el ámbito post-metafísico

Nietzsche, por medio de Zaratustra, nos deja noticia de los equívocos que en otro tiempo emprendió:

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En otro tiempo también Zaratustra proyectó su ilusión más allá del hombre, lo mismo que todos los transmundanos.

Obra de un dios sufriente y atormentado me pareció entonces el mundo.

Sueño me parecía entonces el mundo, e invención poética de un dios; humo colo- reado ante los ojos de un ser divinamente insatisfecho.

Bien y mal, y placer y dolor, y yo y tú – humo coloreado me parecía todo eso ante ojos creadores. El creador quiso apartar la vista de sí mismo, - entonces creó el mundo.

Ebrio placer es, para quien sufre, apartar la vista de su sufrimiento y perderse a sí mismo. Ebrio placer y un perderse a-sí-mismo me pareció en otros tiempos el mundo.

Este mundo, eternamente imperfecto, imagen, e imagen imperfecta, de una contra- dicción eterna: - así me pareció en otro tiempo el mundo.

Y así también yo proyecté en otro tiempo mi ilusión más allá del hombre, lo mismo que todos los transmundanos.

¿Más allá del hombre, en verdad? (Nietzsche, 2013, 73-74).

Lo que Nietzsche nos confiesa aquí, es que él ha explorado en sus inicios por una filosofía transmundana, más allá del hombre, por lo que es una consecuen - cia suponer que ha abandonado este tipo de filosofía por una nueva, pero ¿por qué abandona la filosofía transmundana?, ¿en qué consiste ese tipo de filoso - fía? Veamos.

La metafísica, según Nietzsche, es la forma predominante en que la filosofía se ha desarrollado desde que se opuso lo que se da a los sentidos y lo que se da al intelecto. Nietzsche nos dice que metafísica no es una mera disciplina, ya sea como ciencia del ente en tanto ente (ontología) o como ciencia de las primeras causas (teología), sino que, principalmente, es una actitud respecto al mundo, la cual, siguiendo a Marco Parmeggiani, posee tres características fun- damentales. Comencemos.

La primera característica es la escisión del mundo en lo que podríamos llamar dos niveles de realidad: la antítesis entre mundo aparente/mundo

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verdadero. Nietzsche menciona que esta primera característica nace a partir de la pregunta por el cómo puede surgir algo de su contrario, la razón de lo irracio- nal, la verdad del error. Ideas como la de bien, belleza o verdad no podrían pro- venir de sus antítesis, por lo que tienen que provenir de otra cosa, la “cosa-en-sí”:

‹‹ ¿Cómo podría una cosa surgir de su antítesis? ¿Por ejemplo, la verdad, del error? ¿O la voluntad de verdad, de la voluntad de engaño? ¿O la acción desinteresada, del egoísmo? ¿O la pura y sola contemplación del sabio, de la concupiscencia? Seme- jante génesis es imposible [...] Antes bien, en el seno del ser, en lo no pasajero, en el Dios oculto en la “cosa en sí” – ahí es donde tiene que estar su fundamento, y en ninguna otra parte!›› – Este modo de juzgar constituye el prejuicio típico por el cual resultan reconocibles los metafísicos de todos los tiempos […](Nietzsche, 2012, 28-29).

Sin embargo, esta característica se encuentra inmediatamente ligada con la segunda: la fe en la razón. Esta se funda en la bipartición hecha del mundo, pues, al no considerar al bien, la verdad o la belleza como parte de sus antítesis, el metafísico se coloca ya en una valoración moral ante el mundo y la existencia, reflejada en su incapacidad para asimilar que el bien tenga relación con el mal o la verdad con el error, como bien nos lo enseña la historia. Por ello, el único medio para acceder a esas nociones debe ser por aquello “totalmente” disímil de este mundo aparente, la razón. Como Platón lo deja en claro en distintos diálogos, el cuerpo, los sentidos, sólo nos conducen a equívocos, mientras que la razón es la única que nos permite acceder a la verdad, al Ser. Siguiendo a Par- meggiani:

La moral desvaloriza el cuerpo y las pasiones convirtiéndolos en los responsables últimos del sufrimiento humano, del mal. La metafísica, en cuanto visión moral del mundo, traduce este planteamiento al ámbito gnoseológico, donde lo que intervie- ne del cuerpo son los sentidos y el mal está representado, en esta visión idealista, por el error. La metafísica desvaloriza los sentidos porque los considera como el origen y la fuente del error más grave: tomar este mundo sensible, su mutabilidad y su multiplicidad, como el único mundo. (Parmeggiani, 2012, 52).

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Por último, la tercera característica es aquella que supone la existencia de un conocimiento objetivo. En primer lugar, ésta, así como la anterior característica, presuponen la idea de verdad, es decir, que la realidad es cognoscible y que este conocimiento es universal y eterno. La razón sólo puede conducirnos a aeterna veritas, dejando de lado toda historicidad y pluralidad, generando así una visión absolutizadora de la realidad. El metafísico exclama: ¡Esto es el mundo y nada más!

Todas estas características no son más que prejuicios morales basados en experiencias de placer o displacer, las cuales son transformadas en creencias y posteriormente en “verdades”. Como menciona Nietzsche: “A toda creencia sub- yace el sentimiento de lo agradable o doloroso respecto al sujeto sentiente. […] En principio, a nosotros seres orgánicos no nos interesa de cada cosa nada más que su relación con nosotros en lo que a placer y dolor se refiere” (2007, 18). Esta experiencia dolorosa es entendida por el metafísico como un error, donde es la ignorancia o el cuerpo quien nos conduce a tales consecuencias, por lo que la experiencia de este mundo es sentida como negativa, y por tanto, se valora a este mundo como aparente, como copia, engaño. Nietzsche define a esta actitud en general como socratismo, haciendo clara referencia a Sócrates, pero no reduciendo su sentido a él.

Sócrates es para Nietzsche quien inicia con la desvalorización del mundo y la existencia, el más acá, en pro del más allá. Él es quien esgrime la sentencia sobre “una vida sin examen, no es digna de ser vivida”. Sócrates es quien pide un sacrificio en nombre de Asclepio al final de su vida, como si ésta fuera una enfermedad. Se escucha, según Nietzsche: “[que] En todos los tiempos los sapientísimos han juzgado igual sobre la vida: no vale nada… Siempre y en todas partes se ha oído de su boca el mismo tono, – un tono lleno de duda, lleno de melancolía, lleno de cansancio a la vida, lleno de oposición a la vida” (2010, 43). En su primera obra, el Nacimiento de la tragedia (1872), Nietzsche ve en la figura de Sócrates a aquel que eliminó lo dionisíaco de la tragedia, sólo porque no lo entendía, porque no era “cognoscible” por su razón. Por tanto, la actitud que tiene Sócrates para con el mundo no es otra que la de desprecio, incluso, según Nietzsche, llega hasta el punto de querer corregir al ser: “[…] aquella

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inconcusa creencia de que, siguiendo el hilo de la causalidad, el pensar llega hasta los abismos más profundos del ser, y que el pensar es capaz no sólo de conocer, sino incluso de corregir el ser” (Nietzsche, 2012, 154). Esta actitud, este intentar corregir, viene de la incapacidad para ver el error no en el mundo, sino en el intelecto, es decir, ver al conocimiento desde una perspectiva fisiológica, como medio para sobrevivir, ya que para nuestro filósofo tanto la ciencia, el arte o la religión son herramientas para sobrevivir, las cuales están fundadas en lo aparente, a pesar de su pretensión absolutizadora, metafísica.

En suma, el socratismo es una actitud que ve en su modo de pensar el único válido, y se olvida de que la razón no es más que un medio para la supervivencia y que el conocimiento es parte de esa herramienta. Por ello, en la historia de este olvido, encontramos como esta voluntad de saber, de impregnar de sentido al mundo y la existencia, se vuelve contra sí misma, reflejando su arbitrariedad. Este proceso es el que Nietzsche nos narra en su magistral historia de la filoso - fía: Cómo el mundo verdadero se convirtió en una fábula, y el culmen de este proceso se representa en el parágrafo titulado El loco en La ciencia jovial, donde se narra la Muerte de Dios .

El socratismo, la metafísica, no conduce más que a un final desafortunado, a la progresiva desvalorización de todo lo existente y al cansancio por parte del hombre moderno, a su incapacidad para asombrarse. La filosofía transmundana es esta, a la que Nietzsche, en otro tiempo, perteneció. Sin embargo, él logra escurrirse de las garras de esa actitud metafísica, de esa visión moral del mundo, para perfilarse por una filosofía del “más acá”.

En 1886, Nietzsche escribe un Ensayo de autocrítica a su primera obra, el Naci- miento de la tragedia, donde claramente percibe la tendencia transmundana que habita en ella – tal y como leíamos anteriormente en su confesión. Sin embargo, desde su primer libro, Nietzsche tenía como propósito fundar un nuevo modo de hacer filosofía: una filosofía terrena en oposición a una trans- mundana. Como él mismo dice en su autocrítica:

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En verdad, no existe antítesis más grande de la interpretación y justificación pura - mente estética del mundo, tal como en este libro se las enseña, que la doctrina cristiana, la cual es y quiere ser sólo moral, y con sus normas absolutas, ya con su veracidad de Dios por ejemplo, relega el arte, todo arte, al reino de la mentira, - es decir, lo niega, lo reprueba, lo condena. Detrás de modo semejante de pensar y valorar, el cual, mientras sea de alguna manera auténtico, tiene que ser hostil al arte, percibía yo también desde siempre lo hostil a la vida, la rencorosa, vengativa aversión contra la vida misma: pues toda vida se basa en la apariencia, en el arte, en el engaño, en la óptica, en la necesidad de lo perspectivístico y de error. […]. Contra la moral, pues, se levantó entonces, este libro problemático, mi instinto, como un instinto defensor de la vida, y se inventó una doctrina y una valoración radicalmente opuestas de la vida, una doctrina y una valoración puramente artísti- cas, anticristianas. (Nietzsche, 2012, 40-41).

Nietzsche piensa una filosofía sin fundamento moral, sin metafísica. Por ello, recurre a una nueva visión que le permita juzgar en términos fisiológicos el pro - ceso de la humanidad, una visión totalmente antitética a la moral y que no sea hostil a la vida: una mirada estética. Como él mismo refiere sobre la tarea que emprende en el Nacimiento de la tragedia: “[…] ver la ciencia con la óptica del artista, y el arte, con la vida…” (2012, 35). Este nuevo modo de pensar, esta actitud estética, es nombrada por Nietzsche como experiencia dionisíaca del mundo o visión trágica, en la cual él integra las características que antes hemos mencio- nado, las cuales son fundamentalmente opuestas a la metafísica. Como explica Gerardo Rivas:

[…] ¿por qué Nietzsche parte de la tragedia para entender el ser del hombre? Porque sólo a través de ella se alcanza una justificación estética o absoluta de la vida. Una y otra son indivisibles porque únicamente en la tragedia el hombre experimenta lo real en su totalidad y lo reconoce como algo que se manifiesta ante él sin que haya manera de rechazarlo o de intentar dominarlo, pues lo real absoluto (que Nietzsche llama “lo dionisíaco”) indica que el papel del hombre en este mundo no es el domi- nio abstracto sino la experiencia concreta de la transfiguración. (Rivas, 2011, 21).

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La filosofía que se alza desde la actitud estética, al escuchar que “sólo como fenómeno estético están justificados el mundo y la existencia”, coloca entre comillas la palabra justificación, ésta solamente es una herramienta, un pretex - to, pues no hay nada que justificar, nada que dominar, sino, únicamente, experi - mentar y transfigurar. Así como Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos anun - ciaba el inicio de Zaratustra [INCIPIT Zaratustra], a partir de este momento comienza un nuevo modo de pensar, de ser y hacer con el mundo y con noso - tros: comienza la tragedia.

Desde el ámbito de una teoría cultural

La última interpretación que ofreceremos sobre la justificación estética del mundo, retorna hasta la época en que Nietzsche está redactando el Nacimiento de la tragedia. En la Europa de mitad de siglo XIX asistimos a distintos movi - mientos sociales e intelectuales, así como a las consecuencias de otros aconte - cimientos de la primera mitad de siglo, incluso de la última década del siglo XVIII, pues fechas como 1789 o 1815 aún resuenan en el imaginario colectivo. También asistimos al culmen de las consecuencias de la Revolución Industrial; sin embargo, la fecha más propicia a recordar es la anunciada al inicio: 1789, año de la Revolución Francesa, donde todo comenzó nuevamente, el año uno de la república, de un nuevo mundo que augura en el horizonte libertad, igualdad y fraternidad. Conocida es la anécdota de Hegel, Schiller y Hölderlin sembrando un árbol conmemorativo de los diez años de la más gloriosa liberación del hombre. También está Kant y el retraso en su caminata diaria al escuchar las noticias sobre la toma de la Bastilla. Este hecho reverberó por varios años en el imaginario colectivo, sobre todo en la juventud que había heredado esos idea - les, ni siquiera el retorno a la monarquía causó un desencanto total.

Otro importante suceso, en este caso en las provincias alemanas, es el año de 1835, año en que David Strauss publica Vida de Jesús e inicia la disputa por el

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pensamiento del maestro: Hegel. Surgen los Jóvenes Hegelianos de Izquierda, quienes, a partir del ascenso de Federico Guillermo IV al principado, pueden abandonar las disputas teológicas para pasar al ferviente ámbito de la política. Nombres como Bruno Bauer, Max Stirner, Cieszkowski, Karl Marx, Friedrich Engels o Ludwig Feuerbach serían definitivos para el camino intelectual y político de la época al punto que la onceava tesis de Marx sobre Feuerbach resonará, incluso, hasta el siglo XX: “Todos los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlos”.

Señalemos dos épocas más. Primero: 1848, año en que comienzan los prepa- rativos para la Comuna de París, donde artistas e intelectuales han abandonado los estudios para salir a “transformar el mundo”. Mario De Micheli, autor de Las vanguardias artísticas del siglo XIX, señala que durante esta época es cuando los conceptos de libertad y progreso, así como las concepciones que se tenían del pueblo, toman consistencia:

En esta época toma consistencia la moderna concepción de pueblo y los conceptos de libertad y progreso adquieren nueva fuerza y concreción. La acción por la liber - tad es uno de los ejes de la concepción revolucionaria del siglo XIX. Las ideas liberales, anarquistas y socialistas impulsaban a los intelectuales a batirse, no sólo con sus obras, sino con las armas en la mano. (De Micheli, 2006, 18).

Todo se había sumado a la misma causa: arte, ciencia y filosofía. Sin embargo, vendría el desencanto. La segunda fecha: 1871. Desde su surgimiento, todas estas tendencias revolucionarias atentaban contra el aparato de poder en turno, por lo que era previsible el hecho de que éste se defendiera. Asimismo, no pudo no preverse la oposición que habría por parte de la burguesía y los principados de la época hacia estas tendencias, asunto que llevaría la tensión hasta su punto más álgido. La liga se destrozaría en pedazos. Esto, según De Micheli, será parte de la ruptura y crisis en el arte:

La crisis que se reveló después de 1848, ahora, tras lo dolorosos hechos de 1871, se precipita. La discordia entre los intelectuales y su clase se agudiza, las fracturas subterráneas afloran a la superficie; el fenómeno se generaliza: la ruptura de la unidad revolucionaria del siglo XIX es un hecho consumado. Durante largos años, hasta nuestra época, sus consecuencias dominarán los problemas de la cultura y el arte. (De Micheli, 2006, 26).

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El fracaso de la promesa del nuevo mañana, más todo el pensamiento ideoló- gico e histórico que no llevó más que a trágicos acontecimientos, provocó la huida de los intelectuales y artistas del ámbito político, nuevamente recluidos a su estudio. Para Nietzsche, estos hechos no pasarían desapercibidos.

En mayo de 1871, Nietzsche escucha noticias sobre incendios en París, saqueos al Louvre por parte de los rebeldes de la Comuna; incluso dos años más tarde se había celebrado en Basilea el Congreso Internacional de la Asociación de Trabajadores (Safranski, 2010, 74-75). Todos estos hechos le parecían alar- mantes, inconcebibles, un atentado directo contra la cultura que ya en esos años para él agonizaba. Este temor, este desagrado por la revolución de los “esclavos” es reflejado en su primera obra, aunque sólo sea de forma breve. Dice Nietzsche, por ejemplo: “No hay nada más terrible que un estamento bárbaro de esclavos que haya aprendido a considerar su existencia como una injusticia y que se disponga a tomar venganza no sólo para sí, sino para todas las genera- ciones” (2012, 179-180). Pero, ¿por qué a Nietzsche le parece este hecho tan desa- gradable?, ¿por qué se niega a la liberación de los oprimidos? Por una simple razón: toda cultura está sustentada en un “estamento de esclavos”, en una mayoría de individuos que se “sacrifican” para un “estamento de amos”, para unos pocos que pueden gozar de la cultura, el arte, la ciencia y la filosofía y que, ante un mundo que carece de sentido, justifican la existencia estéticamente. Esto era, según Nietzsche, evidente para los griegos. Pero nuestra cultura – una cultura ilustrada – pretende negar este hecho hablando de “dignidad del hombre”, “dignidad del trabajo”, “libertad”, “democracia”, etc. Dice el filósofo de Röcken:

Nótese esto: la cultura alejandrina necesita un estamento de esclavos para poder tener una existencia duradera: pero, en su consideración optimista de la existencia, niega la necesidad de tal estamento, y por ello, cuando se ha gastado el efecto de sus bellas palabras seductoras y tranquilizadoras acerca de la dignidad del ser humano y de la dignidad del trabajo, se encamina poco a poco hacia una aniquila- ción horripilante (Nietzsche, 2012, 179).

En un texto de juventud titulado El Estado Griego (1868) – antecedente direc- to de las ideas del Nacimiento de la tragedia – Nietzsche crítica las ensalzadas ideas modernas sobre la “dignidad del hombre” y la “dignidad del trabajo”, mostrando que, si en el fondo la naturaleza es continua guerra e injusticia,

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toda actividad del hombre pierde sentido en relación a este hecho. Y, en conso- nancia con el “espíritu transmundano” que en esos años aún posee Nietzsche, pregona en el texto citado las siguientes palabras:

Lo que en esta terrible constelación de cosas quiere vivir, o mejor, debe vivir, es, en el fondo, un trasunto del entero contraste primordial, del dolor primordial [Ur-Eine] que a nuestro ojos terrestres y mundanos debe aparecer insaciable apetito de la existencia y eterna contradicción en el tiempo, es decir, como deve- nir. Cada momento devora al anterior, cada nacimiento es la muerte de innumera- bles seres, engendrar la vida y matar es una misma cosa. [los corchetes son nues- tros]. (Nietzsche, 2013, 13).

Desde esta perspectiva la dignificación del quehacer del hombre encierra una profunda contradicción con los principios supuestamente humanistas de los modernos, pues si el trabajo debe dignificarse, necesariamente debe hacérselo en todas sus facetas, incluso en la guerra. Asimismo, debe aceptarse que si una cultura encuentra algún tipo de justificación ante un mundo frío e indiferente, esta justificación sólo puede ser estética: la cultura como un fenó- meno estético. Pero también debe aceptarse que para que esa nueva obra de arte que es la cultura pueda alcanzar su cenit, una buena parte de la sociedad debe ser “esclavizada”. En cambio, si se cree en algún tipo de democracia o socialismo como remedio a esta injusticia, no está más que preparando un espacio de igualdad en el sufrimiento, pues la injusticia no es social, sino exis- tencial. Ante esto sólo nos quedaría aceptar al mundo y la existencia como fenómeno estético, donde el arte sería un estimulante y una máscara para poder vivir.

Pero aún restan algunas cosas que aclarar. En principio, Nietzsche no está diciendo que debe abogarse por una cultura esclavista al modo de la antigua Grecia, sino que toda cultura, por más ensalzada en sus múltiples expresiones, tiene a la base una clase que es oprimida y que actúa como el medio que per- mite a una minoría disfrutar de las riquezas que puede ofrecer la cultura. Pero más importante aún, se trata de observar que esta justificación estética del mundo, en esta teodicea artística, se intenta justificar el dolor que provoca la existencia; de modo que en sentido estricto se trata de una algodicea, una “justificación del sufrimiento”.

Este hecho sólo podemos ubicarlo en el joven Nietzsche, para quien aún el

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mundo – habíamos visto – se le presenta como “la obra de un dios sufriente y atormentado” (2013, 73). Pues para un Nietzsche más experimentado y que ha comprendido las consecuencias nihilistas, transmundanas, de sus primeros ejercicios filosóficos, este hecho es inconcebible. Perpetuar esa interpretación sobre el mundo y la existencia, es perpetuar la escisión realizada por la tradi - ción y continuar con el desprecio que ésta ha mantenido a la vida. Sin embargo, acepta que esta tesis – la de la justificación estética del mundo y la existencia – fue un bálsamo para soportar la falta de sentido de la existencia, para soportar que, en el fondo, no hay justificación posible, pues ni siquiera es necesaria. En un aforismo titulado Nuestro último agradecimiento al arte, perteneciente a La ciencia jovial, Nietzsche recuerda cándidamente su algodicea: “Como fenómeno estético, la existencia nos sigue siendo todavía soportable, gracias al arte se nos regalan los ojos y las manos y, sobre todo, la buena conciencia para poder hacer de nosotros mismo un fenómeno semejante” (2009, 423).

Por último debemos destacar dos cuestiones: 1) la inter-relación existente entre los tres ámbitos propuestos para analizar la tesis sobre la justificación estética del mundo y la existencia, donde las tres se conectan por el mismo hecho: la falta de sentido y la incorporación de sentido por medio del arte; y, 2) las contradicciones que habitan en el pensamiento nietzscheano, pues, aunque éste reconoce fatalistamente la injusticia en el seno de la cultura, años más tarde, incluso ya esbozado en su primera obra, tenderá a una reconciliación entre los estamentos y a una liberación total del individuo, asunto paradójico que nos es imposible seguir desarrollando aquí. Sin embargo, debemos desta - car que la algodicea es un asunto que se mantiene en la filosofía de Nietzsche, pero que viene a transformarse, pues aunque el filósofo acepte que no hay necesidad de ningún tipo de justificación, la concepción estética del mundo y la existencia se mantiene hasta el final. Para Nietzsche, el cosmos es análogo a una obra de arte que en su eterna creación y destrucción encuentra, sin requerirla, su forma más grande de redención.

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Bibliografía

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